Rana
El Nobel de Literatura 2012 Mo Yan reflexiona en esta novela sobre la vida y el nacimiento
16 octubre, 2012 02:00Mo Yan
Mo Yan desgrana en su novela 'Rana' (Kailas) la política del hijo único, y lo hace desde la visión de Wan Xin, una mujer que ha ayudado a venir al mundo a un sinnúmero de bebés, pero que no duda en ayudar a las familias a evitar engrosar su prole con una segunda boca. Narrada de forma epistolar, 'Rana' (símbolo del poder de la mujer para engendrar vida en la cultura china) medita sobre la deshumanización y la impotencia del individuo contra el poder, en un contexto de lucha entre las convicciones personales y las necesidades colectivas.Estimado Sr. Sugitani Gijin,
Ya ha pasado un mes y, sin embargo, parece que fue ayer cuando se despidió de nosotros. No sabe lo agradecidos que estamos de que un señor de edad tan avanzada como usted atravesase el océano para venir a un pueblo tan pobre y aislado como este para hablar con nosotros, meros aficionados, sobre literatura. Nos emocionó mucho.
Dado que ya he acabado de transcribir el grandioso discurso titulado «Literatura y la vida» que dio en el auditorio de nuestro distrito la mañana del 2 de enero del calendario lunar, le quería pedir permiso para publicarlo en El canto de ranas, la revista interna de la Federación de Literatura, con el fin de compartirlo con los que no pudieron asistir a su ponencia. De esta manera también tendrán la oportunidad de disfrutar del encanto de su lengua y de absorber todos los nutrientes de su estilo.
Fue el 1 de enero del calendario lunar, por la mañana, cuando visitamos a mi tía paterna, la que se ha dedicado a la ginecología durante más de cincuenta años. Aunque usted no pudiera entender completamente lo que dijo debido a su rapidez al hablar y a su fuerte acento, me dio la sensación de que le impresionó profundamente. Cuando al día siguiente hizo su ponencia puso muchas veces el ejemplo de mi tía para explicar su idea de literatura. Nos dijo que tenía en mente la imagen de una doctora montando en bicicleta a toda prisa por un vasto río congelado, o la de una doctora con los pantalones remangados, cogiendo un paraguas, con una bolsa de medicinas a la espalda, abriéndose camino entre miles de ranas, o la de una doctora con las mangas manchadas de sangre y un bebé entre las manos, riéndose a carcajadas, o la de una doctora fumando un cigarrillo con el vestido alborotado y cara de angustia. Nos dijo que a veces estas imágenes se fundían en una y otras veces se separaban, como si fueran una exposición de estatuas de mi tía. Nos animó a escribir obras emocionantes, ya fueran novela, poesía o teatro. Señor, consiguió encender la pasión y mucha gente tiene ganas de hacerlo. Un amigo mío del centro cultural de mi distrito ha empezado una novela que versa sobre la vida de una doctora rural. No quería copiarle, aunque la verdad es que yo conozco mucho mejor que él la historia y los secretos de la profesión de mi tía; de todas maneras démosle una oportunidad. Por lo tanto, señor, a mí me gustaría concentrarme en el género del drama y contar la vida de mi tía mediante una obra de teatro. Me abrió la mente cuando charlamos la segunda noche del calendario lunar en mi casa. La profunda evaluación y minucioso análisis que hizo sobre las obras de teatro del escritor francés Sartre me dio muchas ideas.
Sí, quiero escribir, quiero hacer obras de teatro tan buenas como Las moscas y Las manos sucias. Leeré a todos los maestros maravillosos y me esforzaré para alcanzar su nivel. Me atendré a sus indicaciones: no apresurarse, escribir con calma, igual que una rana cuando espera tranquilamente a los insectos sobre la flor de loto. Una vez decidido, me pondré en marcha al instante, igual que una rana cuando salta a capturar insectos.
Cuando nos despedimos, en el aeropuerto de Qingdao, me dijo que sería estupendo si le mandaba por correo los recuerdos que guardo de mi tía paterna. Aunque sigue vivita y coleando, podemos describir su vida y su pasado con palabras como «memorable» o «atrevida». Ella tiene una larga historia que contar, por lo que desconozco cuántas páginas podría ocupar. Por eso, le quería pedir permiso para escribir hasta que me fallara la memoria. En esta época informática, escribir con papel y pluma se ha convertido en un ocio ujoso. Solo espero que cuando usted reciba mis cartas le transmitan una alegría evocadora.
