El cementerio de Praga
Umberto Eco
26 noviembre, 2010 01:00Umberto Eco. Foto: Guido Montani
Umberto Eco ha resuelto esta limitación, adoptando la forma de un diario sin ninguna pretensión ejemplarizante. Ambientada en la Italia de la segunda mitad del siglo XIX, el protagonista es el capitán Simone Simonini, un personaje tan antipático como inolvidable. No es un héroe y carece incluso de la grandeza de los villanos. No es el infame y refinado conde Fosco de La dama de blanco (1860), de Wilkie Collins, pero en su destino también se cruzarán los carbonarios, los servicios secretos y las revoluciones románticas.
El capitán Simone Simonini participa en todos los acontecimientos relevantes de su tiempo, asumiendo diferentes identidades. Umberto Eco juega con el desdoblamiento de la personalidad para mostrar la impostura y la confusión interior de Simonini. Simonini será alumno de los jesuitas, oficial del ejército, conspirador, falsificador, terrorista y convivirá con la sospecha de ser otro, el misterioso abate Dalla Piccola.
Este recurso no evoca tanto la figura del Dr. Jekyll y Mr. Hyde como las alucinaciones de Wilkie Collins, adicto al opio y al láudano, hasta el extremo de elaborar delirios paranoicos, que inventaron un doble imaginario: "Ghost Wilkie". Umberto Eco recorre medio siglo de intrigas, conspiraciones, escándalos, revueltas políticas y estrepitosos fracasos. Nos habla del definitivo ascenso de la burguesía, la aparición del proletariado, la influencia de las logias masónicas, las peripecias de la comunidad judía, la experiencia revolucionaria de la Comuna y el caso Dreyfus, los pogromos y la gestación de Los protocolos de los sabios de Sión, el panfleto que se publicaría por primera vez en la Rusia zarista en 1903, pero que sólo es una copia del Diálogo en los infiernos entre Maquiavelo y Rousseau de Maurice Joly.
Umberto Eco no juega a ser Stendhal ni Gustave Flaubert. Sus personajes carecen de la profundidad psicológica de Emma Bovary o Julien Sorel. En realidad, todos rebosan la personalidad de su autor. Y esto, lejos de ser un defecto, es un mérito en una novela que ya no podía discurrir con la inocencia de los grandes clásicos del XIX. Umberto Eco no disimula su flirteo con Eugène Sue o los Dumas, pero El cementerio de Praga no es un best-seller, sino una novela posmoderna. El nombre de la rosa (1980) queda demasiado lejos. Las referencias a Jorge Luis Borges, Arthur Conan Doyle, Edgar Allan Poe, Guillermo de Ockham o los códices miniados han sido reemplazadas por una prosa que ha situado al propio Umberto Eco en el centro de la narración. Al margen del aspecto policial de la trama, lo que prevalece es un egotismo autocomplaciente con unas notables dosis de terrorismo emocional e intelectual. Pero el narrador Umberto Eco no necesita excusarse. No pretende enseñar nada. Se halla en la cumbre y en el tramo final de una dilatada carrera académica y literaria. Esa privilegiada posición le permite hablar con una incontenible libertad. Incontenible e irritante, pues El cementerio de Praga aplica los principios estratégicos de la guerra total. No hay objetivos legítimos y daños colaterales.
La literatura de Umberto Eco es un bombardeo indiscriminado que no respeta ningún protocolo de guerra. Los alemanes son "el más bajo nivel de humanidad concebible"; los franceses son "orgullosos más allá de todo límite y matan por aburrimiento"; los italianos son "arteros y taimados"; los curas "repiten que su reino no es de este mundo, pero ponen las manos encima de todo lo que pueden mangonear"; los jesuitas son "masones vestidos de mujer"; las mujeres "meretrices que propagan la sífilis". Es preferible disfrutar de los placeres culinarios que chapotear en las aguas oscuras del sexo.
De todos los agravios, los más intolerables están reservados a los judíos. El pueblo deicida "desprende un olor nauseabundo". Es la misma fetidez que se aprecia en los pederastas y en pueblos salvajes que practican el canibalismo. Los judíos no enferman porque son los portadores de "una peste permanente que los defiende de la peste ordinaria". Es falso que Jesús fuera judío. "Jesús era de raza céltica, rubio y de ojos azules". Los judíos son cada vez más peligrosos, pues se han convertido en "los agentes de la subversión anarquista y comunista".
La publicación de El cementerio de Praga ya ha levantado ampollas en la Iglesia católica y la comunidad judía. ¿Se puede acusar a Umberto Eco de oportunismo, insensatez o insensibilidad? Detrás de la prosa erudita, cuidadosamente elaborada, pero sin filigranas estilísticas, asoman las orejas un niño que se ríe de los prejuicios de su tiempo. Los prejuicios de nuestro tiempo ya no son los del siglo XIX. La pasión nacionalista se ha desinflado y la Shoah ha liquidado el antisemitismo. Los prejuicios ahora se disfrazan de retórica democrática, escamoteando su peligroso lastre de intolerancia. ¿Se atreve alguien a decir en voz alta que la Lolita de Nabokov tenía 11 años o que Anaïs Nin vivió un apasionado idilio con su padre? Umberto Eco ha escrito una novela intempestiva y molesta, pero a fin de cuentas la función del escritor consiste en molestar e irritar. En El cementerio de Praga ya no está la sombra de Borges, sino una bilis que nos recuerda a Pío Baroja, complacido de ser a ojos de los niños "el hombre malo de Itzea".
Temas candentes
Umberto Eco utiliza en su sexta novela el artificio habitual de emplazar personajes en un contexto histórico. Pueblan el libro hombres que existieron y ahora sostienen la trama novelesca junto con un protagonista inventado al efecto. El Osservatore Romano criticó severamente la novela, poniendo incluso en cuestión su validez literaria. La causa: el libro depara una imagen desfavorable de Papas y católicos. Sus páginas frecuentan diversos acontecimientos de los siglos XIX y XX en Europa; pero su motivo principal son los llamados Protocolos de los sabios de Sión, un pisto de textos plagiados que constituye una burda y malévola mentira para demonizar al pueblo judío. La buena intención de Eco tampoco convenció a la comunidad hebrea italiana. El mismo periódico del Vaticano publicó la reseña de una historiadora judía, disconforme con el tratamiento dado por el novelista a la cuestión peliaguda de los Protocolos. Aún arden los viejos rescoldos. Fernando Aramburu