Image: Año cero. Historia de 1945

Image: Año cero. Historia de 1945

Letras

Año cero. Historia de 1945

Ian Buruma

2 mayo, 2014 02:00

Fotografía del Día de la Victoria, que aparece en el libro

Traducción de David León. Pasado & Presente, 2014. 445 páginas, 29 euros

Todas las guerras exigen un relato heroico que proporcione a los soldados una razón para arriesgar sus vidas y que después les haga sentir, a ellos o a los que les han sobrevivido, que su sufrimiento o su muerte no han sido en vano. Nunca un relato heroico ha perdurado tanto como el del más letal de los conflictos: la II Guerra Mundial. Fue la Buena Guerra, en la que luchó la Más Grande de las Generaciones, que con su valor detuvo a Hitler, llevó a juicio a los malvados en Nuremberg, restituyó la democracia a una Europa agradecida y la llevó al Japón feudal.

Tales ideas siguen impeliendo a multitud de historias de la II Guerra Mundial por las listas de superventas y las pantallas de cine y de televisión. Pero en los últimos años los historiadores nos han mostrado una imagen moralmente más compleja. Abarca desde los miles de violaciones por parte de soldados estadounidenses en Francia, ignoradas hasta ahora, al inmenso y quizá innecesario número de civiles alemanes muertos a consecuencia de los bombardeos aliados o la inhumana deportación a la Unión Soviética de disidentes en la posguerra, a pesar de que los militares estadounidenses que les obligaban a subir a los vagones sabían que los matarían o los enviarían a un gulag.

La nueva y vívida narración de Ian Buruma, Año cero, trata de las diferentes formas en que las consecuencias de la Buena Guerra tuvieron efectos negativos para mucha gente y excelentes para algunos que no lo merecían. La enriquecen el conocimiento de seis lenguas por parte del autor, su vinculación personal con la época (su padre era holandés y fue trabajador forzoso en Berlín) y su comprensión del periodo gracias al libro que escribió hace dos décadas y que aún merece la pena leer: El precio de la culpa: cómo Alemania y Japón se han enfrentado a su pasado. El estudio cubre un terreno muy amplio, desde el comportamiento sexual a los soldados británicos y estadounidenses que mataban involuntariamente a miles de prisioneros liberados de los campos de concentración al darles más alimentos de lo que sus encogidos intestinos podían tolerar, o la ceguera de los aliados a cómo buena parte de sus copiosos víveres y suministros iba a parar a miembros de las mafias italiana, francesa y japonesa, restituyéndoles algo del poder que tenían antes de la guerra.

A pesar de la noble aura democrática de la II Guerra Mundial, Buruma (La Haya, 1951) puntualiza que los aliados dedicaron gran parte de la segunda mitad de 1945 a resucitar el colonialismo. Cuando los árabes de Argelia iniciaron una insurrección el día de la Victoria en Europa exigiendo igualdad de derechos, entre las tropas que el gobernador general francés llamó para reprimirlos se encontraba un regimiento de infantería de élite que acababa de participar en el asalto final a Alemania. En dos meses murieron 30.000 argelinos. Al otro lado del mundo, los habitantes de las Indias Orientales Holandesas demandaron su liberación tras la rendición japonesa; pero el Gobierno holandés respondió enviando tropas apoyadas por soldados del gran Ejército Indio Británico, barcos de guerra británicos y abundantes suministros militares de Estados Unidos. Los combates se prolongaron cuatro años. Y, por supuesto, en Vietnam, donde una multitud de más de 300.000 personas se congregó para oír a Ho Chi Mihn declarar la independencia de Francia, las cosas terminarían por ser todavía más sangrientas. En 1945, el ejército británico fue decisivo para restaurar allí el orden colonial con la ayuda de destacamentos franceses de la Legión Extranjera. En ellos había muchos voluntarios alemanes reclutados en los campos de prisioneros, que hacía poco habían combatido contra los aliados en Europa o el Norte de África. Al mismo tiempo, los vencedores desplazaron a alrededor de 10 millones de alemanes de origen desde diferentes lugares del este de Europa en los que habían vivido durante generaciones, y los forzaron a trasladarse a una Alemania territorialmente mermada, proceso en el que al menos medio millón de personas murió de hambre, frío, o a manos de vecinos vengativos. Buruma, igual que otros antes, llama la atención sobre la paradoja que supone que los Ejércitos aliados ejecutasen actos que recordaban al "proyecto hitleriano... de pureza étnica".

