Image: El hijo ausente

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Letras

El hijo ausente

por Miguel Tomás-Valiente

30 octubre, 2008 01:00

Miguel Tomás-Valiente. Foto: Sergio Enríquez

451 Ed

Tan solo tenías tres meses. Eras un bebé como todos, pero eras el nuestro. Nuestra razón de ser, nuestra ilusión, nuestro tesoro. Eras un bebé: poco más de seis kilos de peso. Pero también un compromiso, un desafío, un símbolo y una promesa.

Solo tenías tres meses y yo me quedaba despierto muchas noches mirándote. Pero esa vez no fue por vigilar tu respiración por lo que no pude dormir. Cuando me harté de dar vueltas en la cama, me levanté, bajé al garaje y conduje por la ciudad, sin rumbo fijo, como perseguido por el demonio que todo lo sabe, cambiando de emisora en emisora en busca de información. En cuanto llegaron los primeros periódicos (tres vascos y dos de tirada nacional) a la estación de Abando, compré un ejemplar de cada uno.

Escuché todos los info rmativos en la radio, leí todas las noticias y comentarios de los periódicos y vi todos los telediarios matutinos en todas las cadenas de televisión.

Absolutamente todos se hacían eco del suceso: a las puertas del hospital de Basurto, en Bilbao, un grupo de no más de veinte militantes de HB había desplegado una pancarta pidiendo la liberación de los tres jóvenes detenidos por el ataque a la Librería Luna perpetrado la noche anterior y como consecuencia del cual la hija del propietario, Lucía Luna, estaba siendo operada en esos momentos en el mencionado centro médico.

Añadían que, transcurridos unos treinta minutos desde que los manifestantes exhibieran la sábana y se sentaran a gritar sus consignas, apareció el padre de una de las detenidas, destacado miembro de la Mesa Nacional del partido ultranacionalista. Todas las emisoras y las cadenas de radiodifusión, todos los artículos y las noticias coincidían también en que, unos instantes después, varios amigos y familiares de la joven ingresada salieron -salimos, puesto que yo también formaba parte del grupo- del hospital. Unos medios de comunicación aseguraban que alertados por alguien y "con ánimo vengativo", otros que desconociendo la presencia de los alborotadores, pero todos los que consulté volvían a coincidir en que el grupo que salía del hospital se dirigió, encabezado por el librero, hacia el de los manifestantes ("pacíficos", para unos; "en incuestionable actitud desafiante", para otros) mientras la seguridad privada del hospital empezaba a movilizarse.

Una cámara de la televisión autonómica vasca tomaba las imágenes del suceso: el padre de la muchacha hospitalizada -"intervenida quirúrgicamente de sus múltiples quemaduras en la cara, la cabeza y el cuello", comenta el reportero- increpa y amenaza al de la detenida. En la grabación emitida después por todos los canales se percibe en algunos momentos que alguien -alguien que, por desconocido o por no ser protagonista hasta entonces, no interesa a quien filma- trata de sujetar al librero, de impedir que caiga en la provocación. La cámara de ETB enfoca al dirigente abertzale, que, en castellano primero y después en euskera, dice claramente y entre risas secundadas por sus partidarios: "Si no sabéis apagar un fuego, llamad a los bomberos". Por los movimientos descontrolados de las imágenes, se deduce que, a continuación, se incrementa la violencia de unos empujones que llegan a afectar a quien, cámara al hombro, las está registrando. Una vez que recupera el pulso y aferra su máquina, lo primero que se ve con claridad es mi puño impactando en la cara del dirigente de HB, al que se ve caer.

A veces no sirve, hijo. A veces, todo lo que has aprendido en la escuela, el instituto y la universidad; todos los valores que intentaron inculcarte tus padres; lo que la discip lina y el estudio han logrado conformar como una manera de ser adulta, equilibrada, tranquila y civilizada, no sirve. A veces, todo esto no sirve. A veces el instinto se cuela por las rendijas de humanidad que las normas no intentaban reprimir y uno descubre que la ternura de contemplar cómo duerme su hijo o la lealtad hacia un amigo están arraigadas a su forma de ser con terca firmeza.

Respiré tranquilo cuando, después de tres horas indagando, pude comprobar que ninguna de las fuentes en las que me había informado decía nada de mi presencia, nadie parecía haber reconocido al juez amigo del padre de Lucía. Aunque disfrutaba de una recién concedida excedencia por cuidado de hijo menor de tres años, por supuesto, yo seguía siendo juez. Un juez es una persona que representa la legalidad. Allá donde esté. ¿Sabes, hijo? Es, en ese sentido, como un cura: siempre y en todo lugar es cura, no solo en la iglesia; y, aunque la inmensa mayoría no se comportan como tales casi ni dentro de los recintos sagrados, es lo que deberían hacer. Un juez siempre, siempre, siempre está del lado de la ley. Aunque esté en contra de su ideología o de sus principios, aunque le duela el alma, nunca, nunca, nunca debe transgredir la ley. Por eso los jueces son pieza clave en cada sistema político; por eso, porque si no se volverían locos, los jueces, por lo general, creen en el sistema legal que tienen que hacer cumplir. Actuar como yo actué fue romper conmigo mismo. Desobedecí una norma básica. Aunque en esos momentos no lo sabía, aunque tardé nueve años en abandonar la carrera judicial, al dar ese puñetazo dejé de ser yo mismo. Dejé de ser juez. Un juez es una persona que representa la legalidad. Es decir: también es una persona. En aquella ocasión, yo me comporté como una persona, no como un juez. Pero no me arrepiento de aquel puñetazo. De lo que me culpo es de no haber sabido prever sus consecuencias.

