Ilustración de Rubén Vique

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Letras

'La tele de Luis', el cuento inédito sobre los Juegos Olímpicos de Manuel Vilas

El escritor nos brinda un relato sobre un anciano que cambia de televisor cada cuatro años, coincidiendo con la celebración de las Olimpiadas.

30 julio, 2024 02:00

El pobre Luis estaba dudando sobre el número exacto de televisores que había tenido en esta vida. Todo a cuento de que hace poco tomó la decisión irrevocable de comprarse una televisión nueva para poder ver las Olimpiadas de París. No había nada en este mundo que lesgustase más que las Olimpiadas. Y como llevaba asistiendo desde hace unos meses a cursos de usuario de internet en el Centro de la Tercera Edad de Pozuelo de Alarcón, donde vivía, se sintió con ganas de hacer su primera compra online.

Pero cuidado: Luis no vivía en el Pozuelo de los chalets de los ricos sino en el de los pobres, el que se levantó en los años cincuenta con pisos feos y mal hechos, a Luis siempre le gustaba aclarar esto. Su calle se llamaba Dr. Cornago, y estaba cerca del ayuntamiento, donde daban las clases. Ayudado por un profesor joven que se llamaba Rafael, un chico amable, de aspecto alternativo, y desde el ordenador del Centro, compró un nuevo televisor en Amazon, que estaba a un precio inigualable: 199 euros y una pantalla de 40 pulgadas.

Esas 40 pulgadas acababan de llegar a su piso de la calle Dr. Cornago en un complicado embalaje que un señor latinoamericano muy simpático había traído hasta su domicilio. Luis le señaló el lugar donde quería que instalase el aparato, pero el señor repartidor, con una gran sonrisa en los labios, dijo que él solo era un intermediario y se marchó como por ensalmo una vez que le hizo firmar un garabato en una pantalla.

Consiguió como buenamente pudo desembalar el enorme paquete, ayudado de la tijera de la cocina que tenía restos de haber cortado una pechuga de pollo del día anterior. Maldita sea, dijo, ahora hay pollo en esta maravillosa caja.

Desistió de sacar la pantalla del televisor, pesaba mucho, y pensó en que podría caérsele de las manos; por nada del mundo pondría en peligro su nuevo y flamante regalo. Se sentó en el sofá a contemplar la caja.

Y es entonces cuando se ensimismó en la duda con la que comienza este cuento. El primer televisor lo compró en 1965, porque toda la familia se hizo una foto junto al televisor y la foto es de ese año. La foto está en casa, pero no tiene ni fuerzas ni ganas de verla. De tener fuerzas las emplearía en volver a intentar desembalar la televisión. En esa tele vio reportajes sobre las Olimpiadas celebradas en Ciudad de México en 1968. Entonces solo daban resúmenes. Pero ya era ver algo.

Parecía magia, 1968, al otro lado del mundo, pero en blanco y negro. En 1972 se compró un Werner en color para ver las Olimpiadas de Múnich. Le costó cien mil pesetas. Siempre en su piso de Pozuelo, con su mujer Rosa y su hija Marta, porque es allí donde ocurrieron todas las Olimpiadas de estos últimos sesenta años. Ninguna de las dos mujeres de su vida están ahora con él, si estuvieran tal vez ellas sabrían qué hacer con semejante embalaje.

¿Por eso le gustaban tanto las Olimpiadas? ¿O las Olimpiadas eran un pretexto para cambiar de televisión cada veinte años?

A Rosa también le encantaban las Olimpiadas. En 1984, y para ver las Olimpiadas de Los Ángeles, se cambió a una Telefunken, con colores última tecnología. Y allí estaban los tres, Rosa, la veinteañera Marta y Luis, viendo, allí vieron a Carl Lewis demoler el mítico muro de los 10 segundos en la prueba de los 100 metros. Y ahora Luis pensaba también en Jesse Owens en 1936, en Berlín, pero entonces no existía la televisión, y él solo llevaba seis años en este mundo, pero estar en este mundo sí lo estaba cuando Owens dejó en ridículo a Adolfo Hitler.

