Image: Publicamos lo más interesante del primer capítulo de las memorias de Mario Conde

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Publicamos lo más interesante del primer capítulo de las memorias de Mario Conde

Jesús Calvo, ex director de la prisión de Alcalá-Meco, y Luis María Anson presentan "Memorias de un preso" hoy a las 20 horas en el Hotel Intercontinental

24 septiembre, 2009 02:00

Mario Conde en la portada de "Memorias de un preso"

[...]

Tras la puerta, las escaleras por las que se asciende a las celdas, a los alojamientos de los prisioneros. Subí despacio pero sin arrastrar los pies, siguiendo como una sombra al funcionario que me abría camino. Al fondo, en el primer descansillo, una nueva puerta enrejada, pero quizá más liviana, algo menos aparatosa. Una vez cruzada, un largo pasillo. Por primera vez desde que se produjo mi ingreso la visión de ese corredor me impresionó, quizá por memorizar de manera inconsciente los pasillos carcelarios que nos mostraban en las películas norteamericanas. En el costado izquierdo de aquel profundo, frío, húmedo y algo lúgubre pasillo se encontraban las celdas, numeradas correlativamente. Contemplé con toda la atención que pude el espectáculo. Cada una de ellas estaba cubierta en el exterior con una gruesa placa de hierro pintada en verde militar, en la que, escritos con tiza blanca, figuraban los nombres de los internos que vivían en ellas. Esas placas verdes, "chapas" en el argot carcelario, eran las puertas de la celda, que se desplazaban lateralmente sobre guías de metal enclavadas en el suelo para permitir la entrada y salida de sus inquilinos. Me asignaron una de esas habitaciones con carácter provisional. Así me lo advirtió el funcionario mientras introducía la llave en el cajetín de la chapa, giraba las tres vueltas de rigor, desplazaba la placa metálica al costado izquierdo, y pronunciaba la palabra del ritual:
-Entre.
Lo hice. Sin un ruido. Sin un gesto. Sin una pizca de emoción. Sencillamente, entré. El funcionario me siguió. Tratamos de encender la minúscula luz que se vislumbraba en una placa de plástico, más bien corroída por el tiempo, situada justo encima del lavabo. Insistimos varias veces. No funcionaba. El funcionario no se inmutó. Me dijo que no me preocupara porque estaba previsto cambiarme a otra celda una vez que terminaran de prepararla, una que, por lo visto, estaría contigua a la que ocupaba Arturo Romaní.
La celda era un pequeño cubículo de forma rectangular de unos ocho metros cuadrados de superficie. Nada más entrar, a mano derecha, una plataforma en la que se encontraba el retrete, parecido a los que utilizaba en áfrica, en pleno campo, cuando fui de safari. Inmediatamente a su costado, un pequeño hueco en la pared hacía las veces de armario en el que colgar las cosas, con dos repisas para dejar las bolsas y algunos libros o enseres personales. Al fondo, pegadas a las dos paredes, dos literas. La de abajo construida en obra, y la de arriba en metal. Una pequeña ventana pintada de verde, una mesita de trabajo también del mismo color, a cuya izquierda, colgada de la pared lateral, alguien había colocado una repisa de aglomerado y cartón; un lavabo y un espejo, situado entre el retrete y el "armario", completaban la "decoración" del lugar en el que iba a pasar un tiempo de mi vida. Recordé las palabras de Jesús Calvo acerca de que mi primer encuentro con la celda podría ser desestabilizador. Pues no. Al menos en ese instante no percibía especiales latidos de emoción en mi interior. Quizá es que sentía tan fermentada en mis adentros, como dicen por el sur, la obra político-mediática que representaba este instante de mi vida que me comportaba como el actor de un guión escrito para conseguir éxito de público y audiencia. Quizá...
