Image: Mal de escuela

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Letras

Mal de escuela

por Daniel Pennac

2 octubre, 2008 02:00

Daniel Pennac. Foto: EFE

Mondadori Leer crítica

1

Comencemos por el epílogo: mamá, casi centenaria, viendo una película sobre un autor al que conoce muy bien. Se ve al autor en su casa, en París, rodeado de sus libros, en su biblioteca que es también su despacho. La ventana da al patio de una escuela. Jolgorio de recreo. Se dice que durante un cuarto de siglo el autor ejerció el oficio de profesor y que eligió ese apartamento que da a dos patios de recreo como un ferroviario que se instalara, al jubilarse, junto a un apartadero. Luego se ve al autor en España, en Italia, discutiendo con sus traductores, bromeando con sus amigos venecianos y, en la altiplanicie del Vercors, caminando, solitario, entre la bruma de las alturas, hablando del oficio, de la lengua, del estilo, de la estructura novelística, de los personajes… Nuevo despacho que da, esta vez, al esplendor alpino. Las escenas están salpicadas de entrevistas con artistas a quienes el autor admira y que, a su vez, hablan de su propio trabajo: el cineasta y novelista Dai Sijie, el dibujante Sempé, el cantante Thomas Fersen, el pintor Jörg Kreienböhl.

Regreso a París: el autor sentado ante su ordenador, entre diccionarios esta vez. Siente pasión por ellos, dice. Por lo demás, y es el fin de la película, te enteras de que ha entrado ya en el diccionario, el Robert, en la letra P, con la denominación Pennac, que viene de su apellido completo Pennacchioni, Daniel como nombre de pila.

Mamá, pues, ve esa película en compañía de mi hermano Bernard, que la grabó para ella. La mira de punta a cabo, inmóvil en su sillón, con la mirada fija, sin decir palabra, mientras cae la noche.

Fin de la película.

Créditos.

Silencio.

Luego, volviéndose lentamente hacia Bernard, pregunta:

-¿Tú crees que lo logrará algún día?


2
Y es que fui un mal alumno y nunca se ha recuperado por completo de ello. Hoy, mientras su conciencia de ancianísima dama abandona las playas del presente para dirigirse, dulcemente, hacia los lejanos archipiélagos de la memoria, los primeros arrecifes que resurgen le recuerdan aquella inquietud que la corroyó durante toda mi escolaridad.

Posa en mí una mirada preocupada y, lentamente:

-¿Qué haces en la vida?

Muy pronto, mi porvenir le pareció tan comprometido que nunca estuvo por completo segura de mi presente. No estando destinado a devenir, yo no le parecía preparado para perdurar. Era su hijo precario. Sin embargo, sabía que yo había salido ya a flote desde aquel mes de septiembre de 1969, cuando entré en mi primera aula en calidad de profesor. Pero, durante los siguientes decenios (es decir durante toda mi vida adulta), su inquietud resistió secretamente todas las "pruebas de éxito" que le proporcionaban mis llamadas telefónicas, mis cartas, mis visitas, la publicación de mis libros, los artículos de los periódicos o mis apariciones por la tele, en el programa de Pivot. Ni la estabilidad de mi vida profesional, ni el reconocimiento de mi trabajo literario, nada de lo que oía decir de mí por otros o de lo que podía leer en la prensa, la tranquilizaba del todo. Ciertamente, se alegraba de mis éxitos, hablaba de ellos con sus amigos, aceptaba que mi padre, muerto antes de conocerlos, se habría sentido feliz pero, en lo más secreto de su corazón, permanecía la ansiedad que había hecho nacer para siempre el mal alumno de los inicios. Así se expresaba su amor de madre; cuando yo la pinchaba hablando de las delicias de la inquietud materna, ella respondía a tono con una chanza digna de Woody Allen:

-¿Qué quieres?, no todas las judías son madres, pero todas las madres son judías.

