Escritores decadentes, ¿el fin de la burguesía?
Es curioso como a veces la historia traza ciertos paralelismos sutiles que imbrican, unas con otras, épocas a priori completamente dispares. Mucho se habla desde hace tiempo en nuestra sociedad del fin de la clase media, de la paulatina desaparición de unos valores conformados durante más de un siglo que han proporcionado una amplia estabilidad social y moral a varias generaciones. La idea suena fantástica como concepto apocalíptico, pero como ocurre con casi todas esas brillantes ocurrencias que parecen fundamentales, el concepto ya estaba inventado, claro. Igual que las crisis son cíclicas, los procesos de rebelión y contención social, en todos los ámbitos de la vida también se repiten una y otra vez. Aquello que la física llama principio de acción y reacción. Y como todas las artes, la literatura nunca es ajena a la temperatura de una sociedad. Si en la actualidad, como afirma el editor Jacobo Siruela, "todos somos, de alguna forma, lectores decadentes, porque pertenecemos y respiramos en una época confusa y profundamente cínica, a un mundo decadente que declina", qué puede haber más pertinente que mirarnos en el reflejo de quienes nos precedieron.
Este es su objetivo al recopilar, junto a Jaime Rosal, la veintena de textos que componen la antología El lector decadente (Atalanta), toda una reivindicación literaria y estética que reúne algunos de los escritos paradigmáticos de la florida constelación decadentista francesa y británica. Dividido en ambos países y arropado por las ilustraciones del pintor simbolista Odilon Redon y del incalsificable y prolífico Aubrey Beardsley, que también cuenta con capítulo propio, el volumen supone la puesta en valor de autores como Théophile Gautier, Barbey d'Aurevilly, Villiers de L'Isle-Adam, J.-K. Huysmans, Marcel Schwob, Léon Bloy, Stéphane Mallarmé, Octave Mirbeau, Oscar Wilde o Max Beerbohm, escritores que se rebelaron de múltiples formas contra el mundo que fue implantando la Revolución Industrial y declararon una guerra sin cuartel a la mentalidad materialista que rigió los nuevos valores de la rancia burguesía y contra la hipócrita y arcaica moral pública de la época.
Del mismo modo, se opusieron impetuosamente a los usos literarios del movimiento predominante de su tiempo, el encorsetador y cerril naturalismo, ávido de realidad, lo que provocó que fueran designados peyorativamente por la crítica de la época como "Los decadentes". Tras años de ostracismo y desprecio, "leídos hoy con más perspectiva, la que ofrece la relativización de la posmodernidad, vienen a ser, si atendemos a sus pulsiones estéticas literarias, los primeros autores netamente modernos, es decir, los precursores de las vanguardias", opina Siruela. Pues para el editor, la miríada de temas decadentes, como "los artificios metropolitanos, el sexo, las drogas, cualquier clase de rebelión o perversión pasajera, o bien a la dependencia más decadente de todas, la tecnología, tienen su fiel reflejo en nuestros días", no han perdido ninguna vigencia.
Precursores de las vanguardias
Pero para comprender la génesis de este movimiento, más bien una estética difusa que impregnó la atmósfera del llamado fin de siècle e implicaba no sólo una pulsión artística, sino también una forma de vida, debemos retrotraernos a la convulsa Francia de finales del XIX, decepcionada y perdida tras la derrota en la batalla de Sedán y la caída de Napoleón III. Este sentimiento de frustración social cristalizó en un movimiento literario que rompió con la tradición del naturalismo para continuar la senda abierta por Baudelaire, primer impulsor de las ideas fundacionales modernas. En 1886 Anatole Baju funda el periódico Le Décadent haciendo suyo el malicioso apodo que la crítica proporcionaba a los escritores de la nueva escuela. En un editorial, el periodista afirmaba: "Disimular el estado de decadencia al que hemos llegado sería el colmo de la insensatez. Religión, costumbres, justicia, todo se desmorona, o mejor: todo sufre una transformación ineludible. La sociedad se descompone bajo la acción corrosiva de una cultura delicuescente. El hombre moderno está hastiado".
"En realidad, los decadentes están hastiados de escepticismo, como presumiblemente puede estarlo cualquier mortal pensante en épocas de decadencia. Abominan de la política y de las ideologías, demasiado infectadas y sumidas en la mediocridad", afirma Siruela. Por ello, frente al crudo realismo de la literatura costumbrista, defendieron una poética y un lenguaje sofisticados y transgresores en el terreno estético y moral, que celebraba todos los excesos y asumía la orgullosa marginalidad del artista como un imperativo, preconizando así la mezcla de irracionalismo y libertad creadora que caracterizaría la era de las vanguardias. Como sentenciaría Gautier, "decadencia, es ese punto de madurez extrema en el que las civilizaciones envejecidas determinan el curso de sus soles oblicuos: estilo ingenioso, complicado, erudito, lleno de matices y búsquedas".