Hacía un frío terrible. Toqué con la mano los dos gruesos tubos de calefacción, igualmente de color verde militar, y comprobé con gesto doliente que estaban helados. Tenía que dedicar un mínimo de tiempo a las labores de intendencia y, aun a pesar del carácter provisional de esa mi nueva estancia, me dispuse a ordenar un poco mi equipaje. Con calma, sin prisas, que en la cárcel nunca hay prisas -salvo para salir, claro-, saqué las cosas de la bolsa, me quité el traje y la corbata y me vestí de preso. Recordé con cariño el gorro de lana que mi hija Alejandra me había comprado en El Corte Inglés. Lo apreté contra mi pecho mientras pensaba en mi hija, que el día anterior me había dicho:
-Este gorro, papá, es de preso total.
Tenía que saber controlar mis emociones, sobre todo en esos primeros momentos en los que circulaban a flor de piel, máxime después del agotador interrogatorio al que había sido sometido durante cinco eternos días.
Eran las cinco y media de la tarde de aquel 23 de diciembre cuando me asomé a la ventana de la celda. Desde ella se veían los muros de ladrillo y cemento, rematados con alambres de espino, formando figuras parecidas a ochos irregulares, que delimitaban el patio de presos. "Seguro que si estuviera aquí un ocultista me diría que no son ochos irregulares, sino símbolos del infinito puestos en pie", pensé con cierta sorna. Después de ese primer muro había otro patio, de pura seguridad, vedado a los presos, también rematado con el mismo tipo de alambre y al que arrojábamos los restos de pan que eran devorados por cientos de pájaros que acudían todas las mañanas a comerse nuestras sobras. Una plástica curiosa: el pájaro que simboliza la mejor de las libertades, la que se desplaza por la tierra y el cielo. Y, a su vera, como dicen los andaluces, nosotros, los presos, que constituíamos la más sana de las privaciones de ese sueño inacabado al que llaman libertad... Contraste de intensidad, desde luego.
Más allá, una especie de foso y una nueva pared de cemento y hierro en la que aparecía un voladizo por el que paseaban los guardias civiles, provistos de metralletas, encargados de nuestra seguridad en el Centro, a los que en más de una ocasión, entre el regocijo de mis colegas, sorprendí caminando con la cabeza vuelta hacia atrás, tratando de descubrir dónde se encontraba el preso Mario Conde. Al fondo, con la luz tardía de aquel día, primero después del solsticio de invierno, vi, tras las copas de unos chopos vacíos de hojas que indicaban la estación del año en la que nos encontrábamos, las siluetas recortadas de unas colinas peladas. Era, como digo, el primer día después del solsticio de invierno, es decir, el momento en el que la luz comienza a vencer a la oscuridad. "Bueno, pues puede ser todo un presagio -pensé-. ¡A ver si es verdad que esto sirve, al menos, para que la luz comience a vencer a las sombras! No es tan fácil -seguía dialogando conmigo mismo-, porque este país siempre ha tenido especial predilección por instalarse en la negatividad."
Algunos presos, unos diez o doce, más o menos, paseaban indiferentes por el patio y, al verme, giraban sus ojos hacia mi ventana con un gesto que desde el primer momento me pareció amable y de complicidad. A fin de cuentas, cualquiera que fuera tu posición en el otro mundo, cuando estás dentro eres preso. Quizá no igual que cualquier otro, pero preso, al fin y al cabo. Un grupo de tres personas recorría el recinto de un lado a otro a gran velocidad. En medio del grupo se encontraba Arturo Romaní, vestido con atuendo carcelero: el inefable chándal de deporte... Le llamé con un grito tranquilo desde mi ventana y al oír mi voz detuvo su marcha y miró hacia arriba. Traté de adivinar su estado de ánimo en aquella primera observación. Estaba bien, aunque la expresión de sus ojos reflejaba una profunda tristeza, mezclada con un cierto estupor y algo de temor, porque Arturo siempre fue temeroso y quizá no de Dios, precisamente. Cruzamos algunas palabras livianas y sonrió cuando le dije:
