Qué verguenza (4)
Descubre el emotivo final del relato Qué vergüenza, que junto con otros ocho cuentos conforma el primer libro de la chilena Paulina Flores, disponible en las librerías desde el 13 de septiembre de la mano de Seix Barral.
- Primera parte
- Segunda parte
- Tercera parte
"¿Me da un segundo?", dijo el hombre sonriendo. Se paró y fue hacia la puerta. La abrió un poco y entonces una voz femenina -ellos no se volvieron para ver quién era- murmuró algo y él contestó también murmurando. Cerró la puerta.
"Claro, claro -dijo mientras volvía al escritorio-. Es la primera vez. Se nota. Pero no tiene de qué preocuparse, sus hijas son preciosas. Les van a encantar a las marcas. Tienen... tienen la expresión que necesitamos."
"¿Mis hijas?", dijo el padre.
"Claro. No debe ser la primera vez que se lo dicen."
Simona giró la cabeza hacia su padre y se mordió la lengua. Vio como se hundía unos centímetros en la silla, con la cara roja y la boca desencajada. Vio que entrecerraba los ojos, como si necesitara enfocar bien. Al igual que ella, estaba sorprendido, amargamente sorprendido, y Simona sintió que se le encogía el corazón y que también el gran cuarto donde estaban comenzaba a encogerse. Como esas salas de torturas de las películas de Indiana Jones, donde paredes con cuchillos van estrechándose amenazadoramente, aprisionando a los protagonistas.
"Preciosas. Un encanto. Mira la sonrisa de esta chiquitita -dijo el hombre fijándose en Pía, que sonreía cocoroca ante tanto piropo-. Apuesto a que la sacó de la mamá."
"Mis hijas", repitió el padre para sí, casi en un susurro.
"Sí, sus hijas -dijo el hombre, confundido. Tal vez había metido la pata hablando de la madre-. Bueno, vengan de donde vengan esos genes, son maravillosos", agregó para arreglar la situación.
"Sí, mis hijas -volvió a decir el padre, e intentó disimular la sorpresa-. Son preciosas", añadió en un tono cariñoso, pero sin suficiente orgullo.
"Entonces... ¿Con quién partimos la sesión? La chiquitita tiene cara de querer ser la primera."
"Sí. Lo que usted diga. Con ella... pero... sabe...-hizo una pausa y forzó una sonrisa-. Es que no ando con efectivo en este momento, tendría que ir a sacar a un cajero. Voy a sacar plata al cajero y regresamos para hacer las fotos."
"Si quieres, puedes dejarlas aquí. Mientras hacemos la sesión, vas al cajero."
"No, no puedo dejarlas solas, ya sabe..., su madre... me mataría -se excusó, y soltó una risita torpe-. Pero vamos y volvemos."
El hombre suspiró y luego tensó la boca hacia un lado.
"Entiendo", dijo molesto. Otra vez lo hacían perder su tiempo. Se puso de pie, y el padre y Simona lo imitaron al segundo. Pía siguió sentada un momento más, arremangándose el vestido, sonriente. El hombre caminó rápido hasta la puerta y les indicó el evidente camino a la calle. No mencionó que había un cajero en la bencinera que estaba en la esquina. Sabía que no iban a volver.
La puerta se cerró y los tres bajaron las escaleras en silencio. Simona se mordía los labios. Tenía un nudo en el estómago, sentía el cuerpo débil, y pensó que en cualquier momento se caería escalera abajo. No tenía dónde afirmarse porque no había baranda y su padre iba del lado de la pared. Pegado a la pared. También parecía como si se dejara caer. Pero sus pasos no eran inestables. Eran firmes o por lo menos poseían una pesadez y violencia que podían asociarse con la firmeza. Tenía la mirada fija en el suelo, llevaba los puños apretados y se pasaba la lengua por los labios. Ella pudo ver un hilito de saliva yendo de un lado a otro.
Quería decirle algo, pero no se atrevía. Sentía su enojo. Porque ya no estaba nervioso o tenso, algo se había liberado en él. Pero no algo bueno. No para ella. Estaba furioso. Ella casi podía escuchar los latidos del corazón de su padre golpeando. Instintivamente miró su cinturón de cuero. Pero no le provocó miedo, sino más tristeza, porque se veía gastado y viejo. Intentó tomarle la mano pero él bajaba cada vez más rápido, inalcanzable. No, no iba a mirarla ni a darle la mano. Y ella no podía resistirlo. Y la escalera parecía eterna.
Alejandro llegó al primer piso y abrió la puerta de golpe, y Simona recordó los golpes que daba cuando se encerraba en su pieza, y corrió escalera abajo para salir. Para seguir junto a él. No podía quedarse fuera otra vez.
Al salir, los rayos del sol le pegaron en los ojos y le dolieron; apenas pudo ver la figura de su padre, recortada oscura a contraluz.
"¿Ahora tienes tarjeta como la mamá?", preguntó Pía cuando por fin cruzó la salida. Él no levantó la vista y comenzó a buscarse algo en los bolsillos.
"¡Papá!", gritó de pronto Pía, tal como hacía cuando estaba muy nerviosa por un evento y se paraba en la ventana y gritaba: ¡Navidad! o ¡cumpleaños! También sentía la tensión y necesitaba que acabara pronto.
"Qué estúpido", soltó el padre y se tomó la cabeza con ambas manos. "¡Qué vergüenza!", gritó liberando su rabia. "¡Qué vergüenza!", dijo una vez más y volvió el rostro hacia Simona. La miró directo a los ojos, que eran de un café rojizo, iguales a los de él, y ella le mantuvo la mirada y por fin pudo ver el desprecio de su padre. "¡Qué idiota! ¡Qué estúpido! ¡Qué vergüenza!"
Se dio media vuelta y comenzó a caminar sin dejar de murmurar.
Simona quedó paralizada, con los ojos llenos de lágrimas. Su cuerpo tiritaba y creyó que el mundo se le venía encima, y que ella no podría cargar sola con él. Porque estaba sola. Se había equivocado. Había cometido un error terrible. Había avergonzado a su padre, y él nunca la perdonaría. Nunca la perdonaría. No volverían a cantar canciones, no la sorprendería con cosquillas. Lo había arruinado, se dijo, y justo cuando sentía que todas las tristezas de la tierra caían sobre su cabeza, apareció frente a ella el rostro redondo de su hermana pequeña.
Tenía los ojos muy abiertos, desconcertados, temerosos. Y entonces Simona la observó. Observó a su hermana como nunca antes lo había hecho, y sintió lástima por ella, aún más lástima de la que sentía por sí misma. Porque sabía que su hermana no comprendía lo que pasaba y ella sí. Esa tarde no habría papas fritas. Y eso bastó, eso fue todo. La tomó de la mano, firmemente, y así emprendieron el camino a casa, siguiendo los pasos rápidos de su padre, Bellavista abajo.
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