Así comienza El Cementerio de Praga
Umberto Eco
26 noviembre, 2010 01:00Si luego nuestro paseante hubiera embocado la que en el futuro sería la rue Sauton pero que en aquel entonces seguía siendo rue d'Amboise, hacia la mitad de esa calle, entre un burdel camuflado de brasserie y una taberna donde se servía, con pésimo vino, un almuerzo de dos perras (en aquella época bastante barato, pero eso era lo que se podían permitir los estudiantes de la no lejana Sorbona), habría encontrado un impasse o callejón sin salida, que ya por aquel entonces se llamaba impasse Maubert, pero antes de 1865 se llamaba cul-de-sac d'Amboise y aún antes cobijaba un tapis-franc (en el lenguaje del hampa, un garito, un figón de ínfimo rango, que solía ser regentado por un ex presidiario y lo frecuentaban forzados recién salidos de gayola) y, además, era tristemente famoso porque en el siglo XVIII amparaba el laboratorio de tres célebres envenenadoras, a quienes un día hallaron asfixiadas por las exhalaciones de las sustancias mortales que destilaban en sus hornillos.
En medio de ese callejón pasaba completamente desapercibido el escaparate de un baratillero que un rótulo descolorido encomiaba como Brocantage de Qualité; escaparate apenas transparente por el polvo espeso que ensuciaba los cristales, que a su vez dejaban ver un sí es no es de los géneros expuestos en su interior, puesto que cada uno de esos cristales era poco más que un cuadrado de veinte centímetros de lado, unidos por un bastidor de madera. Junto a ese escaparate, nuestro viandante habría visto una puerta, siempre cerrada, con un letrero, al lado del cordel de un timbre, que avisaba de que el propietario estaba temporalmente ausente. [...]
De vuelta al salón de entrada, el visitante habría visto, ante la única ventana por la que penetraba la poca luz que iluminaba el callejón, sentado a la mesa, a un individuo anciano envuelto en un batín, el cual, por lo poco que el visitante pudiera atisbar por encima de su hombro, estaba escribiendo lo que nos disponemos a leer, y que a veces el Narrador resumirá, para no tediar demasiado al Lector.
Y que no se espere el Lector que le revele el Narrador que se sorprendería al reconocer en ese personaje a alguien ya mencionado porque (habiendo empezado este relato en este mismo instante) nadie ha sido mencionado antes. El mismo Narrador no sabe todavía quién es el misterioso escribano, y se propone saberlo (a la una con el Lector) mientras ambos curiosean, intrusos, y siguen los signos que la pluma está trazando en esos folios.
¿Quién soy?
24 de marzo de 1897
Siento cierto apuro, como si estuviera desnudando mi alma, en ponerme a escribir por orden -¡no, válgame Dios!, digamos por sugerencia- de un judío alemán (o austriaco, lo mismo da). ¿Quién soy? Quizá resulte más útil interrogarme sobre mis pasiones, de las que tal vez siga adoleciendo, que sobre los hechos de mi vida. ¿A quién amo? No me pasan por la cabeza rostros amados.
Sé que amo la buena cocina: sólo con pronunciar el nombre de La Tour d'Argent experimento una suerte de escalofrío por todo el cuerpo. ¿Es amor? ¿A quién odio? A los judíos, se me antojaría contestar, pero el hecho de que esté cediendo tan servilmente a las incitaciones de ese doctor austriaco (o alemán) me dice que no tengo nada contra esos malditos judíos.
De los judíos sé lo que me ha enseñado el abuelo:
-Son el pueblo ateo por excelencia -me instruía-. Parten del concepto de que el bien debe realizarse aquí, y no más allá de la tumba. Por lo cual, obran sólo para la conquista de este mundo. Los años de mi infancia se vieron entristecidos por ese fantasma.
El abuelo me describía esos ojos que te espían, tan falsos que te sobrecogen, esas sonrisas escurridizas, esos labios de hiena levantados sobre los dientes, esas miradas pesadas, infectas, embrutecidas, esos pliegues entre nariz y labios siempre inquietos, excavados por el odio, esa nariz suya cual monstruoso pico de pájaro austral... Y el ojo, ah, el ojo... gira febril en la pupila color de pan tostado y revela enfermedades del hígado, putrefacto por las secreciones producidas por un odio de dieciocho siglos, se pliega en mil pequeños surcos que se acentúan con la edad, y ya a los veinte años, al judío se lo ve arrugado como a un viejo. Cuando sonríe, los párpados hinchados se le entrecierran de tal manera que apenas dejan pasar una línea imperceptible, señal de astucia, dicen algunos, de lujuria, precisaba el abuelo...
Y cuando yo estaba ya bastante crecido para entender, me recordaba que el judío, además de vanidoso como un español, ignorante como un croata, ávido como un levantino, ingrato como un maltés, insolente como un gitano, sucio como un inglés, untuoso como un calmuco, imperioso como un prusiano y maldiciente como un astesano, es adúltero por celo irrefrenable: depende de la circuncisión que lo vuelve más eréctil, con esa desproporción monstruosa entre el enanismo de su complexión y la dimensión cavernosa de esa excrecencia semimutilada que tiene. Yo, a los judíos, los he soñado todas las noches, durante años y años.
Por suerte nunca he conocido a ninguno, excepto la putilla del gueto de Turín, cuando era mozalbete (pero no intercambié más de dos palabras), y el doctor austriaco (o alemán, lo mismo da). A los alemanes los he conocido, e incluso he trabajado para ellos: el más bajo nivel de humanidad concebible. [...]