Image: CeroCeroCero

Image: CeroCeroCero

Letras

CeroCeroCero

24 febrero, 2014 01:00

Mira la cocaína: verás polvo. Mira a través de la cocaína: verás el mundo. "Escribir sobre la cocaína -en palabras del autor- es como consumirla. Cada vez quieres más noticias, más información, y las que encuentras son suculentas, ya no puedes prescindir de ellas... Cuanto más desciendo en los círculos blanqueados de la coca, más me percato de que la gente no sabe. Hay un río que corre bajo las grandes ciudades, un río que nace en Sudamérica, pasa por África y se ramifica hacia todas partes. Hombres y mujeres pasean por la Via del Corso y por los bulevares parisinos, se reúnen en Times Square y caminan con la cabeza gacha por las avenidas londinenses. ¿No oyen nada? ¿Cómo lo hacen para soportar todo ese ruido?".

Aquí puede leer el primer capítulo de CeroCeroCero (Anagrama) de Roberto Saviano.

COCA N.o 1

La coca la consume quien ahora está sentado a tu lado en el tren y la ha tomado para despertarse esta mañana conductor que está al volante del autobús que te lleva a casa porque quiere hacer horas extra sin sentir calambres en las cervicales. Consume coca quien está más próximo a ti. Si no es tu padre o tu madre, si no es tu hermano, entonces es tu hijo. Si no es tu hijo, es tu jefe. O su secretaria, que esnifa

sólo el sábado para divertirse. Si no es tu jefe, es su mujer, que lo hace para dejarse llevar. Si no es su mujer es su amante, a quien él se la regala en lugar de pendientes y aún mejor que diamantes. Si no son ellos, es el camionero que trae toneladas de café a los bares de tu ciudad y no podría resistir todas esas horas de autopista sin coca. Si no es él, es la enfermera que está cambiándole el catéter a tu abuelo y la coca hace que le parezca todo más liviano, hasta las noches. Si no es ella, es el pintor que está repintando la habitación de tu chica, que ha empezado por curiosidad y luego se ha encontrado con que ha contraído deudas. Quien la consume está ahí contigo. Es el policía que está a punto de pararte, que esnifa desde hace años y ahora ya se han enterado todos y lo escriben en cartas anónimas que mandan

a los oficiales esperando que lo suspendan antes de que haga alguna gilipollez. Si no es él, es el cirujano que está despertándose ahora para operar a tu tía y con la coca es capaz de abrir hasta a seis personas en un día, o el abogado al que tienes que ir para divorciarte. Es el juez que se pronunciará sobre tu causa civil y no considera que eso sea un vicio, sino sólo una ayuda para disfrutar de la vida. Es la cajera que está dándote el billete de lotería que esperas que pueda cambiar tu suerte. Es el ebanista que te está montando un mueble que te ha costado el sueldo de un mes. Si no es él, la consume el montador que ha venido a tu casa a instalar el armario de Ikea que tú solo no sabrías ensamblar. Si no es él, es el

administrador de la comunidad de vecinos de tu edificio que está a punto de llamarte por el portero automático. Es el electricista, precisamente ese que ahora está intentando cambiarte de sitio el enchufe del dormitorio. O el cantautor al que estás escuchando para relajarte. Consume coca el cura al que te diriges para preguntarle si puedes confirmarte porque tienes que bautizar a tu sobrino, y se sorprende de

que todavía no hayas recibido ese sacramento. Son los camareros que te servirán en la boda del sábado próximo, que si no esnifaran no podrían tener tanta energía en esas piernas durante horas. Si no son ellos, es el concejal que acaba de adjudicar las nuevas islas peatonales, y la coca se la dan

gratis a cambio de favores. La consume el aparcacoches, que ahora ya sólo se siente contento cuando esnifa. Es el arquitecto que te ha remozado el chalé de las vacaciones, la consume el cartero que te ha traído la carta con tu nueva tarjeta de débito. Si no es él, es la chica del centro de llamadas,

que te contesta con voz sonora preguntándote en qué puede ayudarte. Esa viveza, igual en todas las llamadas, es efecto del polvo blanco. Si no es ella, es el ayudante que ahora está sentado a la derecha del profesor y espera para hacerte el examen. La coca le ha puesto nervioso. Es el fisioterapeuta que está intentando ponerte la rodilla en su sitio; a él, en cambio, la coca le vuelve sociable. Es el delantero

quien la consume, ese que ha marcado un gol arruinándote la quiniela que estabas ganando a pocos minutos del final del partido. Consume coca la prostituta a la que vas antes de volver a casa, cuando tienes que desahogarte porque ya no puedes más. Ella toma la coca para no ver más a quien tiene delante, detrás, encima o debajo. La toma el gigoló que te has regalado por tus cincuenta años. Tú y él.