Por cierto, mi padre me llamó para decirme que el día 25 del mes pasado, en el ciruelo «de tronco divertido», tal y como usted lo definió, brotaron muchas flores rojas. Mucha gente vino a mi casa a contemplarlas, y por supuesto vino mi tía. Mi padre me dijo que aquel día nevó mucho, pero el aroma de los ciruelos se impregnó entre los copos de nieve, y cada vez que inhalaban aire, se les refrescaba la mente.
Su alumno: Renacuajo
A 21 de marzo de 2002 en Beijing
Señor, en mi pueblo, teníamos la antigua tradición de bautizar a los niños recién nacidos con los nombres de los órganos o de las partes del cuerpo importantes. Por ejemplo, Chen Bi, el Narizón; Zhao Yan, el Ojitos; Wudachang, la Tripa; Sun Jian, los Hombros... Sin embargo, aunque no he estudiado el origen de esta tradición, supongo que debe provenir del convencimiento de que «los nombres humildes dan longevidad», o posiblemente se hiciera porque las madres consideraban que los hijos eran carne que se separaba de sus cuerpos.
Hoy en día, esta tradición está ya obsoleta; los padres jóvenes no quieren llamar a sus hijos de una manera extraña. Ahora, los chavales de mi pueblo tienen nombres tan elegantes y peculiares como los de los personajes de las series de televisión de Hong Kong y Taiwán, es decir, de Japón y Corea. Y los muchachos que recibieron los nombres según la vieja tradición han dejado de usarlos, aunque siempre hay excepciones como Chen Er y Chen Mei.
El padre de Chen Er y Chen Mei, Chen Bi, fue conmigo a la escuela y más tarde fue mi amigo en la adolescencia. Nos incorporamos en el año 1960 a la Escuela Primaria de Dayanglan. Era una época de hambruna, así que todos los acontecimientos inolvidables que guardo en mi memoria de entonces están vinculados, sin duda, con la comida. Imagino que todavía recordará la famosa historia de que comíamos carbón. Mucha gente estaba convencida de que era un invento burlesco. No obstante, le juro por mi tía que era verdad.
La mina de Longkou contaba con una tonelada del mejor carbón; jamás he visto un carbón tan brillante como ese, capaz de reflejar las caras de quienes se pusieran delante. Recuerdo también que esa fue la única vez que encontré aquellas joyas negras. Wang Jiao, el carretero, transportaba el carbón desde el centro del distrito hacia nuestro pueblo. Era un hombre con la cabeza gigante y un cuello fuerte, y cuando hablaba se le enrojecía la cara porque era tartamudo. Sin embargo, en sus ojos brillaba la luz de la inteligencia. Su hijo Wang Gan y su hija Wang Dan iban conmigo a clase. Son gemelos bivitelinos. Él es alto y fuerte pero ella siempre ha sido muy bajita, o mejor dicho, casi enana. Mucha gente dice que cuando los dos estaban en el cuerpo de su madre, el hermano se apoderó de casi todos los nutrientes y apenas los compartió con su hermana. Por eso, Wang Dan salió diminuta.
Un día, al salir de la escuela, vimos que su padre estaba descargando el carbón del carro. Nos acercamos con mucha curiosidad.
Los pedazos de carbón aterrizaron uno por uno en el suelo, mientras que las gotas de sudor de Wang Jiao se deslizaban una por una de su cuello al carbón. Sacó un pañuelo azul para secarse, y justo en ese momento vio a sus hijos mirando, fisgando, husmeando el carro.
Entonces les gritó:
-Volved a casa a cortar el césped.
Wang Dan se dio la vuelta y empezó a correr. Si se descuidaba perdería el ritmo y correría desacompasadamente, como si fuera una niña aprendiendo a andar. Wang Gan solo retrocedió un poco, sin inmutarse, porque estaba muy orgulloso del trabajo de su padre. Hoy en día este orgullo es inexistente, incluso para los chicos cuyos padres son pilotos.
El carro, que tenía dos enormes ruedas polvorientas, estaba tirado por un mulo y un caballo de batalla, al que premiaron con un estigma en la grupa por transportar proyectiles durante la guerra. El mulo tenía un temperamento irritable; solía hacer daño a la gente con las patas traseras y a veces mordía, pero las ventajas que tenía eran su fuerza inagotable y su velocidad incomparable. La única persona de nuestro pueblo que podía controlarlo era Wang Jiao. Mucha gente envidiaba su trabajo, pero dejaron de hacerlo porque tenían miedo de ese mulo rabioso. El animal había herido a dos niños con su gran hocico. El primero fue Yuan Sai, hijo de Yuan Lian, y la segunda fue Wang Dan. Un día, el carro estaba atado a la puerta de su casa y esta chica diminuta empezó a jugar delante del cuadrúpedo. De repente, el animal la cogió por la cabeza con su gran hocico y la levantó por los aires.
