Letras

Nunca pasa nada

por José Ovejero

20 septiembre, 2007 02:00

Alfaguara

En días así, Olivia tenía el presentimiento de que ya nunca regresaría a casa. Y no es que le desagradase la nieve; al contrario: a pesar del frío, que no se le quitaba aunque acumulara sobre su cuerpo varias capas de ropa -la táctica de la cebolla, como decía Jenny-, Olivia, al ver la nieve, sentía una extraña mezcla de felicidad y nostalgia.

Le daban ganas de reír sin motivo, o por el solo motivo de que todo era blanco, y brillante, y el mundo que conocía parecía desaparecer, más bien quedarse dormido bajo aquel manto reluciente y limpio, igual que un niño se arrebuja en las sábanas. Como Berta, que tenía la costumbre de dormir arropada hasta por encima de la cabeza.

Pero aunque le entrara esa risa al ver la nieve y le dieran ganas de saltar y gritar de alegría, también -no sabía si al mismo tiempo o justo después- le daba de pronto esa sensación de que nunca regresaría a casa. Entre el mundo frío, dormido, blanco, de sonidos amortiguados que la rodeaba, y aquel otro estridente, verde, caliente que recordaba, no podía haber comunicación alguna. Era como si la hubiesen secuestrado los extraterrestres en un platillo volante: a Marte o Júpiter, o vaya usted a saber adónde: desde luego, a un mundo del que no se regresa.

-¡Olivia!

Las huellas de un pájaro estaban impresas sobre la nieve del jardín, junto a la escalera de la entrada, y también se veía dónde el pájaro, probablemente un mirlo, había escarbado en busca de comida. Más allá, sobre lo que en verano era una superficie de césped, las pisadas de la perra habían arrancado a la nieve cualquier apariencia de virginidad. Sus patazas habían abierto negros agujeros, y allí, junto a las arizónicas, una mancha parda revelaba dónde se había revolcado. La perra tenía la costumbre de restregarse contra la tierra, el barro, la nieve, los excrementos de otros animales. Qué puerca eres, le recriminaba Olivia, aunque el señor le había explicado que lo hacía porque era una perra cazadora: para ocultar su verdadero olor a las posibles presas. Igual que tú te pones perfume; es lo mismo, le había dicho. Bueno, igual, igual no es, había respondido Olivia y el señor se había reído.

-¡Laika!

-¡Olivia!

Las dos llamadas parecieron chocar en el aire, rompiendo su inmovilidad, enturbiando su total transparencia.

-¡Voy! Laika, ¿dónde te metiste?

Olivia tomó el recogedor de plástico amarillo y se alejó de las escaleras. Dio la vuelta a la casa hasta descubrir a Laika, que husmeaba debajo de las arizónicas y escarbaba muy deprisa con las patas delanteras, levantando en derredor un chisporroteo de partículas de nieve y lanzando resoplidos que flotaban blancos sobre la tierra revuelta.

Quizá había venteado un animal.

-¿Dónde, a ver, dónde lo hiciste? Ah, puerca, ya lo vi.

Olivia fue a donde acababa de descubrir los excrementos de la perra y los empujó con un palo sobre el recogedor. Aún humeaban. Los llevó al cubo de basura junto al portón de hierro por el que se accedía al garaje. La perra la seguía jadeando.

-¿Qué? ¿No cazaste nada? El día que caces tú algo me lo como yo crudo.

Tomó a la perra cariñosamente por el hocico.

-No te ofendas, tonta. Lo digo en broma.
-Olivia, que me tengo que ir, mujer.

Carmela estaba en lo alto de la escalera, ya con el abrigo puesto, con los guantes y una bufanda en la mano.

-Váyase tranquila, yo oigo a la niña desde aquí.
-Vete.
-¿Eh?

Carmela, cuando sonreía, inclinaba al mismo tiempo la cabeza hacia un lado. Olivia la encontraba muy guapa; rubia y de ojos azules, parecía alemana. Aunque pensaba que le habría quedado mejor el pelo largo, en lugar de ese peinado de chico que llevaba.

-Que es "vete", no "váyase".
-Ay, otra vez.
-El médico viene a las once. Si le receta antibióticos, dices que no. Seguro que no tiene ni idea de homeopatía, pero le dices que algo natural, ¿vale? Nuestro homeópata está de vacaciones, por eso... Bueno, da igual. Me voy, que llego tarde. Da un beso a la niña cuando se despierte.

Carmela trotó más que caminó hasta la puerta del garaje mientras Olivia iba a abrir la cancela. Le hizo un gesto de despedida por la ventanilla al salir y se alejó cuesta arriba acelerando como lo habría hecho una adolescente. Olivia sacudió casi imperceptiblemente la cabeza.

-¡Oli!

Ya se había despertado, seguro que con el ruido del motor. Le iba a poner el termómetro lo primero. Al entrar en la casa se encontró con Nico, en bata, parado frente a la puerta de la cocina, con gesto de perplejidad, como si no supiese muy bien cómo había llegado hasta allí.

-Buenos días.
-Buenos días, Olivia.

