Image: Patti, amor y dolor

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Letras

Patti, amor y dolor

Lumen publica El mar de coral, un pequeño libro en el que la cantante y escritora regresa al sufrimiento que expulsó en poemas tras la muerte de su compañero, el fotógrafo Robert Mapplethorpe

12 junio, 2012 02:00

La cantante Patti Smith junto al fotógrafo Robert Mapplethorpe. Foto: Archivo

De un tiempo a esta parte, Patti Smith es una noticia cíclica en España. Bien sea por sus continuadas visitas a festivales, bien por su participación en ciclos de poesía, bien por la presentación de un nuevo libro. Tras publicar hace un año el celebrado Éramos unos niños, por el que mereció el National Book Award, honesto relato de su relación con el fotógrafo Robert Mapplethorpe, la cantautora publica ahora El mar de Coral, una nueva declaración de amor, esta vez en clave de poesía, al hombre de su vida. Así lo explica ella:

"Justo antes de morir, Robert me preguntó si algún día contaría la historia de nuestra relación. Me llevó años decidirme, y finalmente publiqué Éramos unos niños. Antes, escribí El mar de Coral, un viaje a través del dolor, y allí puse todo lo que sabía de él, concentrándolo en este libro de poemas en prosa que hablan de su amor por el arte y del cariño que me tenía. También, y sobre todo, quise transmitir sus ganas de vivir, que nadie pudo arrebatarle, ni siquiera la muerte."

Lumen vuelve a oficiar la salida a la luz de esta parte de la vida del mito de la canción de autor norteamericana, un texto acompañado de ilustraciones que es más oscilante y atmosférico que el anterior y un ejercicio de exorcismo cargado de metáforas del que ahora reproducimos tres de sus composiciones.


Música (una mujer)

En cubierta, un caballero entretenía a unos pocos invitados vestidos de etiqueta. Estudios de guitarra clásica, gratos aunque un tanto tediosos. M guardó las distancias, bajó la cabeza y se dejó llevar por la abstracta monotonía. Las notas parecían alargarse y superponerse, acariciándolos al mar y a él. En la barandilla, comenzó a seguir el ritmo con la cabeza, pero no quería regresar a su camarote.

Se encontró en el pasillo de una parte inexplorada del barco. Había bajado, seducido por el rastro de un aria conocida. Aguardó un momento frente a una puerta pintada de blanco. Después, se puso a escuchar en cuclillas. Al cabo de un rato, la música lo cautivó. Sus hilos lo envolvieron y tejieron un capullo en cuyo seno se quedó dormido.

Una mujer abrió la pesada puerta a otra realidad. "Aquí es donde deberías estar esta noche", susurró el aria, abriéndole el vestido. Y él se vio envuelto por segunda vez.

Más tarde, apenas fue capaz de levantarse del suelo. Estaba un poco aturdido y se le habían dormido las piernas. Oía cantar dentro de su cráneo. Se sintió víctima de una malévola transformación. Se apoyó en las anchas paredes curvas para no caerse y le tranquilizó volver a entrar en su camarote. No acertó a ver un zapato de vestir caído de lado, pero le asombró encontrar, en el mismo centro de la cama, un monedero de lentejuelas que se apresuró a abrir.

Un lecho de rosas

Había llegado a la conclusión de que cada uno de nosotros lo sabe todo, pues el destino es nuestro amigo, impregna nuestra respiración. La suya es la atmósfera en la que un bebé apoya la cabeza. Las señales agitan los brazos cuando dejamos este mundo. Los amantes desvían temblorosos la mirada hasta que ya no pueden soportarlo. Entonces, se separan, cada uno con un pedazo de futuro que encaja como un corazón de baratillo.

Su destino era estar enfermo, y una parte de él lo sabía. Pero no quería afrontarlo, no en ese momento. De modo que huyó a las entrañas del tedio disfrazado de aventura: un transatlántico en el centro del mar; a una mente ignota, pura y espaciosa. Allí, el tiempo se estiraba como un superhéroe de arcilla elástica. Allí, el destino podía cortejarse y conquistarse. Aquella perspectiva le infundió una determinación formidable y aprehendió las señales, las modeló y remodeló.

Se apoyó en la barandilla, eufórico, y arrojó decenas de pequeñas espinas al mar. Y allí se rindió: un joven en un lecho de rosas, con los brazos y las piernas en cruz. Una quemazón presa cual garra en su vientre abultado, que él rajó con su propia mano, demasiado aturdido para sentir, demasiado eufórico para hablar.

El muchacho que amaba a Miguel Ángel

Decían que tenía el rostro de un Dios
otros veían un demonio con sandalias de esparto
y un zarcillo de vid enredado en los rizos
venas fluían por sus brazos de mármol que cantaban
esculpiendo montañas como niebla cubriendo
una grieta en el corazón y la áurea honda
creaba de una manera que ni soñamos
cuchilla que raspa el dorso del deseo
músculo expuesto de un amor no cosechado
somos el búfalo una raza moribunda
remolcados en carros huesos augustos
vergüenza un éxtasis que nadie puede poseer
esclavos abrazados mientras clama la sapiencia
volúmenes de nada escritos en piedra