Otra parte del relato heroico que el autor desmonta tiene que ver con la resistencia, que desempeñó solo un papel limitado en la derrota de Hitler, pero que los aliados "idealizaron deliberadamente después de la guerra". A posteriori, muchos europeos se asignaron a sí mismos un lugar en la clandestinidad. En Berlín, por ejemplo, el autor de un diario, mirando pancartas y carteles, advirtió que "los grupos ‘antifascistas' crecen como setas", una semana después de la rendición de Alemania. Y, según Buruma, "en el mercado negro se podían comprar certificados de que se había sido prisionero en un campo de concentración nazi; no eran baratos, costaban 25.000 marcos, pero sí asequibles para más de un antiguo oficial de la SS".

Y por último, ¿qué hay de Nuremberg? Es cierto que los aliados llevaron a juicio a los nazis más preeminentes y sentaron un precedente internacional de importancia vital (que, sin embargo, nunca se aplicaron a sí mismos). Pero el proceso fue mucho menos coherente en Japón, donde los estadounidenses no sabían muy bien a quién había que culpar del militarismo japonés y casi nadie hablaba la lengua del país. Algunos criminales de guerra quedaron impunes. Shiro Ishii, jefe de los tristemente célebres experimentos de guerra biológica de la Unidad 731 con prisioneros chinos y estadounidenses, se libró de cualquier castigo. Su sucesor en la unidad llegó a estar al frente del primer banco de sangre comercial del país. Nobosuke Kishi desempeñó un papel de primer orden en la conquista de Manchuria, explotando a gran número de trabajadores forzosos chinos, y luego dirigió la economía de guerra de su país. Después de la guerra fue encarcelado, pero nunca se le juzgó. En 1957 se convirtió en primer ministro de Japón. Y ni en las potencias del Eje, ni en los países ocupados por ellas, se procesó a algún que otro gran empresario o banquero, hombres que habían sacado enorme provecho de la guerra utilizando mano de obra esclava en sus fábricas y, en Europa, apropiándose muchas veces de los negocios que habían pertenecido a judíos.

Cuando se trató de "desnazificar" Alemania, a los aliados les pareció imposible volver a poner en marcha una economía compleja sin la competencia de ex miembros del partido. Y, en Japón, el régimen militar estadounidense parecía no tener la menor idea de cómo erradicar todo lo que fuese feudal, una tarea colosal incluso para gente que hablase la lengua y conociese profundamente la cultura. Un funcionario estadounidense suspendió la representación de un drama del siglo XVIII sobre samuráis, y en su lugar obligó a la compañía teatral a montar Mikado, de Gilbert y Sullivan. Otro pensaba que podría dar un impulso a la democracia en su distrito rural enseñando bailes populares estadounidenses.

¿Es completamente falso el relato heroico de la II Guerra mundial? No, no lo es, afirma Buruma con razón, ya que el mayor logro de los aliados consiste en lo que no hicieron: repetir el error del Tratado de Versalles y exigir el pago de reparaciones durante años. (Esto no es cierto para los soviéticos, pero sí en gran parte para los aliados occidentales). "El principal monumento de la planificación de la posguerra es la propia Europa", escribe Buruma. Quizá debido a los evidentes problemas económicos actuales del continente, se muestra demasiado reacio a conmemorarlo. Con todo, que hoy se pueda atravesar a pie, en coche o nadando las fronteras de países que han combatido entre sí a lo largo de los siglos, sin ver una verja o un guardia fronterizo, es sin duda un logro extraordinario. Me gustaría que todas las guerras acabasen así. Adam Hochschild