Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939)
Andrés Trapiello
21 mayo, 2010 02:00En total, más de 600 páginas, cuidadosamente editadas, en las que el texto encuentra el respaldo de un material gráfico -fotos, carteles, periódicos, portadas de libros- perfectamente imbricado en el discurso literario. Muchas de esas imágenes deben de ser rigurosamente inéditas o apenas han sido mostradas con anterioridad. En su mayoría pertenecen al archivo del autor, o al de la editorial Destino, y ofrecen una vía alternativa y placentera para recorrer la información. Es un trabajo de buena edición, un auténtico regalo en estos tiempos de tan torpe aliño del trabajo editorial.
El punto de arranque de estas reflexiones es que, como señalaba Antonio Machado en su Juan de Mairena, "no hay guerra sin retórica". Una retórica que, siguiendo también a Machado, es "la misma para los dos beligerantes" y que Trapiello ha rastreado en el galimatías de los libros de historia y de la literatura de la época. Porque éste es un ensayo que rehúye tanto el carácter de libro de historia como el de crítica literaria. Por el contrario es una excelente guía para cuantos se encuentren perplejos ante el turbión que la guerra civil vino a desatar en la vida literaria española. Unas páginas que, como nos advierte el autor, vienen a demostrar que "la literatura no estuvo casi nunca a la altura del momento histórico" que le tocó vivir.
El autor recuerda que, en 1967, Luis Romero publicó Tres días de julio, una novela que vio la luz en el marco de una atenuación de los controles de la censura y, a través del género de la crónica novelada, llamaba la atención sobre las zonas de penumbras, los territorios indefinidos en los que se movieron las vidas de millares de españoles durante los días iniciales del conflicto. Pequeñas circunstancias determinaron decisiones muy graves en las que lo que estaba en juego podía ser la vida o la muerte. Fue lo que le ocurrió a Lorca que, unos días antes de la sublevación, había desechado el consejo de Agustín de Foxá, que le animaba a marchar a Biarritz y prefirió el abrigo, aparentemente más seguro, de su hogar familiar en la vega granadina.
Pero ese mundo de penumbras -y la constatación de la existencia de una infinita gama de grises en las situaciones de los individuo- no se limitaba al lugar geográfico en el que la tragedia sorprendió a cada uno, sino que afectaba al perfil moral de los individuos, puestos en aquella situación límite, y a su clarividencia frente a la violencia desatada. Fue la que tuvo, por ejemplo, Manuel Chaves Nogales, director del diario republicano madrileño Ahora, del que Trapiello exhumó, en la primera edición de este libro, el testimonio contenido en los relatos breves de A sangre y fuego. Un libro que se publicó en Chile, en 1937, después de que Chaves Nogales experimentara el clima revolucionario madrileño del segundo semestre de 1936. Muchos de sus artículos periodísticos serían recogidos por la Diputación de Sevilla en 2001, y el propio Trapiello editaría en 2003 los artículos relacionados con la segunda República en Cuatro historias de la República (Destino), que recogía también los testimonios de Josep Plà, Julio Camba y Agustí Calvet, "Gaziel". El libro fue visto con reticencia, cuando no hostilidad, desde los ambientes políticamente correctos.
Un papel análogo al de Chaves Nogales lo podría representar, en esta nueva edición, el diplomático chileno Carlos Morla Lynch, que vino trasladado a Madrid pocos años antes de la proclamación de la II República. En Madrid conocería a Lorca, del que se hizo muy amigo, a la vez que se relacionaba con todas las figuras literarias de la vida de la capital. Cuando comenzó la contienda Morla se empeñó en una tarea humanitaria, brindando asilo diplomático a muchas personas que pudieron salvar así su vida. Reflejo de esa actividad sería su libro Madrid sufre, "acaso -escribe Trapiello- el más importante documento del Madrid en guerra".
A través de testimonios como esos, y de otros muchos, extraídos desde las fuentes más dispares, el libro va pasando revista a muchos comportamientos personales en los que se pone de relieve que, como se escribió en el prólogo de la primera edición, los hombres descubren en las guerras lo más valioso, o lo más mezquino y degradante de si mismos. De ahí que la lectura de este volumen nos permita asistir de nuevo, dominados por la congoja, al fatídico camino que conduce a Unamuno hacia la muerte en el último día de 1936.
Quien había creído ver en la sublevación militar un eco lejano de aquellas otras luchas que, en su niñez, habían librado al Bilbao liberal de las garras del absolutismo carlista, tendrá que levantarse airado, tres meses más tarde, frente a quienes proclamaban una cultura de la muerte. "Unamuno -escribe Trapiello-, el hombre más libre que ha dado España, no podía vivir al lado de quien exaltaba las cadenas y, si no asesinado como Lorca, puede decirse que murió, en verdad, no solo de España, como se dijo, sino de los españoles".
Y el volumen se cierra con un final dedicado a otra víctima: Manuel Azaña. El solitario del ex Palacio Real de Madrid, de la Pobleta, de Pedralbes y de La Vajol abandonó también, a pie y casi en soledad, la tierra española y, pocos días después, la presidencia de la República. Atrás había quedado, anegada por la violencia, su demanda de paz, piedad y perdón.
Todas las páginas del volumen rechazan abiertamente la imagen de una culpa compartida que, por lo tanto, es también una culpa diluida. El autor rechaza la equidistancia en sus planteamientos: "los irrenunciables principios de la Ilustración sólo estaban representados en la República". Otra cosa sería saber lo que quedaba de esos principios de la Ilustración en la primavera de 1936, en una España empeñada en el suicidio, a través de la aniquilación mutua de sus hijos. El suicidio moral de España, del que había hablado Unamuno.