-No te he escrito porque estaba seguro de que pronto estaría aquí.
El grupo siguió moviéndose, desplazándose en su caminar hacia ninguna parte, y yo observando lo que veía: unos cuantos hombres, en su mayoría jóvenes y no todos con buen aspecto, moviéndose de un lado al otro, con velocidades distintas, en un ir y venir constante, en un movimiento lineal que a fuerza de reproducirse sobre sí mismo se transformaba en circular. Se trataba de una especie de cuadratura del círculo pero al revés: convertían en círculo lo que físicamente era un rectángulo. Pensé que, en gran medida, esa es la ley de la vida: un continuo caminar hacia un imaginario adelante sin percatarnos de que, en el verdadero fondo, nos limitamos a describir un círculo existencial.
Poco después llegó el funcionario y utilizando las palabras justas, ahorrando energía en el consumo de lenguaje, me cambió a la celda definitiva, idéntica a la anterior, aunque situada más al fondo del pasillo. La puerta metálica de mi "chabolo" -palabra del lenguaje carcelario para designar a nuestras celdas- era, como decía, de color verde y en su parte derecha, contemplada desde la ventana, tenía un pequeño agujero por el cual los funcionarios hacían el recuento de los internos. Una voz llamó desde fuera. Miré por la mirilla y vi a un chico joven con gafas. "Bienvenido", me dijo, e introdujo un pastel envuelto en papel de celofán por debajo de la puerta. Después de contemplarlo atentamente por si contenía algún mensaje o, sencillamente, no estaba en buen estado, me lo comí muy contento y decidí ocuparme de las cosas domésticas, así que me puse a hacer la cama con el colchón, las sábanas y las dos mantas que me habían entregado en la sección de Ingresos, que con los platos, cubiertos y un par de rollos de papel higiénico, constituyen el "equipo habitual" aportado por la prisión a cada interno. Tras ello, leí algo transversalmente el manual del recluso para enterarme superficialmente de cómo funcionaban las cosas por la cárcel. Me entregaron un par de platos, uno sopero y otro plano, de color blanco, acompañados de un juego de cubiertos de color rojo que, al igual que los platos, eran de plástico. Ya disponía de información acerca de que cualquier objeto metálico se encuentra rigurosamente prohibido en los recintos carcelarios.
Empezaba a caer la tarde y la única luz de la celda era una amarillenta proveniente de una plancha de plástico situada justo encima del lavabo, por lo que me resultaba imposible leer con tan escasa iluminación. Necesitaba un flexo y nadie me había hablado de un detalle tan trascendente. Afortunadamente, poco después Arturo Romaní me lo consiguió, y amablemente el funcionario me permitió introducirlo en la celda. El único enchufe era el situado en las proximidades del lavabo, así que un cable alargador se convertía en instrumento imprescindible. Lo dejé cruzando la celda de cualquier manera, pero con el tiempo aprendí a cuidar el decorado de mi habitación con algo más de esmero.
Objetos aparentemente estúpidos, a los que no prestas ni un segundo de atención cuando campas por la libertad, comenzaban a convertirse en instrumentos indispensables para disponer de un mínimo de confort -por así decir- en tu vida de prisionero.

