Relatos gozosos para leer en verano
Ana Rossetti firma uno de los mejores textos reunidos en el libro Cuentos eróticos de verano
16 julio, 2010 02:00Natalia Vodinova fotografiada por Mario Testino, al que el Museo Thyssen le dedicará, por primera vez en España, la exposición Todo o nada en el mes de septiembre. Copyright 2010 Mario Testino
"Confieso que mis ya casi olvidadas erecciones no han estado nunca provocadas por desnudeces atractivas tostándose bajo un sol que sólo me ha ofrecido sudores y melanomas cutáneos", confesaba Luis G. Berlanga en el prólogo a la edición de 2002 de estos 'Cuentos eróticos de verano' en el que a la vez se definía como "erotómano mayor del reino". Tusquets rescata ahora un libro que reúne los "gozosos relatos" de Juan Abreu, Antonio Álamo, Fernando Aramburu, Juan Bonilla, Luciano G. Egido, Ramón de España y Fernando Iwasaki, entre otros. Publicamos aquí las primeras páginas del cuento 'La noche de los enamorados', de Ana Rossetti.
Ana Rossetti
-Con poner el nombre no es suficiente -advirtió Octavia-. Hay que formular también el deseo.
A Miriam eso le daba igual, pero no se atrevió a decírselo abiertamente. Qué raro. De pronto no sintonizaban, y cualquier comentario que hiciera ella al respecto, aun en broma, la podía ofender. En realidad Miriam ni se lo creía ni dejaba de creérselo, pero tampoco le importaba mucho. En las bodas también lanzaba arroz y gritaba «¡Vivan los novios!», pese a sus reticencias sobre ciertas ataduras. Lo que le desconcertaba era la seriedad y hasta el rigor con que Octavia se tomaba un asunto en el que sólo intervenía la costumbre.
Volvió a doblar el papel y se lo guardó en el vaquero con una sonrisa de disculpa. No tenía ninguna intención de modificar el escrito, pues además de que ella lo hacía únicamente por participar -le gustaba integrarse, formar parte de la gente- y de que no llevaba un bolígrafo encima, las grandes letras mayúsculas ocupaban por entero la estrecha tira de papel: JOAQUÍN TOLEDO VALLE.
Joaquín, en esos momentos, subía a la terraza del hotel Astoria en una cápsula de cristal. Era un ascensor muy diferente de la desvencijada jaulita de la casa de Miriam: un estrecho paralelepípedo de espejos y cristales engastados en madera acaramelada. A veces, recordó, cuando él bajaba aún impregnado en la vibrante fragancia de ella, le parecía estar dentro de su frasco de perfume. La simple evocación esparció en el aire hierba mojada con tal pujanza que lo hizo dudar de su verdadera situación.
Los contornos redondeados que lo cercaban se convirtieron en las facetas biseladas de un prisma y la luz fluorescente en un dorado claroscuro. Fuera, no se empequeñecían los cuidados jardines del hotel a toda velocidad sino que, trabajosamente, iban descendiendo los pisos cuyos descansillos iluminados fulguraban en las distintas caras de los cristales y reverberaba en los espejos. El recuerdo lo precipitaba a la tierra y el presente lo catapultaba al cielo. Sus sensaciones lo desgarraban dejando en su interior un poderoso vacío. Y él cerró los ojos mientras todo su cuerpo se tensaba y una oleada de deseo atolondraba su pleamar.
-El principal problema estriba en que no sabemos lo que realmente nos conviene. Sentimos la urgencia de que se realicen nuestros propósitos, pero no se puede tomar una determinación sin analizar qué intención nos mueve, qué es lo que exactamente necesitamos conseguir y hasta dónde estamos dispuestos a pagar. Por eso es bastante frecuente que cada deseo concedido termine resultando una catástrofe porque ni conocemos nuestras verdaderas opciones, ni somos capaces de imaginar qué efectos colaterales puede desencadenar la obtención de lo que estamos pidiendo.
Y, sobre todo, es que al no saber qué estamos pidiendo, no lo expresamos correctamente. Como nos hemos acostumbrado a hablar por sobrentendidos se nos olvida que hay un abismo entre lo que estamos diciendo y lo que queremos decir. Lo malo es que las expectativas siempre se cumplen al pie de la letra. Por eso hay que tener mucho cuidado con la declaración de intenciones y no darle ninguna oportunidad a la ambigüedad. Por ejemplo, si tú lo que quieres es dinero, mejor es pedir directamente que te toque la lotería y punto. Porque el dinero podría venirte por cualquier otro conducto y acarrearte gastos o problemas. Acuérdate si no de los típicos cuentos de «tres deseos»...
