Letras

Campo Santo

W. G. Sebald

18 octubre, 2007 02:00

W. G. Sebald. Foto: Chris Buck

Trad. Miguel Sáenz. Anagrama. Barcelona, 2007. 245 páginas. 17 euros. Sin contar. Grabados de Jean Peter Tripp. Trad. T. Ruiz Camacho y K. Wirth. Nórdica. Madrid, 87 págs. 26 e.

Los ensayos literarios de Winfred Georg Maximilian Sebald (1944, Wertach im Allgäu, Baviera, Alemania-2001, Norfolk, Reino Unido) no son los de un erudito que comenta obras ajenas, sino piezas con plena autonomía artística. La recuperación de textos dispersos por el editor Sven Mayer ha permitido publicar un libro que mezcla la experiencia de un viaje a Córcega, con estudios de crítica literaria, una nota autobiográfica y un pequeño discurso. Viajero decimonónico, que deambula por tierras extrañas acumulando ideas y visiones, sin ignorar que el paisaje no es nada sin las palabras surgidas de la contemplación, W. G. Sebald recorre Córcega, con la perspectiva de una conciencia lastrada por un origen no deseado (Alemania, "esa patria oscura"), familiarizada con la muerte ("la muerte es un Maestro alemán", según Koeppen) y, sin embargo, convencida del poder de la literatura para restituir la justicia y actualizar la esperanza.

La visita al camposanto de Piana es un viaje al pasado, que insinúa la pervivencia de los muertos. El luto y las plañideras manifiestan la teatralidad de la cultura mediterránea, renuente a la racionalidad postulada por los ilustrados, imbuida aún por creencias mágicas, pero con la fuerza de una iluminación. Al igual que Freud, los corsos interpretan la muerte natural como un asesinato. La vida en las grandes ciudades se ha convertido en algo banal. La promiscuidad resta valor a los que circulan por las mismas calles, desconociendo todo de los demás. En Córcega, el otro no es un desconocido; su recuerdo persiste más allá de la muerte. Sebald evoca el desaparecido bosque de Bavella, con árboles de sesenta metros, según los testimonios del pasado, deplora la caza en una isla con una fauna diezmada, visita fugazmente la casa de Napoleón, percibe la vocación de santidad, no menos intensa que los sentimientos de culpa y redención y medita sobre la fotografía de una cancela. La impecable traducción de Miguel Sáenz capta todos los matices de una prosa que fluye con una perfección asombrosa. Los ensayos no implican un alejamiento del plano literario, ya que Sebald mantiene la tensión de un estilo reiterado en el resto de su obra, con independencia del género. Su comentario sobre Kaspar, de Peter Handke, recuerda las tesis de Kant sobre la insociable sociabilidad del ser humano. Sin el otro, no hay habla, escritura ni comprensión, pero estos recursos nunca acontecen sin una dolorosa conciencia del existir ajeno.

Sebald aborda de nuevo la destrucción provocada en las ciudades alemanas por los bombardeos aliados, sin minimizar la responsabilidad de su país en la política de exterminio. Las novelas alemanas de posguerra oscilan entre la voluntad de olvidar y la necesidad de expiación, pero sin los escritores de origen judío no habría aparecido un testimonio fiel de la catástrofe acaecida. Con Hitler, Alemania se dejó seducir por "las promesas de la Muerte", convocó a la Fatalidad y se enfrentó a la Nada con la convicción de encarnar un destino. Sebald alude a la técnica en su dimensión destructiva (desde un bombardero, resulta más fácil matar a cien mil personas que a una sola) y al principio de esperanza, malogrado por el sufrimiento desencadenado. Sin mencionar a Bloch ni a Gönther Anders, rotura el campo filosófico. Al final, prevalece la interpretación de Marx: "la industria es el libro abierto de las fuerzas de la conciencia humana". Una vez fabricadas, las bombas exigían su uso.

Las páginas dedicadas a Kafka, que pretende vencer a la Muerte invadiendo su territorio, y a Jean Améry, que reivindica el derecho al resentimiento tras sufrir la experiencia de la tortura, revelan la clarividencia de Sebald en su hermenéutica de los textos. Es imposible finalizar esta nota, sin mencionar los micropoemas de Sin contar, una obra que refleja una vez más la pasión de Sebald por la imagen, incluyendo los grabados de Jan Peter Tripp, una galería de miradas (Borges, Beckett, Proust, Javier Marías) contrastada con brevísimos destellos líricos. Nos quedamos con los ojos de Anna Sebald y el poema que le sirve de pie: "Sin contar / queda la historia / de las caras / vueltas hacia otro lado". Esas caras ahogadas por la Historia en sucesivas matanzas, pero restituidas por la literatura en su derecho a habitar el presente y no extraviarse en el futuro.