[...]

Bajé de nuevo a la sección de Ingresos y después de muchos esfuerzos, puesto que la centralita de la prisión tenía más valor como antigöedad que como instrumento telefónico, pude hablar con Lourdes. Entonces me enteré de que los internos tienen derecho a hacer una llamada el primer día de su llegada a la cárcel, una llamada gratuita porque la paga la cárcel. A partir de ese instante, las comunicaciones telefónicas, amén de muy restringidas, corren a cargo del interno que quiera efectuarlas.
Vivía una extraña situación, desde luego nunca imaginada en nuestro proyecto de vida: Lourdes en nuestra casa de Triana, yo en prisión, en mi nueva morada, y entre nosotros un diálogo insólito a través de un teléfono antediluviano de una cárcel de alta seguridad... Cosas de la vida. Al tomar el teléfono en mis manos y acercarlo al oído no pude evitar ese flash recorriendo mi cerebro a toda velocidad, pero, en fin, lo inevitable es lo inevitable y lo mejor era aprovechar ese derecho del interno y charlar, y guardar las elucubraciones de tinte filosófico para mejor ocasión. Pronuncié el "hola, Lourdes" procurando el máximo control interior. Lo conseguí sin excesivo esfuerzo.
-Hola, Mario.
Lourdes estaba muy bien, aunque algo excitada. Lo mínimo que podía pedirle. Ella sabía de los motivos profundos de mi encarcelamiento. Ya lo advirtió en multitud de ocasiones, pero vivía la tragicomedia que escribíamos con cada golpe sobre nuestras vidas con mayor carga de tragedia que yo. La claridad de ideas propia de su inteligencia práctica le permitía ver la realidad, pero sus sentimientos, su buena alma, no podían controlar de modo absoluto el dolor. Algo de dolor, quizá mucho sufrimiento, se colaba por las rendijas de su alma y se almacenaba en el lugar en el que vivía su espíritu. Lourdes, mi querida Lourdes, sufriendo por obra y gracia de nuestro Sistema... Y, claro, por mi manera de llevarme con él...
Mario, mi hijo, con quien crucé breves palabras, sencillamente fantástico. Pensé que, de repente, se había hecho mayor. Razonaba con gran serenidad. Bueno, la verdad es que a lo largo de todo el proceso me había demostrado una gran madurez, sabiendo en todo momento qué era lo que, de verdad, estaba ocurriendo conmigo y con nuestra familia. Alejandra, mi hija, fue mayor desde pequeña, así que su comportamiento no me extrañaba en absoluto.
Colgué con cierto desaliento, agradecí la llamada, crucé el pasillo de Ingresos y regresé a la celda recorriendo el camino de vuelta siempre acompañado del funcionario de rigor. Me senté de nuevo en la silla blanca de plástico, aposté mis brazos sobre la mesita de obra, miré hacia la oscuridad de una noche heladora y me puse a pensar. Sentía en mis adentros el frío y percibía el olor extraño que, de vez en cuando, venía de la taza del retrete. No era un mal olor, sino algo ácido, que penetraba por la pituitaria y que, desde luego, no provocaba ningún tipo de sensación agradable. Mi mente intentaba controlar los sentimientos y poner en orden las imágenes de los últimos días vividos. Cierto es que "de aquí se sale", pero en aquellos primeros compases de la tarde noche mi mente voló incontrolada, mecida por el sonido nocturno carcelario, hacia el desarrollo de los acontecimientos que me habían traído aquí, que me empujaron al departamento de Ingresos y Libertades, que me obligaron a subir las escaleras, a recorrer el pasillo, a desplazar la puerta, a sentarme en la celda...
Duelen en ocasiones los recuerdos. Duelen al ser traducidos en términos de presente y mis presentes de esos instantes eran poco más que espacios reducidos, libertades cortocircuitadas, olores ácidos, fríos silenciosos, alambres de espino... Duelen a veces los recuerdos... Y ese dolor fortalece el alma. En aquellos instantes ni siquiera podía imaginar el sufrimiento que me quedaba por vivir y el fortalecimiento interior que conseguiría al vivirlo, al fermentarlo, al deglutirlo.
Cuentan que poco antes de morir tu vida circula por tu mente en una especie de revival a toda velocidad como si de una película se tratara, como si pudieras volver a verte a ti mismo antes de desaparecer para siempre en una forma determinada de individualidad. Algo así me debió de suceder en aquel instante de mi vida, envuelto en la nocturnidad del silencio carcelario, pisando, viviendo, sintiendo por primera vez la experiencia de ser preso, de ser habitante de aquella celda, miembro de aquel club, socio de ese mundo, individuo de aquella humanidad.
Fui así, en ese retroceso, visionando a velocidad de urgencia el Congreso de los Diputados, las sesiones de aquella representación teatral a la que llamaron Comisión de Seguimiento de Banesto, la sensación de pasteleo en las preguntas y respuestas que formulaban todos los grupos parlamentarios y las personas por ellos designadas para crear poco a poco la "alarma social" que condujera al encarcelamiento... "Alarma social", qué concepto más peligroso. Veía cómo la confeccionaban a golpe de imágenes destinadas a ser consumidas por la masa, siguiendo las mejores técnicas hitlerianas de la llamada irritación social que utilizaban los nazis para encarcelar judíos. Pero la sociedad sedienta de sangre no se percataba de aquello. Se alimentaba una parte de los instintos más depredadores del ser humano, que se incrementan exponencialmente en intensidad cuando quien la recibe es ese magma llamado masa.
Algunos de aquellos rostros que circulaban por mi mente carecían de perfiles precisos. Solo nombres vagos, ya difusos, carentes de contraste y brillo en aquellos instantes, quizá por la conciencia de inevitabilidad a la que debía acostumbrarme. Alfredo Sáenz, señora Aroz, Trocóniz, Rojo, Miguel Martín... sombras de un escenario en el que se apagaron las luces, en el que minutos antes se representaba la tragicomedia con la que rodearon mi existencia y la de los considerados míos.
Bueno, los míos que se mostraban ahora como tales, porque no siempre los amigos, o quienes se decían serlo, siguieron una conducta de siquiera neutralidad, sino que, por miedo, ambición o lo que fuera o fuese, se alinearon al lado del poder destructor del Sistema. Y los medios de comunicación social, con los que tantas relaciones tuve, formaban parte imprescindible de ese diseño del poder, eje capital del funcionamiento del Sistema... Me costó, pero no pude negarme a aquella evidencia: los medios trabajan, casi unánimemente, en la misma dirección. En aquellos días ignoraba hasta qué punto mi suposición era correcta, hasta dónde llegaron en alinearlos con sus tesis demoledoras de imagen.