Miriam hacía grandes esfuerzos por no enarcar una ceja ni abrir desmesuradamente los ojos para no evidenciar su escepticismo y su estupefacción. Siempre había pensado que esta clase de supersticiones sólo podían arraigar en personas poco inteligentes y sin ninguna instrucción. No era el caso de Octavia.
Había sacado brillantemente la carrera no a base de codos sino gracias a la rapidez con que captaba las ideas y extraía conclusiones propias argumentadas con claridad y concisión. Los dos últimos años de carrera compartieron piso, y mientras en épocas de examen Miriam pasaba largas noches de centramina y cocacolas, Octavia apenas tardaba más de cuatro horas en subrayar con energía los apuntes. Sin lugar a dudas, tanto tiempo en una aldea debía de marcar. Se empieza por el interés antropológico y se termina clavando alfileres en las fotografías.
Joaquín volvió a cobrar conciencia de dónde estaba, pero fue momentáneo. Enseguida, el cilindro transparente que lo aceleraba hacia arriba lo trasladó a los invisibles pantis de Miriam y a la lenta escalada de sus labios a través de las sutiles mallas, haciendo retroceder el vestido hasta alcanzar el confín de la cintura para tirar del elástico y, con él, de la lycra.
Sus manos, encajadas bajo las rotundas cúpulas de los glúteos, ayudaban a bajarlo, tensándolo para salvar las caderas y resbalándolo hasta alcanzar el borde ajustado de la braga, de colores siempre sorprendentes, y juntarlos en su descenso hasta que el vello apareciese, poco a poco. Primero, las raíces alineadas como las firmes hebras de un tapiz; después, el espumeante vellón desbordándose y humedeciéndose, y entonces sentir cómo, bajo su aliento, se erizaba, se ofrecía, avanzaba ávido saliéndole al encuentro, empujándose contra su boca, derramándosele en ella. La inmediatez del deseo y la contención que multiplica el placer lo invadieron y lo anonadaron con su embriagadora pugna. Una perla se abrió paso de entre una maraña de algas y el paladar se le inundó con la tibia humedad de las anémonas.
-O por ejemplo -seguía diciendo Octavia-, si lo que quieres es deshacerte de una persona, la fórmula adecuada, contra lo que se podría pensar, es: «Deseo que... tal, tal, tal... se libere de mí», porque claro, de nada te sirve libertarte sentimentalmente de alguien si esa persona en cuestión sigue obsesionada contigo, ¿no?
Miriam mordía su porción de empanada con cuidado de no desperdiciar ni una partícula del hojaldre. Estaba delicioso. Al morderlo, el relleno se desbordaba y se le precipitaba en el paladar en una apoteosis del escabeche entre la dulzura del pimiento y la transparente suavidad de la cebolla.
-Y si por el contrario -seguía diciendo Octavia- lo que quieres es conseguir a alguien... Bueno, precisamente hoy es la noche favorable para eso. La gente piensa que el día de los enamorados es el de San Valentín, pero eso es una tontería: San Valentín es patrón de las parejas, de las parejas oficiales con intenciones de fundar familia y con la entrada del piso ya entregada, porque en esas fechas los pájaros empiezan a anidar. Como comprenderás, es algo bien distinto. Pero la noche de San Juan es la noche de la pasión, de la magia, del fuego, del arrebato y de la locura, o sea, la noche de los enamorados y del enamoramiento fulminante. En fin, que si quieres conseguir a alguien, hoy estás de enhorabuena, lo que pasa es que la cosa no es tan sencilla.
Pues claro que no, pensó Miriam, eso es manipulación pura y dura.
-Ahora, que si estás interesada en algo de eso, me lo podrías haber dicho antes para que yo lo hubiera previsto. Aquí hay una escuela de meigas y yo soy muy buena amiga de algunas.
-¿Tienes un cigarro? -interrumpió Miriam a la desesperada. Sabía que Octavia le iba a decir que no, pero era una débil excusa para desviar el asunto. Esa conversación, o, más que la conversación, el monólogo pretencioso de Octavia, le fastidiaba enormemente. Ella no recordaba así sus antiguas charlas, divertidas, enriquecedoras, vivaces y llenas de claves íntimas. Es más, hasta ese mismo momento, estaba convencida de que la empatía seguía funcionando entre ellas a pesar de todo el tiempo que llevaban sin tener apenas contacto. Después pensaría en que si, más que adoctrinándola, no la estaba poniendo sobre aviso.