Esa mañana nos íbamos los tres -Elisa, tú y yo- al pueblo de tu madre para instalarnos allí una temporada. Tu abuelo estaba muy enfermo y ella quería que su padre disfrutase de ti los últimos días de su vida. Para eso había solicitado yo la excedencia. Para acompañaros y seguir cuidando de vosotros dos.

Desde la cocina, sentado a la mesa mientras apuraba mi desayuno, la vi asomarse al cuarto donde Belén, la chica que habíamos contratado para cuidarte, se despedía de ti. Os dio un beso a cada uno.

-¿Puedo bajar yo al niño?

-Claro, Belén -contestó tu madre con esa sonrisa triste que la inminente muerte de tu abuelo le había dibujado-. Pero espera, que hace frío para él. Baja luego con Tomás; yo voy a acercar el coche. Bueno…, entonces te iremos a buscar a la estación el lunes por la tarde, ¿no?

Sentado frente a un tazón de café con leche, pensé cómo había madurado Elisa aquellos últimos días. Casi se podía afirmar que estaba radiante. Me extrañó pensar eso, pero no tardé en comprender el motivo: aunque estaba a punto de perder a su padre, sentía la satisfacción de ser ella quien le iba a proporcionar los últimos momentos de felicidad.

-Traigo el coche y te espero en la puerta. ¿Podrás con todas las maletas?

-Sí, claro -contesté yo-. Está aparcado junto a la floristería; un poco antes de llegar, nada más pasar la esquina… Lo dejé ahí cuando volví de comprar los periódicos.

-De acuerdo. ¿Y las llaves?

Las saqué del bolsillo de mi pantalón y se las ofrecí.

-Entonces…, ¿nos vemos en el portal dentro de cinco minutos?

Elisa asintió. Bajó a la calle, entró en el coche y, en el instante en que giró la llave para arrancar el motor, se produjo una terrible explosión bajo sus pies.

Hay momentos en la vida en los que un hombre no puede pensar nada; el desgarro oscurece la razón y solo se siente lo animal, lo íntimamente instintivo. La bomba que mató a Elisa encendió una llamarada en mi garganta, una hoguera en la que morían todas las palabras, todas las razones y toda mi bondad; sentí que me arrancaban de cuajo el aliento y que, por la herida, mis ganas de vivir, hirviendo, manaban a borbotones.

Corrí despavorido en cuanto se oyó el estruendo de la detonación. Salí a la calle. Diez o doce personas miraban la escena inmovilizadas por el susto y por la vergöenza de sentir el alivio de que el muerto no fuera suyo. Me arrodillé, tomé el cuerpo inerte de Elisa y lo apreté contra mí. Lloré con desconsuelo; sé que lloré con desconsuelo. Y también sé que fui incapaz de oír mis gritos.

Después del atentado, durante años, tuve miedo a dormir. El diagnóstico era depresión. Pero, además, yo tenía miedo a dormir. Miedo de verdad -el miedo que solo se tiene a aquello que escapa a nuestro control-. Iba arrastrándome por el pasillo de casa, desolado y exhausto, hasta que mi cuerpo no aguantaba más y me quedaba dormido. Y, entonces, mis temores se justificaban porque, indefectiblemente, soñaba con las imágenes de la muerte de Elisa. Sentía con tanto verismo el último calor de su cuerpo, percibía el espesor de su sangre entre mis dedos con tanta certeza que, al despertar, miraba incrédulo mis manos secas; me dolía tanto su cuerpo deshecho, era tan real su muerte cada vez que la soñaba que, a pesar de su tenaz recurrencia, el ensueño se parecía siempre más a los hechos tal como sucedieron que a las anteriores ocasiones en que había soñado lo mismo.

Cuando dormir es un calvario, se termina por preferir el cansancio a la promesa, en tantas ocasiones incumplida, de un reposo que no llega, y uno ya ni se acuesta. Se va quedando traspuesto en el sofá mientras ve una retransmisión deportiva o un telediario, duerme diez minutos sentado en la silla de la cocina, un rato en el metro o en el autobús: una hora aquí, media allá, con luz, vestido, la mayoría de las veces sin siquiera descalzarse ni estirar las piernas… El mecanismo de la autodestrucción se pone en marcha: una rueda dentada hace que se mueva otra y, así, del miedo a soñar surge el rechazo a dormir, el no dormir genera cansancio, el cansancio es la causa de que uno descuide la guardia y de que, al cabo de un tiempo, a uno lo venza el sueño -casi siempre por sorpresa-. Entonces, el trágico episodio se convertía otra vez en el contenido de la ensoñación y yo volvía a oír el sonido ensordecedor de la bomba-lapa y sentía que mis piernas echaban a correr, y, aunque un resquicio de esperanza de que no hubiera sucedido lo que sabía que había sucedido acompañaba mi carrera, siempre presentía lo peor. Sabía que había muerto. Que estaba muerta.