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Letras

Verano

J. M. Coetzee

16 abril, 2010 02:00

J. M. Coetzee. Foto: Tiziana Fabi

Traducción de Jordi Fibla. Mondadori. Barcelona, 2010. 255 páginas, 18'90 euros

Con Verano, reaparece el mejor Coetzee: lúcido, paródico, autocrítico, desesperanzado. Podríamos decir que se trata de unas antimemorias o de unas memorias de ultratumba, que esbozan un autorretrato inspirado por algo tan improbable como una clarividencia post mortem. Coetzee, urdidor de mentiras y ficciones, ha intentado engañar al tiempo, convirtiendo la muerte en un mirador desde el que contemplar su existencia.

La mentira es la pasión del escritor. J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) nos ha mentido muchas veces y sólo podemos agradecérselo porque sus mentiras han iluminado sus textos, transformando la triste verosimilitud en prodigio estético. Nos mintió cuando retrató a su padre como un brutal afrikáner; continuó engañándonos al fingir cierto desapego hacia un país ensombrecido por el apartheid y nos confundió definitivamente con Elizabeth Costello, permitiendo que la ficticia novelista australiana (vegetariana estricta y moralista infatigable) suplantara su personalidad, sin molestarse en aclarar que Coetzee (huraño, reservado, real) y la Costello (extrovertida, indiscreta e inexistente) a veces discrepaban o no coincidían en absoluto.

Después de leer Verano, la última entrega de su autobiografía novelada, que se inició brillantemente con Infancia (un libro que eludía el sentimentalismo, pero no la nostalgia) y prosiguió con Juventud (un relato áspero y con cierta frialdad), descubrimos que Jack, el progenitor de Coetzee, no es un supremacista blanco, ni una presencia intimidatoria compensada por una madre rebosante de ternura, sino un viudo apático, solitario e infeliz, que sólo se emocionaba con las arias de Renata Tebaldi y los partidos de rugby. Coetzee nos confiesa (¿o miente de nuevo?) que se planteó abandonarle cuando le diagnosticaron un cáncer de laringe, pues consideraba imposible cuidar a un enfermo terminal, sin renunciar a sus proyectos personales. Nos escamotea su decisión, tolerando que sospechemos lo peor. No actúa como Rousseau, que en sus Confesiones se complace en presentarse como un canalla, pero ni se incrimina ni se exculpa.

Verano recrea el período comprendido entre 1972 y 1976. Son los años en que convive con su padre y publica sin mucho éxito sus dos primeras novelas (Tierras de poniente; En medio de ninguna parte). En Infancia y Juventud, Coetzee hablaba de sí mismo en tercera persona, buscando la objetividad y el distanciamiento. En Verano, se excluye del mundo de los vivos para asumir la condición de difunto. Un estudioso de su obra entrevista a cinco personas que incidieron en su vida de forma más o menos acusada. La primera es la doctora judía Julia Frankl, que le escogió como amante para aliviar la rutina de un matrimonio desgraciado. Julia describe a Coetzee como un hombre torpe, escasamente atractivo y sin habilidades sociales. Como amante, su ineptitud se hace más evidente. Mientras hacen el amor, Julia experimenta la sensación de estar en los brazos de un autista, que se acopla a otro cuerpo como un autómata. Especula que probablemente "prefiere la masturbación al coito", pues en la masturbación el objeto del deseo no es un ser humano, sino una abstracción. El onanista es un anacoreta, que elude al otro para no perder su ensimismamiento. Según Julia, es la imagen que mejor define a Coetzee. "No estaba construido para encajar en otro ser o para que otro ser encajara en él". Julia percibe una innegable correspondencia entre la sexualidad de Coetzee y su escritura. Tierras de poniente no es un relato, sino "un proyecto de terapia", un ejercicio de introspección, donde un yo desmesurado intenta purificar sus emociones. Hay catarsis, pero no compromiso.

La prima Margot
La segunda entrevistada es Margot, una prima de Coetzee, con la que mantuvo un corto idilio infantil. Durante una excursión al interior del país, una avería les obliga a pasar la noche juntos. No sucede nada, pero ambos recuerdan su prematuro romance. Se amaron como pueden amarse los niños: ingenuamente, sin culpabilidad, ajenos al sexo e indiferentes al futuro. En esa época, Coetzee ya ha adoptado el vegetarianismo como imperativo moral, pues ciertas lecturas y experiencias le han enseñado que un babuino puede adquirir una dolorosa conciencia de su finitud. Su interés por las lenguas muertas, como el khoi (un extinguido dialecto africano), muestra a un Coetzee preocupado por las cosas irremisiblemente perdidas. Su aprecio al trabajo manual refleja su disposición a luchar contra el apartheid, pues en Suráfrica un blanco que coge un pico o una pala desafía a al sistema, acometiendo una tarea "indigna, casi impura", reservada a los negros. A pesar de su vegetarianismo, Coetzee no inspira simpatía a los perros ni a los niños. No es el hombre adecuado para formar una familia. Margot "no puede imaginar a su primo entregándose incondicionalmente a nadie".