¡Qué insoportable se le hacía su recuerdo! Estaba más que demostrado que no podía vivir sin ella. En todo la echaba de menos y en todo la encontraba. Las aceras se extendían ante él como una membrana tensa, esperando el repicar de sus tacones, las bocas del metro parecían que, de un momento a otro, iban a expeler su agitada sonrisa, las bandadas de pájaros se elevaban al atardecer como su falda al viento, el sonrosado anuncio del crepúsculo eran sus pezones pugnando por sobresalir de su camiseta y la simple rememoración de su cuerpo con sus particularidades y sus accidentes era suficiente para hacerlo enloquecer.
Sus ojos eran como dos piscinas punteadas de sol; su pelo, como un vendaval de seda; su boca, un trago aterciopelado de vino y su lengua una infatigable y minuciosa exploradora; sus brazos, culebras de azogue que podían convertirse en aros de acero; sus manos, dos gavillas de caricias siempre dispuestas a desatarse; sus pechos, dos cachorros de puntiagudos hocicos rosa guardianes de un sobresaltado corazón; su cintura, una danza; sus caderas, un firme asidero; su vientre, un estanque sosegado; sus piernas, un refugio cálido y seguro; sus ingles, un cuenco de laca bordeando una colina de densa negrura. Llevaban separados casi dos meses. Toda una eternidad. ¿Cómo lo iba a poder resistir?
Miriam no podía aguantarla. Trató de desconectar para que su mente escapara a lugares más confortables, pero no lo consiguió del todo. Aunque llegó a un punto en que dejó de escucharla, cada una de sus palabras se registraron en su cerebro con toda fidelidad, según comprobaría más tarde. Octavia interrumpió por fin su discurso, no por falta de materia ni de entusiasmo, sino porque ya se acercaba la hora. Resbaló del ancho parapeto donde estaban sentadas hasta la mullida alfombra del trébol.
-Vamos -dijo sin apenas volverse, y echó a andar en dirección al claro donde la cambiante señal de una antorcha intensificaba su resplandor.
Miriam apuró su vino, metió en el vaso de papel la servilleta y se quedó sin saber qué hacer con todo eso. Octavia, sin embargo, había dejado allí sus cosas sin ninguna dificultad; por lo visto su reciente fervor hacia los poderes ocultos de la naturaleza no tenía nada que ver con la preocupación por el medio ambiente. Miriam agrupó los restos de la cena y se apresuró a seguir a Octavia. Andaba trastabillándose pues el terreno era desigual y no se veía apenas, pero al fin consiguió situarse detrás de la larga trenza que golpeaba sobre la blusa amarilla con la regularidad de un metrónomo: Octavia, magnetizada por una llamada irresistible, sabía dónde apoyar el pie sin ningún titubeo. Miriam jadeaba. El bosque las asediaba con sus murmullos discontinuos.
El zumbido del ascensor era apenas un susurro..., la cremallera que bajaba..., la espalda que abría y ampliaba un blanco triángulo flanqueado por las alas incipientes de los omóplatos. Las estrechas paredes que lo rodeaban parecían comprimir su angustia. El ascensor se detuvo. El vestido cayéndose en un golpe seco sobre el parquet pulido y los pies de ella saliendo del cerco y girando hacia él su desnudo. Joaquín salió a la terraza. ¡Ah..., Miriam, Miriam!... Las palabras de entonces se mezclaron con la invocación de ahora.
El bar de la terraza proyectaba una afilada hoja de luz sobre las sombras enmarcando la distribución de los veladores y las sillas de médula. Joaquín dio un rodeo. El temor y la excitación que aguijonean la ruta de las resoluciones irrevocables, y la ansiedad que trastorna la espera antes de que pare la ruleta o se muestren los naipes, lo arrastraron con igualadas fuerzas hasta el ancho pretil. Y Joaquín se acodó en él y se asomó a la noche. Los edificios de la ciudad, taladrados de luz, se arracimaban allá abajo como un puñado de pedrería. Aquella noche en la que se encontraron y se conocieron y se fundieron para siempre, el vestido de ella brillaba en el suelo así.