Contra el cambio
Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es un veterano escritor argentino de amplia cultura y variada experiencia que nos ofrece aquí un texto original sobre el cambio climático, que se desmarca en el fondo y en la forma de los términos y aspectos más trillados del debate para retrotraerlo al problema de origen: las enormes diferencias con respecto a la distribución de la riqueza, tanto entre individuos como entre poblaciones.
Contra el cambio es un título ambiguo porque sugiere que el autor se alinea con los que defienden medidas de mitigación, cuando en realidad distribuye sus ataques por todo el espectro de facciones, desde los negacionistas, militantes anticientíficos y republicanos norteamericanos hasta los que él llama “ecololos” y yo, “algoreros”.
El de Caparrós es un texto que no responde a un tipo bien definido. A primera vista es un libro de viajes, “un hiperviaje al apocalipsis climático”, cuyo recorrido de más de 75.000 kilómetros empieza en el Amazonas y termina en una Nueva Orleans ya destrozada por el Katrina, después de pasar por Nigeria, Niger, Rabat, Sidney, Manila, Isla Zaragoza, Majuro y Hawai. El propósito del viajero es hablar con la gente para ver cómo puede afectarles el cambio en marcha, y este propósito vertebra el discurso en forma de ensayo, un ensayo más ideológico que científico, por lo que veremos. En tercer lugar, el libro podría incluirse en el ámbito de la narrativa, por los retratos y paisajes que esboza, las historias que se cuentan y el lenguaje suelto e irónico del buen escritor que es Caparrós.
Éste es un mundo tibio... pasan cosas horribles, pero no tan horribles como las que solían pasar... , pero es un mundo que tiene todas las condiciones para ser mucho mejor, radicalmente mejor, y no lo intenta porque sus dueños dejarían de serlo y se oponen feroces, viene a decir Caparrós, y en las propuestas de mitigar el cambio, de oponerse al cambio, ve toda suerte de intereses espurios, como retrasar la industrialización de los países más pobres, cambiar el modelo energético global a favor de nuevos actores o ganar fortunas en el mercado de los bonos de carbón. Concluye, por fin, que la mayor ganancia para los partidarios de atajar el cambio es ideológica y consiste “en convencernos de que lo mejor es lo que ya tenemos, lo que estamos siempre a punto de perder si no lo conservamos: que no hay nada tan peligroso como el cambio”.
Para el autor, la pelea en torno al cambio climático no es más que una pelea entre capitalistas, lo que en términos trasnochados se habría descrito como “contradicciones internas del capitalismo avanzado”. En este contexto, Al Gore se habría dado cuenta que “reverdecer el carbono también puede ser un negocio faraónico”, mientras que sus opositores todavía no se han apercibido del todo, aunque poco a poco lo están haciendo. No admite Caparrós que un argumento que sea defendido por los malos (Bush, las grandes corporaciones de la energía, las mayores empresas transnacionales, en fin, los dueños del mundo) tenga que ser automáticamente malo: según su tesis, los dos lados del debate tendrían por objetivo defender lo mismo, mantener el status quo, mientras que el cambio climático sería uno de los efectos más visibles y directos del actual orden socioeconómico mundial, pero no el peor, por el momento. No cree, en fin, que el cambio pueda ser atajado de un modo directo sino a través de una mudanza radical en dicho orden socioeconómico.
La postura izquierdista de Martín Caparrós tiene bastante en común con las tesis derechistas promovidas por Lomborg, según las cuales la lucha contra los grandes males de la humanidad -la pobreza, el hambre, las enfermedades- es considerablemente más barata y debería abordarse antes que la lucha contra el cambio climático. Ambos, Caparrós y Lomborg, claramente subestiman las graves consecuencias del cambio y no tienen en cuenta el consenso científico al respecto. Es cierto que dicho cambio es una mera consecuencia del disparatado e injusto orden mundial, y que Gore es propietario de una millonaria cartera de acciones verdes, pero si Martín Caparrós tuviera razón, y para atajarlo hubiéramos de esperar a subvertir radicalmente el orden establecido, sería hora de apagar y de empezar a pensar en irnos.