Una autobiografía soterrada
Sergio Pitol
3 junio, 2011 02:00Sergio Pitol. Foto: Begoña Rivas
Inicia el volumen con fragmentos de un diario sin año (¿2003, quizás?): "Ayer al mediodía me interné en el Centro Internacional de Salud a media hora de La Habana [...]. Me explicaron el tratamiento al que me deberé someter; por las mañanas me extraerán sangre, la enriquecerán con ozono en un recipiente al alto vacío y la reintegrarán al organismo [...]. Esta operación no demorará más de una hora. Tendré, pues, todo el día para leer y escribir [...]". Pero sería un error creer que nos hallamos ante el diario de un enfermo. Pitol, tan próximo a Vila-Matas, de lo que no acaba nunca de curarse es de su pasión literaria. Su obra unitaria brota, pues, de un memorialismo fructífero y no escapa a la voluntad autobiográfica que no disimulan las páginas de este volumen. Contienen no sólo lo que ha vivido en un cierto día, sino sus lecturas y reflexiones, proyectos literarios o elucubraciones sobre aspectos técnicos de su obra.
Puede asegurar que se inicia en el cuento, salvo unas primeras experiencias poéticas que acabará destruyendo, tras redescubrirlas años más tarde por una casualidad que se nos revela. Pese a convertirse en un escritor que realizó la mayor parte de su obra en Europa, se siente vinculado con escritores mexicanos y amigos: "… los de mi generación, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Juan Vicente Melo y José de la Colina habían ya publicado uno o dos libros y eran tratados como promesas literarias. Cada semana al salir del único cine-club que existía en la ciudad [...] me reunía con esos amigos en el café María Cristina, luego se sumaron Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. La década de los 50 fue una época de transformación en la cultura mexicana". La figura emblemática que aparecerá en otras páginas es la de Alfonso Reyes, capaz de interesarse por la cultura helénica o los simbolistas franceses. Del Siglo de Oro español, elige a Cervantes y a Tirso. Y, como a otros autores, "fue en Europa donde tuve una necesidad interior de conocer la historia y la literatura de México".
Si el cuento fue su primer ejercicio válido, su concepción del género fue evolucionando en temas, recursos y espacios siempre urbanos. Éstos varían: "Roma, Venecia, Barcelona, Pekín, Londres, Varsovia, Bujara, Samarcanda". Su eje son los personajes. Siguiendo este fragmento de diario, el día 17 se traslada a La Habana y el recuerdo del restaurante La Zaragozana le llevará, como la magdalena proustiana, a recobrar en unas páginas brillantes su primera visita juvenil, con solo 20 años, y el descubrimiento de La Habana Vieja en un viaje casi iniciático. Entiende que el fundamento de su obra consiste en el deseo, como autor, de convertirse en invisible y observar. Refiriéndose a su obra concluye: "No hay nada allí que no esté extraído de los archivos de mi vida: espacios, personajes, un niño huérfano a los cuatro años largamente postrado por la malaria, un ingenio azucarero cercado por una selva tropical, las primeras lecturas, Verne, Twain, Stevenson, la avidez por los viajes; de repente y como milagro surgió la salud, un aventurero, un adolescente que sólo se siente bien en círculos de excéntricos, un anarquista cercano al budismo, luego el escritor, [...] los premios, la vejez. ¿Cómo entonces de nuevo sería invisible?".
Estas líneas constituyen una síntesis autobiográfica. Cuando le conocí, estaba publicando, casi en secreto en México, sus primeros libros. Confiesa: "La Barcelona que viví entre 1969 y 1972 era una de las ciudades más vivas de Europa […] Sólo en Barcelona [...] participé activamente en la vida literaria, y tuve un trato estrecho con escritores y editores, sobre todo los jóvenes". De aquel tiempo nació su novela El tañido de una flauta, que publicaría en 1972 y algunas amistades que perduran. Posteriormente, itinerante siempre, se trasladaría a la universidad de Bristol. Pocos autores de habla española han podido conversar con Schlovski o con Bajtin, los maestros del formalismo ruso. Y aún menos habrán vivido en directo el despertar de las letras polacas o se habrán sometido a sesiones de hipnosis que se reflejarán en alguno de sus textos. Pese a todo, nunca dejará de reconocer su deuda hacia Borges o su afición a Galdós ni renunciará a un realismo histórico.
He aquí, pues, un libro que iluminará a los que conocen la obra de Pitol, o puede servir, tal vez, como vía de inicio a un conjunto merecedor de muy atentas lecturas. Pitol no deja de ser un heterodoxo a su modo, espejo de una cultura de aluvión, que no discrimina, elige.