Un millón de gotas
Víctor del Árbol (Barcelona, 1968) ha planteado y desarrollado una novela de largo aliento, que comienza con el relato de algunos hechos propios de la novela de intriga -el asesinato de un niño, la muerte violenta de un maleante, el aparente suicidio de una policía- para alejarse pronto de los esquemas previsibles y desplegar una amplísima red de relaciones que va reconstruyendo la compleja historia de una familia, cuyas vicisitudes actuales, situadas entre los años 1967 y 2002, tienen su punto de arranque mucho antes, cuando el joven Elías Gil, hijo de un fervoroso comunista asturiano, es enviado como becario a Moscú en 1933 para concluir allí sus estudios de ingeniería.
La actualidad se centra en la vida barcelonesa del abogado Gonzalo Gil -hijo de aquél- y su familia, y los capítulos dedicados a ellos alternan con otros que, en prolongadas analepsis, retrotraen al lector a las andanzas de Elías Gil en el Moscú bolchevique, donde tanto él como otros becarios extranjeros acaban por ser detenidos como conspiradores contra el régimen de Stalin y sufren persecuciones, torturas brutales y el internamiento en inhóspitos campos siberianos, donde la vida humana se convierte en algo insignificante y la delación indigna es el único remedio para paliar el hambre y las privaciones cotidianas.
Siguiendo una tradición literaria bien conocida, que va desde los Recuerdos de la casa muerta, de Dostoievski, hasta el Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn, el autor, que no ahorra detalles en la descripción de atrocidades y miserias de todo tipo, perfila con acierto diversos tipos, como los becarios Claude, Michael y Martin, el brutal Igor -personaje de villano de aristas excesivamente acentuadas- o la delicada Irina. Todos ellos prolongarán su presencia más allá del cautiverio, serán determinantes en la vida posterior de Elías Gil y conformarán el destino ominoso de sus hijos, ya en España, donde las actividades del policía Alcázar -con una historia personal ligada también a Elías Gil- añaden complejidad al pasado que gravita sobre ellos, a pesar de ciertos datos y personajes tópicos, como el desliz de Lola o las actividades de su poderoso padre.
El tupido entramado de relaciones y sucesos de esta novela la sitúa en la línea del relato de folletín -de bien probada eficacia-, muchas de cuyas características se encuentran aquí presentes: variedad de escenarios y personajes, preferencia por la selección de hechos truculentos -venganzas, crímenes, torturas, violaciones-, junto a descubrimientos sorprendentes, viejas historias familiares encerradas en cartas, fotos y medallones, inesperadas anagnórisis y, en suma, todo lo que sirve para mantener sin desfallecimiento alguno la atención del lector. Folletín, si, pero de buena calidad, y actualizado con algunos motivos de hoy, como la actuación de las mafias del Este.
Del Árbol no alcanza la sublimación barojiana del género -para ello necesitaría, entre otras cosas, menos artificio, más concisión y naturalidad en el retrato de personajes-, pero ha construido minuciosamente y con habilidad las acciones que, situadas en tiempos y lugares distintos, van convergiendo hasta alcanzar un medido final. Además, ha logrado que todo ello tenga la homogeneidad que le proporciona una visión del mundo en que los valores predominantes son la ambición, el egoísmo, el dominio de la traición sobre lalealtad. Poquísimos personajes escapan a la degradación de las conductas.
Otra grata observación: aunque con una tendencia a la demasía explicativa y a la prolijidad, el autor cuida el lenguaje. Sólo cabría reprocharle algunas erróneas elecciones léxicas: Luis tiene “un aire aposentado” (p. 58); o bien: “encontré fuerzas redomadas para trabajar” (p. 63), “reclamo” (p. 290) por ‘reclamación', o “el edificio [...] era de una blancura nuclear” (p. 552). Y alguna frase chirriante: “Podía esperar a la enfermera o podía tratar de alcanzar la corredera y regresar a la sala de espera” (p. 267).