Image: Eduardo Zamacois, el escritor derrotado

Image: Eduardo Zamacois, el escritor derrotado

Letras

Eduardo Zamacois, el escritor derrotado

La Fundación Banco Santander publica un volumen con obras escogidas y parte del epistolario de este autor, último de la Generación del 98, maestro de articulistas y considerado el inventor de la novela corta de quiosco

16 junio, 2014 02:00

Zamacois y el periodista argentino Rodolfo Schelotto en 1969. Foto: Archivo Fundación Banco Santander.

En un reproche que le dirigió a Baroja está la raíz de lo que para Eduardo Zamacois (Pinar del Río, 1873 -Buenos Aires, 1971) fue la literatura: "No conoce América, y yo, que le estimo, querría persuadirle de que hablar de América o de la misma Europa desde la Puerta del Sol es una temeridad". Por eso Zamacois viajó. Casi cien años chisporroteando, que diría Unamuno. Apenas arrancaba el siglo XX y este escritor español, nacido en Cuba como un último fleco perdido de la Generación del 98, ya andaba empotrándose en cárceles para escribir de los presos (Los vivos muertos, 1929), viajando a guerras y describiendo, escribiendo su siglo, que fueron casi dos. Documentarse era para él, y así lo dijo, "un noble prurito para escribir mejor". Murió a los 98 años y a los 70 tuvo su primer trabajo fijo, como funcionario. "De las cinco horas que estoy en la oficina, empleo tres o cuatro en escribir mis memorias", declaró. Esas memorias de un hombre que se va acaso sean su mejor y más reconocido legado literario. "Son de las pocas memorias escritas, de verdad, de memoria", dice Gonzalo Santonja, encargado de seleccionar, para la Fundación Banco Santander, parte de lo mejor del autor en un volumen titulado Eduardo Zamacois. Cortesanas, bohemios, asesinos y fantasmas.

Santonja aprieta en estas páginas una obra monstruosa, inaprensible de cerca de 130 libros (y dejó de escribir novelas treinta años antes de morir), miles de artículos y cartas y conferencias. "He escrito un conato de libro", explica el antólogo, cuya introducción, de sesenta páginas, parecía lo menos que se podía decir de este torbellino lopesco, excesivo. Zamacois fue un hiperactivo. Hombre de letras e ideas. Escritor que, como dice Santonja, "encontró sosiego dentro de su atropellamiento". Ruano escribió de él que "había recorrido el mundo y traído a la literatura española el naturalismo francés y la fórmula de la novela erótica". Fue autor de novelas galantes y precursor de los culebrones, pero también cuentista, cronista y dilapidador mecenas. Desmedido, tuvo siempre una mujer y dos amantes. Mantuvo tres casas y en ninguna paraba demasiado. Umbral lo llamó por carta "querido maestro", y lo hizo después de que Zamacois volviera a España, ya con la apertura de Fraga, y con las mismas, sabiéndose olvidado, se volviera a ir. Su nombre había vuelto a sonar, por entonces, gracias a Federico Carlos Sainz de Robles, que lo reputó como uno de los escritores que "más ha influido, entre 1907 y 1936, sobre las generaciones siguientes". "Fue un hombre de gran dignidad -comenta Santonja-, un hombre que, cuando intuía que su tiempo en algún sitio se acababa, no dudaba en irse". El autor de Mortal y rosa le dijo que en España no lo habían olvidado del todo; pero Zamacois, republicano y liberal, que había salido de Barcelona a la vez que entraban los nacionales, no quiso quedarse.


El escritor durante su visita a España, en 1969.

Sobre la Guerra Civil escribió su última novela, El asedio de Madrid, de 1938, que fue casi al completo destruida por el régimen. Hoy queda un ejemplar en el archivo de Salamanca. Después de la guerra marchó a América: en Nueva York fue actor de doblaje y vivió la "esclavitud" de la redacción del Reader´s Digest; escribió, a saltos entre países y amparado en su nacionalidad cubana, en centenares de periódicos de todo el mundo por los que se derramaba para obtener un jornal con que vivir. Escribir y cobrar, y desayuno, comida y cena: lo de siempre. Al final quizás se arrepintiera un poco de tanta literatura mercenaria. "He sido un escritor derrotado por la vida", escribió, sabiendo, quizá, que si uno se para un poco acaso sea más fácil asentar la obra.

Este volumen que ahora se presenta incluye novelas y cuentos, una galería de contemporáneos, algo de su teatro galante y un generoso epistolario por el que desfilan Gómez de la Serna, Negrín, Margarita Nelken o el citado Umbral. En su galería posan, veloces también, los perfiles de muchos de aquellos que pusieron pluma a su cargo, al de Zamacois, quien propició, por una de las muchas ideas luminosas que tuvo en vida, la profesionalización de escritores gracias a la revista El cuento semanal. La publicación llegó a tener 60.000 lectores y allí daban adelantos de sus obras Valle-Inclán o Baroja, y publicaban cuentos y novelas cortas otros muchos. Zamacois, dotado de la capacidad irónica del mejor articulismo, los conoció muy bien a todos y de su cercanía a aquel vivero de talento se nutren sus suculentos perfiles, abanico de anecdotarios con crítica, como ha de ser en todo escritor de periódicos. En su opinión, por ejemplo, de Unamuno ("Ego, Unamuno", a quien no perdonó que glosara la muerte de su querido Valle así: "Reconozco que no le faltaba cierta imaginación") cabría decir lo que de Diderot, parlante incansable, dijo Voltaire: "Es un hombre que ignora el placer de dialogar". De Baroja escribió: "Confunde deplorablemente la ironía con la bilis". De Benavente, cuyo perfil comienza, a lo Camba, con una deliciosa escena costumbrista de café, ensalza su fructífera ambición. Y de Valle recrea una extraordinaria (y mítica, como cualquier anécdota atribuida a Valle) escena en que lo aborda su supuesto hijo ilegítimo, un tal Dorio de Gádex, y el autor de Luces de bohemia lo despacha con feroz ironía para seguir paseando con Baroja.

Todo en la vida de Zamacois es digno de armar una novela. Vivió rapidísimo y murió muy viejo, pero con plena lucidez en Buenos Aires, mientras apuntalaba sus memorias. Su familia está desperdigada por el mundo y en ella, mirando a cualquier rincón de su foto es posible encontrar a trapecistas, pintores, artistas de todo tipo e, incluso, a un misterioso domador de fieras muerto en las fauces de un tigre de la India. En esa extraordinaria y excesiva vida está, qué duda cabe, la fuente de su literatura.