La mayor parte del libro se ocupa, en buena lógica, de quienes acuñaron el término, que haría fortuna no sólo en Gran Bretaña, donde alcanzaría su mayor eco en la década de los noventa, sino también en otras naciones europeas y americanas en las que el imaginario decadentista tuvo seguidores entusiastas, como Gabriele D'Annunzio, Rubén Darío, el primer Valle-Inclán, César Vallejo u Horacio Quiroga, e incluso, según Rosal, "su postura nostálgica resulta similar, salvando las distancias, a la adoptada en España por la generación del 98, ya que nace de una misma sensación de pesimismo, que surge del drama de una sociedad que se enfrenta a su declive, privada de cualquier esperanza en el futuro, cuyo epítome, para que nos entendamos, bien pudiera ser el Imperio romano".
Romper con los maestros
Si ya queda dicho que Baudelaire fue la espita que abrió la modernidad, por ello el libro abre con tres poemas en prosa tomados de El spleen de París, la irrupción del decadentismo se pone definitivamente de relieve con la novela A contrapelo, de Joris-Karl Huysmans, naturalista y discípulo de Zola en sus inicios, que es el manifiesto del decadentismo por excelencia y cuyo protagonista, Jean Floressas des Esseintes, inspirado en Robert de Montesquiou, modelo también de Proust, se convertiría en el más genuino icono de la nueva sensibilidad. En la novela, que le valió duras discusiones con el padre del naturalismo, quien le acusaba, no sin razón, de atacar la literatura (la única que él entendía), Floressas des Esseintes, paradigma del dandi, se enfrenta al conformismo moral y a los prejuicios sociales mientras juzga la hipocresía de los valores de la libertad y el progreso de sus días, que considera un simple medio para la explotación de las clases humildes.
El espíritu ácrata, el eclecticismo y la ductilidad de los decadentistas, hace que sus nombres se repartan por los difusos contornos de movimientos como el simbolismo o el parnasianismo, si bien disfrutan de una serie de rasgos comunes. Por ejemplo, la búsqueda de lo aristocrático, lo pretencioso y lo oriental como epítome de lo exótico encuentra un ejemplo excelente en El Jardín de los Suplicios de Mirbeau, o sus desmedidos empeños por alcanzar una estética altamente refinada y su artificiosa originalidad, que los aparta de los modelos clásicos, y se manifiesta en Los cantos de Maldoror de Isidor Ducasse, conde de Lautréamont , una verdadera biblia del malditismo, reconocida por los surrealistas como uno de los más claros antecedentes de sus escarceos con el subconsciente.
También exploran y explotan las zonas más ocultas y oscuras de la mente humana a través de recursos como las drogas, cuyos efectos se plasman con impúdico detalle en El club de los hachisinos de Gautier o en los Cuentos de un bebedor de éter de Jean Lorrain, el sexo , que ocupa todas las gamas y filias, o un morboso gusto por el crimen y el horror recogido en narraciones como Las muertes extrañas de Jean Richepin, La felicidad en el crimen de Barbey d'Aurevilly o los Cuentos crueles de Villiers de L'Isle-Adam.
Herederos y continuadores
El decadentista era un escritor de vuelta de todo, caracterizado por una enfermiza sofisticación en lo artístico, el equivalente al dandi en lo social, uno de cuyos modelos será Oscar Wilde. Porque si fue París la urbe que inauguró y fecundó esta nueva sensibilidad artística, Londres se sumaría a ella en la última década del siglo XIX, aunque William Beckford, de quien el volumen recoge fragmentos de dos cartas en calidad de precursor, ya hubiese anticipado rasgos muy similares a finales del siglo XVIII. Inspirados en la fórmula del art pour l'art, bandera del parnasianismo, florecieron nuevos modos de expresión artística, capitaneados por Wilde, y seguidos muy de cerca por Max Beerbohm y Aubrey Beardsley, que desafiaron las convenciones del gusto y la moral victorianas, y que tendrían su más perfecto colofón a principios del siglo XX en el siempre desmesurado Aleister Crowley.
En su viaje a las islas, la antología incluye junto al apóstol y mártir del esteticismo, Oscar Wilde, representado por el prefacio de la novela El retrato de Dorian Gray, el drama Salomé y una colección de sus ingeniosos aforismos, al excéntrico conde Stenbock, muerto de cirrosis a los 35 años, al casi secreto pero muy admirado Max Beerbohm, cuyo artículo En defensa del maquillaje, "en el que se trata en un tono elevado y erudito algo tan trivial como el maquillaje", supone para Siruela, "una obra maestra de la ironía", y al ya mencionado Beardsley, representado por la nouvelle, ilustrada por él mismo, La historia de Venus y Tannhäuser.
Además, el volumen cierra, como decíamos, con un invitado algo extemporáneo, el mago Aleister Crowley, que cierra el libro con un texto tardío sobre la absenta, la mítica diosa verde de los bebedores del fin de siglo, tan ensalzada por Baudelaire, en lo que supone un más que pertinente cierre de círculo. Un recorrido, que, como reivindica Siruela y en contra de los dogmatismos aprendidos, nos muestra que "la época moderna no tiene un solo rostro, directo heredero de la Ilustración, sino que ha venido escenificando a lo largo del transcurso histórico una lucha de contrarios entre, por un lado, las ideas que impulsan el progreso, y su opuesto, el arquetipo del Romanticismo, que ha dado pie a las continuadas y multiformes revoluciones artísticas, llamémoslas simbolismo, decadentismo, arte abstracto, surrealismo... Es decir, de todas aquellas reacciones interiores artísticas del ser humano, que frente a los aspectos negativos del progreso han propugnado una revolución interior del espíritu".