[...]

Días difíciles los que siguieron a la publicación de mi libro El Sistema en septiembre de 1994, tres meses antes de ese mi primer encarcelamiento. Aquel conjunto de páginas parece que terminó de activar las alarmas. Los trabajos de la Comisión Banesto comenzaron a teñirse de un color verde militar, esto es, carcelario. Se presentía incluso por los menos dotados para percibir presentimientos. Yo avanzaba, impulsado por la evidencia de esos vientos sobre las velas de mi vida, en el convencimiento interior de lo inevitable. Por fin, el domingo 30 de octubre, con un despliegue insólito de tres páginas, El País ejecutaba sobre mí un ataque frontal en el que aparecía una foto épica: todos los miembros de la Comisión Banesto bajo un titular que decía: "Veredicto final". El Parlamento actuando de jueces sin juicio...
No podía negarme a la evidencia: El País trabajaba de manera intensiva en el objetivo del encarcelamiento, de mi visita a prisión. Me quedé paseando por el claustro de la casa de Los Carrizos, dando vueltas sin parar en dirección contraria a las agujas del reloj, rodeado de los trofeos de caza que a cientos cuelgan de sus paredes, mientras mi mente se hacía a la idea, a una idea nada atractiva, más bien penosa, un cáliz que nadie, creo, puede pensar en deglutir sin que el sabor ácido le queme al atravesar la garganta.
Había llegado la hora. Tenía que comenzar a explicar a mi familia lo que iba indefectiblemente a ocurrir. Debía prepararla ante ese juego político-financiero-mediático que me iba a conducir implacablemente a la cárcel.
Me reuní a comer en mi casa de Madrid con mis padres, mi hermana Carmen, Lourdes y mis hijos Mario y Alejandra. La tragedia se respiraba en el ambiente, así que no podía mantenerme silente, sin abordarla, sin ofrecer una mínima explicación.
-Quiero deciros cómo están las cosas. Todo el movimiento de estos días está destinado a un fin: meterme en la cárcel. No les importa demasiado cuánto tiempo, solo quieren la foto, porque con ella justifican la intervención de Banesto.

[...]