La tercera entrevista es la crónica de un amor frustrado. Coetzee se enamora de Adriana, la madre de una de sus alumnas, una viuda brasileña, acostumbrada a enfrentarse a la adversidad y que busca en el sexo masculino aplomo, seguridad, ambición. Profesora de danza, Coetzee se apunta a su escuela, protagonizando un episodio bochornoso. Adriana le considera débil, neurótico, inseguro. Ni siquiera puede creer que sea un gran escritor, pues no aprecia en él nada grande o notable.

Incompetente con las mujeres, sin un ápice de virilidad ni pasión, Coetzee ha nacido para el celibato, aunque jamás se haya planteado la castidad. Se aprecia que "no está a gusto con su cuerpo", que carece de determinación y voluntad. Es un libertino, que en el fondo no sabe qué hacer con sus deseos. Agradece la proximidad de sus alumnas porque le intimidan las mujeres de su edad. Adriana le define como "un hombre de madera" y confiesa que no ha leído sus libros, pese a la concesión del Nobel. Saber que ha inspirado a la protagonista femenina de Foe apenas despierta su indulgencia.

Transeúnte sin hogar ni patria
La cuarta y la quinta entrevista recogen los testimonios de dos colegas universitarios. Martin recuerda que Coetzee -al igual que muchos blancos surafricanos- se consideraba un transeúnte sin hogar ni patria. Sophie, profesora de francés y diez años más joven, asegura que -pese a sus reticencias morales- Coetzee sentía nostalgia por las antiguas relaciones feudales entre blancos, negros y mestizos. "Estaba a favor de las texturas sociales antiguas, complejas". Martin afirma que Coetzee se refugió en la enseñanza como muchos inadaptados, pero nunca se apasionó por su trabajo. Sophie, que además de compañera fue su amante, le describe como un utopista ingenuo, partidario de abolir el automóvil y los ejércitos. Su obra le parece "demasiado fría, demasiado pulcra", carente de interés desde Desgracia (2000). Por último, Coetzee incluye unas páginas de notas y fragmentos, donde habla sobre la vejez, el fracaso, el suicidio y lo femenino.

Con Verano, reaparece el mejor Coetzee: lúcido, paródico, autocrítico, desesperanzado. Podríamos decir que se trata de unas antimemorias o de unas memorias de ultratumba, que esbozan un autorretrato inspirado por algo tan improbable como una clarividencia post mortem. Coetzee, urdidor de mentiras y ficciones, ha intentado engañar al tiempo, convirtiendo la muerte en un mirador desde el que contemplar su existencia.

Coetzee no lo ha contado todo, pero con lo que ha dicho y ocultado nos ha revelado aspectos esenciales de su yo: incapacidad para vivir al margen de la literatura, para mantener los compromisos emocionales, para renunciar a su ilegítima identidad como blanco surafricano. Es curioso que unas falsas memorias póstumas hayan elegido como título Verano. ¿Por qué no Otoño o Invierno? Sería inútil interrogar a Coetzee. Lo más probable es que nos respondiera con un silencio enigmático. Los buenos escritores siempre dejan un cabo suelto.

Mi autobiografía de él

Por Fernando Aramburu

Nadie está hecho de palabras. Nadie, aunque hable, cante, escriba, consiste en palabras. Con todo, no disponemos para exteriorizarnos de un medio más efectivo que el lenguaje. Si fuéramos sólo nuestra cara bastaría un retrato para darnos a conocer. Pero somos islas. Así nos define Coetzee en una página de Juventud, el segundo tomo de sus memorias ficcionadas. Islas separadas entre sí por una extensión mayor o menor de soledad. ¿Cómo expresar lo que uno es y ha sido sin caer en los excesos y demás pegajosidades que ofenden al pudor, a la modestia, al cacharro ese que llaman la verdad? Quizá un buen truco radique en transmutarse en otro. Coetzee evocó su infancia y juventud desde una perspectiva externa, con los verbos en tiempo presente. En su nuevo libro, Verano, revienta los límites de la autobiografía convencional dándose por muerto e inventando quien lo relate.