La coca le da la sensación de ser el más macho de todos. Consume coca el sparring con el que te entrenas en el ring, para tratar de adelgazar. Si no es él quien la consume, es el instructor de equitación de tu hija, la psicóloga a la que va tu mujer. Consume coca el mejor amigo de tu marido, ese que te corteja desde hace años y que no te ha gustado nunca. Si no es él, es el director de tu escuela. Esnifa coca el bedel. El agente inmobiliario que se está retrasando precisamente ahora que habías podido escaparte para ver el piso. La consume el guardia jurado, ese que todavía se cuando ya todos se afeitan el pelo. Si no es él, es el notario al que preferirías no volver nunca más, que consume

coca para no pensar en las pensiones alimenticias que tiene que pagar a las mujeres que ha dejado. Si no es él, es el taxista que despotrica contra el tráfico pero luego vuelve contento. Si no es él, la consume el ingeniero al que estás obligado a invitar a casa porque quizá te ayude a dar un salto en tu carrera. Es el guardia municipal que está poniéndote una multa y mientras habla suda muchísimo aunque sea invierno. O el limpiacoches de los ojos hundidos, que logra comprarla pidiendo préstamos, o ese chico que llena

los coches de octavillas, cinco en cada uno. Es el político que te ha prometido una licencia comercial, ese al que has enviado al Parlamento con tus votos y los de tu familia y que siempre está nervioso. Es el profesor que te ha echado de un examen al primer titubeo. O es el oncólogo con el que ahora vas a hablar, que te han dicho que es el mejor y esperas que pueda salvarte. Él, cuando esnifa, se siente omnipotente.

O es el ginecólogo que se está olvidando de tirar el cigarrillo antes de entrar en la habitación para visitar a tu mujer, que tiene los primeros dolores. Es tu cuñado, que nunca está contento, es el novio de tu hija, que, en cambio, siempre lo está. Si no son ellos, entonces es el pescadero que se luce arreglando el pez espada, o es el empleado de la gasolinera que derrama la gasolina fuera de los coches. Esnifa

para sentirse joven, pero ya ni siquiera es capaz de volver a poner en su sitio la pistola de la manguera. O es el médico del seguro al que conoces desde hace años y que te hace pasar primero sin esperar turno porque en Navidad sabes qué regalarle. La consume el portero de tu edificio, pero si no la consume él entonces la está consumiendo la profesora que da clases particulares a tus hijos, el profesor de piano de

tu sobrino, el sastre de la compañía de teatro a la que irás a ver esta noche, el veterinario que cura a tu gato. El alcalde con el que has ido a cenar. El constructor de la casa en la que vives, el escritor al que lees antes de dormir, la periodista a la que escucharás en el telediario. Pero si, pensándolo

bien, crees que ninguna de esas personas puede esnifar cocaína, o bien eres incapaz de verlo, o mientes. O bien, sencillamente, la persona que la consume eres tú.

1. LA LECCIÓN

-Estaban todos alrededor de una mesa, justo en Nueva York, no lejos de aquí.

-¿Dónde? -pregunté instintivamente.

Me miró como diciendo que no creía que fuera tan idiota como para hacer semejantes preguntas. Las palabras que estaba a punto de oír eran un intercambio de favores. La policía, unos años antes, había detenido a un chico en Europa. Un mexicano con pasaporte estadounidense. Tras enviarlo a Nueva York, lo habían dejado al baño María, inmerso en las aguas de las operaciones de tráfico de la ciudad

y evitándole la cárcel. De vez en cuando largaba alguna que otra cosa, y a cambio no lo detenían.