Me despedí uno a uno de todos los miembros del Juzgado con los que había convivido aquellos largos cinco días. Diosdado todavía lloraba. Acompañado de Juan Carlos e Ignacio, miembros de mi seguridad, y del jefe de Policía, bajé al despacho del comisario de la Audiencia, donde el juez quería que esperara hasta mi salida para Alcalá-Meco, con el propósito de ahorrarme el desagradable trance de pasar por los calabozos de la Audiencia, lo cual a la vista de las circunstancias me pareció un detalle puramente estético, que más que bondad o consideración personal parecía reflejar un cierto cargo de conciencia en aquel hombre que me había mandado a la cárcel. Era algo difícil de creer. Toda mi vida había sido un buen estudiante, saqué matrículas de honor en mi carrera, oposité con tremendo esfuerzo a abogado del Estado, dejé la Administración y entré en el difícil mundo de los negocios, compré, gestioné y vendí una empresa, llegué a presidente de Banesto y me jugué una parte sustancial de mi patrimonio, y todo eso, en aquellos momentos, era sustituido por la decisión de un solo hombre. Bueno, de un solo hombre como punta de iceberg, porque la masa sistémica se encontraba actuando como su soporte y hasta su energía...
La verdad es que todos los funcionarios de la comisaría fueron especialmente amables. Ante todo, me dejaron llamar por teléfono, eso sí, después de comprobar que mi prisión no era incomunicada. Pude hablar con Lourdes, Mario y Alejandra:
-Bueno, pues ya sabéis: prisión incondicional. Todo el esfuerzo no ha servido aparentemente para nada, pero queda ahí, no solo para el juicio oral, sino para la historia.
-Por supuesto -me dijo Lourdes-. Has hecho todo lo que has podido y ahora tienes que estar tranquilo porque nosotros estamos muy bien.
Un vuelco al corazón al oírla. "¡Qué grande eres, Lourdes!", pensé.
Después hablé con Mariano Gómez de Liaño para pedirle calma y que hiciera todo lo que tuviera que hacer pero sin estridencias innecesarias. Intenté hablar con Enrique Lasarte, pero no estaba en casa. Llamé a César Mora y le pedí que echara una mano a Lourdes. Después de decirme que por supuesto, añadió:
-Han ganado esta batalla. Veremos si son capaces de ganar la guerra.
A mi alrededor se agolpaba un número cada vez mayor de policías que me miraban de una manera un tanto extraña. Yo notaba, al menos en algunos de ellos, una cierta simpatía hacia mí y, sobre todo, una extrañeza ante el tipo de actitud, calmada y serena, que estaba demostrando en momentos que teóricamente son dramáticos para la vida de una persona. Tenía hambre y pregunté si podía comer algo. Uno de los policías dijo que podían bajar a comprar unos bocadillos, y poco después, sentado en la mesa del comisario, me los comía acompañados de una coca-cola, hasta que uno de los asistentes a aquel espectáculo me dijo:
-¿Quiere usted un poco de vino?
-Se lo agradecería mucho porque, además, creo que en el sitio al que voy no está permitido beber bebidas alcohólicas.
Desde la ventana de la comisaría veía a los cientos de periodistas que con sus máquinas fotográficas y sus cámaras de filmar querían inmortalizar el momento de mi salida hacia la cárcel. Intentamos engañarlos haciendo que Juan Carlos e Ignacio fueran en un coche para que les siguieran a ellos y no a nosotros. Cuando transcurrió un tiempo prudencial desde su salida, bajamos al garaje los cuatro policías y yo. Todos eran particularmente amables y cariñosos conmigo. Uno de ellos, rompiendo un poco sus nervios, me dijo antes de arrancar el coche:
-Todo esto es una putada. No hay derecho a lo que están haciendo con usted. Es clarísimo que es un asunto político y los hijos de puta que se lo están llevando siguen en libertad y a usted lo mandan a Alcalá-Meco. Me parece una putada sin nombre.
No quise contestarle. En un coche anodino con cristales oscuros salimos a la calle. Yo iba en la parte de atrás, rodeado de dos policías y acompañado de otros dos situados en la parte delantera del vehículo. Nuestro intento de despistar a los periodistas resultó un fracaso, puesto que se dieron inmediatamente cuenta de que en aquel coche iba su objetivo y a partir de ese momento comenzó un viaje sencillamente increíble.