Wang Jiao era una persona a la que respetábamos y temíamos debido a su altura y a su fuerza. Medía un metro noventa y era tan fuerte como un toro. Era capaz de levantar sin apenas esfuerzo una piedra de molino de cien kilos por encima de la cabeza, gracias a sus musculosos brazos. Supongo que para nosotros lo más horroroso era su inmisericorde látigo. Todavía recuerdo el día en que el loco mulo hirió a Yuan Sai en la cabeza. Wang Jiao engalgó su carro, fijó los pies en el suelo, levantó el látigo y empezó a dar golpes al mulo en la grupa. A cada golpe le seguía una herida sangrienta y le acompañaba un horrible ruido. Al principio, el mulo levantó las patas traseras para defenderse, pero fue en vano. Enseguida agachó la cabeza, se tumbó en el suelo y se quedó ahí temblando. Al final, el padre de Yuan Sai, Yuan Lian, Secretario de una célula del Partido Comunista, cuyo cargo era el más elevado en nuestro pueblo, dijo:
-Señor Wang, no lo mate.
Como Wang Jiao no se atrevía a desobedecer sus palabras, cesó. Por eso, cuando el mulo hirió a Wang Dan, deseábamos ver otro espectáculo parecido al de Yuan Sai, pero en cambio no fue como esperábamos. Tan solo cogió un poco de cal de la montaña que había junto al camino y la echó por encima de la cabeza de su hija. Según dicen, después de llegar a casa no golpeó al mulo sino que le dio un latigazo a su esposa y un puntapié a Wang Dan.
No perdíamos de vista a ese mulo loco y hablábamos sin parar de ese animal esquelético, que tenía los ojos tan hundidos que hasta le hubiera cabido un huevo en cada cuenca. Percibimos una mirada tan desesperada que parecía que se iba a poner a llorar en cualquier momento. No podíamos imaginar que un mulo tan flaco como ese pudiese tener una fuerza tan extraordinaria. Estábamos discutiendo sobre el tema a medida que nos acercábamos al animal cuando Wang Jiao nos vio, dejó de trabajar y nos clavó una mirada espantosa, tanto que no nos atrevimos ni a dar un paso más. Enseguida vació el carbón del carro y lo amontonó delante de la cocina de la escuela. Justo en ese momento, un olor fantástico impregnó nuestros olfatos y todos empezamos a acercarnos a él a la vez. El olor a colofonia quemada, que a veces se parece al de la patata asada, provenía de una pila de carbón, de un carbón reflectante.
Ese día, cuando Wang Jiao se fue de la escuela, no le perseguimos como siempre hacíamos para saltar en su carro, arriesgándonos a ser castigados por su látigo, sino que nos quedamos mirando fijamente al carbón y avanzamos poco a poco hacia él. Vimos al cocinero Wang dirigirse hacia la cocina con una vara sobre los hombros y un cubo pendiendo de cada lado. Su hija Wang Renmei era una de las pocas niñas de nuestro pueblo a la que no le habían puesto el nombre de ninguna parte del cuerpo, y también era la niña de mi clase que más adelante se convertiría en mi esposa. Wang era un señor muy educado y se había encargado de la granja de la comuna hasta que le despidieron por decir unas palabras fuera de tono. Nos miró con sospecha; posiblemente pensaba que íbamos a entrar en la cocina a robar comida, por lo que nos dijo:
-¿Qué coño estáis haciendo aquí? Volved a casa a chuparle las tetas a vuestra madre.
Estas palabras se clavaron en nuestros oídos y después de darle vueltas a lo que nos había dicho llegamos a la conclusión de que no era nada más que un insulto, porque si en aquella época todos éramos niños de siete u ocho años, ¿cómo íbamos a seguir alimentándonos de leche materna? Y aunque hubiésemos querido seguir tomando leche, dado que nuestras madres se estaban muriendo de hambre, ¿cómo iban a ser siquiera capaces de ofrecérnosla? Pero en ese momento nadie le llevó la contraria a Wang. Nos pusimos delante de la pila de carbón, bajamos la cabeza y nos echamos hacia delante, como si fuéramos expertos en geología explorando gemas fascinantes. Olfateamos alrededor, como si fuéramos perros en busca de comida entre escombros, hasta que por fin percibimos ese olor irresistible.