Y hoy, cuando mi anciana madre judía no pertenece ya del todo al presente, sus ojos expresan de nuevo su inquietud cuando se posan en su benjamín de sesenta años. Una inquietud que habría perdido ya su intensidad, una ansiedad fósil, que ya solo es el hábito de sí misma, pero que sigue siendo lo bastante vivaz para que mamá me pregunte, con su mano en la mía, cuando me separo de ella:

-¿Ya tienes un apartamento en París?

3

De modo que yo era un mal alumno. Cada anochecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis boletines hablaban de la reprobación de mis maestros. Cuando no era el último de la clase, era el penúltimo. (¡Hurra!) Negado para la aritmética primero, para las matemáticas luego, profundamente disortográfico, reticente a la memorización de las fechas y a la localización de los puntos geográficos, incapaz de aprender lenguas extranjeras, con fama de perezoso (lecciones no sabidas, deberes no hechos), llevaba a casa unos resultados tan lamentables que no eran compensados por la música, ni por el deporte, ni, en definitiva, por actividad extraescolar alguna.

-¿Comprendes? ¿Comprendes al menos lo que te estoy explicando?

Y yo no comprendía. Aquella incapacidad para comprender se remontaba tan lejos en mi infancia que la familia había imaginado una leyenda para poner fecha a sus orígenes: mi aprendizaje del alfabeto. Siempre he oído decir que yo había necesitado todo un año para aprender la letra a. La letra a, en un año. El desierto de mi ignorancia comenzaba a partir de la infranqueable b.

-Que no cunda el pánico, dentro de veintiséis años dominará perfectamente el alfabeto.

Así ironizaba mi padre para disipar sus propios temores. Muchos años más tarde, mientras yo repetía el último curso en busca de un título de bachiller que se me escapaba obstinadamente, soltó otra sentencia:

-No te preocupes, incluso en el bachillerato se acaban adquiriendo automatismos…

O, en septiembre de 1968, con mi licenciatura de letras finalmente en el bolsillo:

-Para la licenciatura has necesitado una revolución, ¿debemos temer una guerra mundial para la cátedra?

Todo dicho sin especial maldad. Era nuestra forma de connivencia. Mi padre y yo optamos muy pronto por la sonrisa.

Pero volvamos a mis comienzos. El menor de cuatro hermanos, yo era un caso especial. Mis padres no habían tenido la posibilidad de entrenarse con mis hermanos mayores, cuya escolaridad, sin ser excepcionalmente brillante, había transcurrido sin tropiezos.

Yo era objeto de estupor, y de un estupor constante, pues los años pasaban sin aportar la menor mejoría a mi estado de embotamiento escolar. "Me quedo de una pieza", "Es para no creérselo", me resultan exclamaciones familiares, unidas a unas miradas adultas en las que veo perfectamente que mi incapacidad para asimilar cualquier cosa abre un abismo de incredulidad. Aparentemente, todo el mundo comprendía más deprisa que yo.

-¡Eres tonto de capirote!

Una tarde del año de mi bachillerato (de uno de los años de mi bachillerato), mientras mi padre me daba una clase de trigonometría en la estancia que nos servía de biblioteca, nuestro perro se tendió sin hacer ruido en la cama, a nuestra espalda. Descubierto, fue expulsado con sequedad:

-¡Fuera, a tu sillón!

Cinco minutos más tarde, el perro estaba de nuevo en la cama. Solo se había tomado el trabajo de ir a buscar la vieja manta que protegía su sillón y tenderse en ella. Admiración general, claro está, y justificada: que un animal pudiera asociar una prohibición a la idea abstracta de limpieza y extraer de ello la conclusión de que era preciso hacer su cama para gozar de la compañía de los dueños, era para quitarse el sombrero, evidentemente, ¡un auténtico razonamiento! Fue un tema de conversación familiar durante décadas. Personalmente, llegué a la conclusión de que incluso el perro de la casa lo pillaba todo antes que yo. Y creo, incluso, haberle dicho al oído:

-Mañana irás tú al cole, lameculos.