Íbamos rodeados por cuatro o cinco motoristas de la Policía Municipal que, haciendo sonar sus sirenas a toda pastilla, trataban de apartar los coches de nuestro camino, lo cual resultaba extraordinariamente difícil, puesto que era el día 23 de diciembre, víspera de Nochebuena, y Madrid, como es normal en tales fechas, se encontraba totalmente atascado. Las motos de los periodistas nos seguían jugándose la vida, tratando por todos los medios de obtener una instantánea. La escena recordaba a los mejores momentos de Franco circulando por las calles de Madrid. Imaginé el espectáculo cuando fuera retransmitido por las televisiones nacionales. Doblamos hacia María de Molina y el paso subterráneo estaba atascado. La parte superior también. No había nada que hacer. "¡Me cago en la leche puta!", gritó uno de los policías al ver que nos habíamos metido de lleno en una ratonera, y, por si fuera poco, el coche olía a quemado porque el embrague parecía que iba a fallar definitivamente de un momento a otro. Estábamos atrapados en la selva de coches y los periodistas consiguieron bajarse de sus motos para, a través del cristal delantero del vehículo, tomar algunas fotos que se publicarían en la prensa del día siguiente. Algunos sonreían al ver que todos nuestros esfuerzos para despistarles habían sido baldíos y ahora nos tenían ahí, quietos, imposibilitados de movernos en cualquier dirección, constituyendo un blanco fácil para sus "armas" de reproducir imágenes, con la única protección de los cristales ahumados de los laterales del vehículo en el que efectuaba mi transporte hacia Alcalá-Meco.
Conseguimos salir del atasco con un ejercicio ciclópeo de paciencia, y, una vez en la Avenida de América, camino del aeropuerto de Madrid, las cosas fueron algo más llevaderas, porque ya se podía circular con cierta normalidad. Dentro del coche, aparte de los insultos a los periodistas por carroñeros, el ambiente era bastante agradable. Uno de los policías, el que iba a mi derecha y que tenía el aspecto de estar más abatido que ninguno, me comentó:
-He tenido que hacer este trayecto en mi vida con varias personas y nunca, sinceramente le digo, he visto la serenidad que tiene usted. Incluso tratándose de etarras que saben muy bien lo que hacen, no han sido capaces de mantener la calma que usted demuestra.
-¡No tiene nada que ver un etarra con don Mario! -dijo en tono cabreado el que conducía.
-Yo creo que no tiene ningún mérito especial -contesté-. Se trata de tener la conciencia tranquila y saber qué es lo que está sucediendo.
Llegó el momento de contemplarlo. Desde lejos centré mis ojos en el edificio de Alcalá-Meco. Me pareció una especie de mamotreto arquitectónico, de esos que se encuentran en los países que han estado dominados por los comunistas. Gris, todo gris; cemento, todo cemento; hierro, mucho hierro.
A la entrada, cientos de periodistas, cámaras de televisión, emisoras móviles instaladas ex profeso, que debían detenerse en ese punto y no podían traspasar la barrera que separaba la cárcel de la libertad. Pasamos como una exhalación el puesto de control de la guardia civil y entramos en lo que sería mi morada en el tiempo venidero: la cárcel de Alcalá-Meco, una de las -así llamadas- de máxima seguridad en el país. Detuvimos el coche en la "recepción" de aquel "hotel" y tuve tiempo de despedirme de Juan Carlos e Ignacio. Les veía muy afectados y les pedí calma y serenidad y que siguieran haciendo lo que tenían que hacer. En el propio vehículo, después de traspasar una verja enrejada que se desplazaba lateralmente de izquierda a derecha obedeciendo el impulso eléctrico que había provocado una llave en la mano de uno de los funcionarios de prisiones, llegamos a un patio interior en el que se paró el coche de policía. Poco imaginaba la cantidad de horas de mi vida que consumiría en ese lugar.

[...]