Hablando de nuestra búsqueda, el éxito se debió a Chen Bi y a Wang Dan. Fue Chen Bi el primero que cogió un trozo de carbón y se lo acercó a la nariz, que era tan gigante que siempre nos reíamos de ella; frunció el ceño, olfateó el carbón y se quedó allí ensimismado, pensando y pensando. Después de unos minutos, levantó el carbón de repente y lo lanzó contra otro trozo más grande para romperlo.
En el instante en que se partió, al ruido le prosiguió un aroma intenso, que se expandió rápidamente entre nosotros. Entonces eligió un trozo y Wang Dan otro. Chen Bi lo probó con la lengua, lo degustó mientras movía los ojos, luego fijó la mirada en nosotros; la niña le imitó, probó el carbón que tenía en la mano y también nos miró. Los dos giraron la cabeza a la vez, se miraron al unísono, rompieron a reír y empezaron su aventura, intentando mordisquear un poquito de carbón con los incisivos, con cuidado, hasta que enseguida le pegaron otro mordisco y luego otro, y así continuaron felizmente. La alegría iluminaba sus caras. El narizón de Chen Bi tenía las mejillas encendidas y estaba cubierto de sudor. La nariz de Wang Dan se había ensuciado por el polvillo del carbón. Nos fascinaba el sonido de los mordiscos pero nos atemorizaba verles devorar el carbón. El niño nos dijo en voz baja:
-¡Venga, hombre, que está delicioso!
La niña nos dijo con su voz aguda:
-Hermanos, comedlo.
Chen Bi cogió otro trozo y empezó a comer más rápido. Entonces le pasó a Wang Dan un pedazo muy grande. Nos tocaba a nosotros probar. Después de verlos a ellos, ya habíamos aprendido a comer carbón, así que lo rompimos y mordisqueamos un poquito para averiguar su sabor. No estaba mal, aunque era un poco áspero. Chen Bi nos señaló un trozo de carbón que tenía una parte amarillenta y brillante, parecía ámbar, y al mismo tiempo nos invitó a probarlo con generosidad:
-Probad este, que tiene sabor a colofonia.
El rector de nuestra escuela, Wu Jinbang, nos había dado la asignatura de Ciencias Naturales y nos enseñó que el carbón era un tipo de yacimiento que surge de la transformación de vegetales enterrados bajo tierra. Sin embargo, no le creíamos ni a él ni al libro de texto, porque no nos convencía que el verde de los vegetales del bosque se pudiera transformar en el color negro del carbón. Siempre habíamos cuestionado lo que nos decía, hasta que en ese momento encontramos la colofonia escondida entre el carbón. Entonces comprobamos que nuestro rector no mentía ni el libro tampoco.
Nuestra clase estaba formada por treinta y cinco alumnos. Excepto un par de niñas, todos los demás estábamos allí, mordiendo ruidosamente el carbón, chic-chac, chic-chac, con caras misteriosas y apasionadas. Era como si estuviéramos en medio de una actuación o de un juego extraño. Xiao Xiachun estaba manoseando un trozo de carbón, pero no quería comérselo porque no tenía hambre. Eso se debía a que su padre era el guardián del granero.
El cocinero Wang se asustó al vernos y se dirigió inmediatamente hacia nosotros con las manos cubiertas de masa de harina de trigo. ¡Oh, dios mío, era harina de trigo! En esa época, solo cuatro personas tenían la posibilidad de comerla en el comedor de nuestra escuela: el rector, el director de conducta y tutor y dos funcionarios de la comuna que trabajaban en nuestro pueblo desde hacía mucho. Wang nos preguntó:
-¿Niños, qué estáis haciendo? ¿Estáis... estáis comiendo carbón? ¿Es comestible el carbón?
Wang Dan levantó un trozo con su manita y le contestó tranquilamente con su aguda voz:
-Señor, es muy rico. Mire, compartiré un poco con usted, pruébelo.
Wang negó con la cabeza y dijo:
-Wang Dan, tú, chiquilla, ¿por qué te juntas en las travesuras de estos malditos niños?
Wang Dan mordió el carbón y contestó:
-Señor, de verdad, es exquisito.
Era el momento del atardecer; el sol, redondo y rojo, estaba desapareciendo por el Oeste. Los dos funcionarios, que se estaban acercando al comedor en bicicleta, fijaron la mirada en nosotros. El cocinero Wang agitó una vara en el aire para expulsarnos, pero uno de los funcionarios de la comuna, que se apellidaba Yan -era el Vicesecretario General de la comuna-, levantó la mano y le detuvo. Entonces nos miró con compasión y se metió en el comedor a toda prisa.