Aún estaba sin afeitar y tenía el pelo aplastado del lado sobre el que había dormido

-¿Le hago un cafecito? ¡Te!
-No, café, por favor.
-No, o sea que "te", que te hago un café, quiero decir. Ay, Dios.

Nico también se echó a reír. Tenía una risa linda, alegre como la de un crío de dos años. En realidad, todo él parecía un crío desproporcionado: con sus piernas ligeramente arqueadas y demasiado cortas para el tronco más bien grandón, su cabezota, sus movimientos torpes que acababan con tazas, derramaban líquidos, provocaban choques con muebles... Tenía algo de pan poco hecho, pero era una buena persona. Se ocupaba de la niña como pocos padres a los que conociese Olivia.

-Bertita ya está despierta. Me voy a dar una ducha.

A Jenny le había contado eso de que Nico parecía un niño, que su aspecto, sus movimientos, su risa eran de niño. ¿Y lo tiene todo, todo de niño? Y las dos se habían reído como tontas hasta que les salió la Coca-Cola por la nariz. Porque Olivia le reveló que no: una mañana se le había soltado el cinturón de la bata sin que él se diese cuenta de que lo llevaba todo al aire, permitiendo a Olivia descubrir que al menos una parte de su anatomía era más de garañón que de criatura.

El recuerdo de Nico ingenuamente expuesto a su mirada la hacía sentirse tan en falta como si lo hubiera estado espiando en el baño. Se fue rápidamente a la cocina a preparar el café, mientras gritaba pasillo adentro: Ya mismo voy, Bertita, primero voy a hacer un café a tu papá.

Nico le había enseñado a manejar la cafetera exprés, que incluso hacía capuchino sola. Sin embargo, la primera vez echó demasiada leche y la espuma blanca se desbordó sobre las placas de la cocina. Pero lo peor fue cuando intentó retirar la cafetera del fuego a toda prisa: no atinó a tomar el asa, sino que dio con el metal y sólo consiguió quemarse la mano, además de derramar el resto de la leche por el piso. Cuando Nico entró a descubrir la causa del estruendo, Olivia, era su segundo día en la casa, tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a llorar.Se chupaba la carne entre el pulgar y el índice, donde más dolía, mientras el señor inspeccionaba el desastre. Ya lo recojo, señor, disculpe. Nico no le hizo caso; pisando descuidadamente la leche vertida, le tomó la mano y se la puso bajo el grifo del fregadero. Déjala bajo el agua, te aliviará un poco. Voy a por una pomada, y se alejó pisoteando otra vez la leche y repartiendo sus huellas por toda la casa.

Pero Olivia ya había aprendido a dosificar el agua, la leche y el café, y a presionar la válvula antes de poner la cafetera en el fuego. Y lo primero que hacía en cuanto oía a Nico levantarse por la mañana era un capuchino, que él solía tomar frente al ordenador, a menudo aún en bata.

-¿Cómo estás, corazón?

Bertita respondió con un quejido. Olivia comprobó que todavía tenía fiebre. El sudor le había pegado los rizos rubios a la cabeza y provocado una mancha de humedad sobre la almohada.

-Me duele la cabeza.
-Te voy a traer leche caliente y una aspirina para niños.
-Cola Cao.
-Bueno. Y luego te voy a dar un baño. Estás toda sudada.
-No quiero bañarme.
-Tu papá está en la ducha.
-No quiero bañarme.

La niña se puso a gemir y a dar patadas contra el edredón.

-Bueno, no empieces a lloriquear. Voy por el Cola Cao.
-Pero no me baño.

Olivia regresó a la cocina. No merecía la pena discutir con Berta. Sus padres la tenían muy consentida, y si la niña decía que no a algo, rara vez acababa siendo que sí.

Por la ventana de la cocina se veía un prado con encinas en el que pastaban algunas vacas. De vez en cuando se escuchaba un cencerro. A Olivia le gustaba esa sensación de estar en el campo, de no ver otros edificios alrededor, aunque en cuanto se salía del jardín se descubría una calle flanqueada por chalés. Pero desde la casa o desde el jardín se podía alimentar esa ilusión de estar en el campo: un campo con vacas lustrosas, burros bien nutridos, perros sin enfermedades en la piel.

Nico entró en la cocina y se sirvió el café.

-¿Cómo estás, Olivia?
-Yo bien.
-¿Quieres una taza?
-No, muchas gracias. Voy a darle su Cola Cao a
la niña y una aspirina infantil. Aún tiene fiebre.
-Yo me voy a las diez y no vuelvo hasta las cinco.
-Está bien.
-El teléfono del instituto lo he dejado en la mesa
del salón. ¿Seguro que no quieres un café?
-Bueno, un poquitito.
-Luego come lo que quieras. He comprado filetes,
de la carnicería ecológica. Sin antibióticos ni hormonas
ni otras porquerías.
-¡Oli!
-¡Voy!

Echó a andar por el pasillo con el Cola Cao y unas galletas, tras de sí los pasos de Nico, que solía caminar arrastrando los pies; eso es de vagos, habría dicho su mamá; a Olivia la costumbre se la quitaron de niña a palos.