No exactamente como un confidente, sino más bien como algo muy próximo que no le hiciera sentirse un infame pero tampoco un afiliado silencioso y omertoso1 duro como el granito. Los policías le preguntaban cosas genéricas, no detalladas hasta el punto de poderlo comprometer en su grupo. Bastaba con

que informara de un aire, un talante, rumores de reuniones o de guerras. No pruebas, no indicios: rumores. Los indicios ya irían a buscarlos en un segundo momento. Pero ahora eso ya no bastaba: el chico había grabado una conversación en su iPhone durante una reunión en la que había participado. Y los policías estaban inquietos. Algunos de ellos, con los que me relacionaba desde hacía años, querían que yo

escribiera sobre ello. Que escribiera sobre ello en alguna parte, haciendo ruido, para comprobar las reacciones, para saber si la historia que estaba a punto de escuchar había sido de veras tal como decía el muchacho, o era, en cambio, una puesta en escena, un guiñol montado por alguien para embaucar a chicanos e italianos. Yo tenía que escribir sobre ello para crear movimiento en los ambientes donde aquellas palabras se habían pronunciado, donde se habían escuchado.

El policía me esperó en Battery Park en un pequeño muelle, sin sombreros de gabardina ni gafas de sol. Nada de ridículos disfraces: llegó vestido con una camiseta llena de colorido, chanclas, y la sonrisa de quien no ve el momento de contar un secreto. Hablaba un italiano lleno de inflexiones dialectales, pero comprensible. No buscó ninguna forma de complicidad: había recibido órdenes de contarme aquel

hecho y lo hizo sin meditarlo demasiado. Lo recuerdo perfectamente. Aquel relato me ha quedado dentro. Con eltiempo me he convencido de que las cosas que recordamos no las conservamos sólo en la cabeza, no están todas en la misma zona del cerebro: me he convencido de que también

otros órganos tienen memoria. El hígado, los testículos, las uñas, el costado... Cuando escuchas palabras decisivas, se quedan enganchadas allí. Y cuando estas partes recuerdan, le envían lo que han registrado al cerebro. Aún con más frecuencia me percato de que recuerdo con el estómago, que almacena lo hermoso y lo horrible. Sé que ciertos recuerdos están allí, lo sé porque el estómago se mueve. Y a veces se mueve también la barriga. Es el diafragma que produce ondas: una lámina sutil, una membrana ahí clavada, con las raíces en el centro de nuestro cuerpo. Es de ahí de donde parte todo. El diafragma hace jadear, estremecerse, perotambién orinar, defecar, vomitar. Es de ahí de donde parte el impulso durante el parto. Y también estoy seguro de que hay sitios que recogen lo peor: conservan los desechos. Yo

no sé dónde estará ese sitio dentro de mí, pero está lleno. Y ahora está saturado, tan colmado que ya no cabe nada más. Mi lugar de los recuerdos, o mejor de los desechos, está ahíto.

Parecería una buena noticia: ya no hay espacio para el dolor. Pero no lo es. Si los desechos ya no tienen un sitio adonde ir, empiezan a colarse también donde no deben. Se meten en los sitios que acogen recuerdos distintos. El relato de aquel policía ha colmado definitivamente esa parte de mí que recuerda las peores cosas. Esas cosas que afloran de nuevo cuando crees que todo está yendo mejor, cuando se abre ante ti una luminosa mañana, cuando vuelves a casa, cuando piensas que en el fondo merecía la pena. En esos momentos, como una regurgitación, como una exhalación, de alguna parte resurgen recuerdos oscuros, tal como los residuos de un vertedero, enterrados bajo tierra, cubiertos de plástico, encuentran de un modo u otro su camino para salir a flote y envenenarlo todo. De ahí que precisamente en esa zona del cuerpo conserve el recuerdo de aquellas palabras. Y es inútil porque no serviría de nada apretarlo entre los puños, acuchillarlo, estrujarlo para hacer salir palabras como pus de una ampolla. Todo está allí. Todo debe quedarse allí. Y punto.

El policía me contaba que el chico, su informador, había escuchado la única lección que merece la pena escuchar y la había grabado a hurtadillas. No para traicionar, sino para volverla a escuchar a solas. Una lección acerca de cómo hay que estar en el mundo. Y se la había hecho escuchar toda: un auricular en su oreja, el otro en la del chico, que con el corazón a mil había puesto en marcha el audio del discurso.