¿Por eso le gustaban tanto las Olimpiadas? ¿O las Olimpiadas eran un pretexto para cambiar de televisión cada veinte años? No, todos aquellos prodigios de hombres y mujeres estaban significando algo. Tal vez sea lo único sobrenatural que Rosa, Marta y Luis vieran en esta vida: esos cuerpos desafiando a la gravedad, a los límites de la naturaleza. Puede que fuesen los únicos ángeles que vieron en sus vidas.

¿Llamo a Michael Phelps para que me ayude a instalar la televisión? Se llevó 8 medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Pekín del 2008

El pobre Luis nunca desafió ningún límite de la naturaleza, se ríe ahora. Consiguió extraer el manual de instrucciones de la caja de cartón. Venía envuelto en un montón de plásticos. Fue en la de Atenas cuando se compraron una televisión plana, una LG. Y mira que le extrañaba que una marca tuviera solo dos letras. Y que la tele no tuviera culo, porque todos los seres y las cosas tienen culo. Y 101 medallas se llevó Estados Unidos en Atenas, se acuerda por el número capicúa. Qué bueno es ser estadounidense en una Olimpiada. Todas las medallas del mundo. Eso sí que es un país. Los mejores deportistas, los mejores ángeles del cielo.

Y ahora qué hago yo frente a este manual de instrucciones que está en inglés y en chino, porque los chinos ganan un montón de medallas, por eso está en chino el manual de instrucciones, porque la gente cambia de tele para ver las Olimpiadas. Antes no estaban en chino esos manuales porque China no ganaba tantas medallas. Y a quién llamo yo para que me instale esta televisión. ¿Llamo al nadador Michael Phelps para que me ayude a instalar la televisión? Se llevó 8 medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Pekín del 2008. Se acuerda por el número 8.

Para eso existen las televisiones y las Olimpiadas, para distraerte de las penas de la vida y de la gente que se fue y te dejó viendo la tele a solas.

Va cayendo la tarde y la televisión sigue dentro de la caja. También se acuerda del 2008 porque a finales de ese año tuvo que meter a Rosa en una caja, eso sí, mucho más grande que esta, y no de cartón sino de madera y no la compró por internet sino en la funeraria San Braulio. A los viejos solo nos queda la televisión. Pero qué clase de viejo estúpido sería capaz de comprarse una televisión en Amazon. Si abajo tengo al pobre Umberto, con su tienda “electrodomésticos Umberto”, menudo nombre de tienda. En los ochenta le puso un lema que decía “Umberto, de teles y neveras, el gran experto”.

Las últimas olimpiadas que vio con Marta fueron las de Tokio. Luego vino el cáncer fulminante y veloz. Tal vez para eso existen las televisiones y las Olimpiadas, para ver misteriosos cuerpos en el aire, para distraerte de las penas de la vida y de la gente que se fue y te dejó viendo la tele a solas. Pero cómo demonios monto esta televisión si no sé ni levantarla. Tendré que suplicarle al hijo de Umberto, quien me pondrá verde por no haberle comprado a él la televisión, pero lo hará porque adoraba a Marta. Y estas serán las primeras Olimpiadas que veré sin nadie a mi lado.

Pero estarán ellos, todos esos seres de decenas de países haciendo proezas para mí solo. Y yo los veré, suplicatorio al hijo de Umberto mediante, con una foto de los tres juntos al lado del televisor nuevo. Seguro que me cobra por instalármelo. Lo mismo llamo a Rafael, que me lo conectará gratis, pero dónde encuentro yo ahora a Rafael, y cualquiera sabe dónde vive ese Rafael, que tanto me animó a beneficiarme de una Telefunken de 199 euros.

Pero si yo ya había tenido una Telefunken una vez. Claro que esta será maravillosa, seguro, mil veces mejor. Y así me sentiré acompañado de cientos de hombres y mujeres viviendo un segundo de gloria por mí, que nunca lo viví. Y por Rosa y Marta, que tampoco lo vivieron.