Recuerdos durmientes
Patrick Modiano
15 junio, 2018 02:00Patrick Modiano. Foto: C. Hélie/Gallimard
A partir de la próxima semana, junio es Modiano gracias a la aparición de Recuerdos durmientes, su primer libro tras el Nobel de 2014, de la pieza teatral Nuestros comienzos en la vida, y a la recuperación del guión de Lacombe Lucien (Anagrama). El Cultural adelanta hoy los mejores tramos de Recuerdos durmientes, unas memorias íntimas en las que el narrador francés confirma lo que celebró la Academia sueca al concederle el premio, ese “arte de la memoria con el que ha evocado los destinos humanos más difíciles de retratar”. Aunque ese destino sea el suyo, y el misterio que intenta ocultar resulte, como es el caso, verdaderamente personal.
El día anterior había sucedido algo a lo que aludí veinte años después, en 1985, en el capítulo de una novela. Era una forma de quitarme un peso de encima, de dejar constancia por escrito de algo así como una confesión a medias. Pero veinte años era un espacio de tiempo demasiado breve para que algunos testigos hubieran dejado de existir y no sabía cuál es el plazo para que la justicia deje de perseguir a los culpables o a los cómplices y los cubra definitivamente con el velo de la amnistía y del olvido. Esa mujer con quien me había encontrado por primera vez pocas semanas antes y cuyo nombre no me decido a decir -aún desconfío, pasados cincuenta años, de los detalles demasiado concretos que podrían permitir identificarla- me llamó, muy entrada la noche, en aquel mes de julio de 1965, para decirme que había ocurrido un «accidente» en el piso de Martine Hayward, en el número 2 de la avenida de Rodin, donde nos habíamos conocido y donde se reunían los domingos por la noche personas variopintas a quienes la tal Martine Hayward llamaba «los noctámbulos». Me rogaba que acudiera. En el salón del piso estaba tendido en la alfombra el cuerpo de Ludo F., el personaje más turbio de aquella pandilla de «noctámbulos». Lo había matado «por accidente», me decía, al manipular un revólver que había «encontrado en una de las baldas de la estantería de los libros». Me alargaba el arma, que había vuelto a meter en la funda de ante. Pero ¿por qué estaba aquella noche sola con Ludo F. en el piso? Me lo explicaría todo «en cuanto estuviéramos lejos de allí, al aire libre». Sin pulsar el automático de la luz de las escaleras, la cogí del brazo y la ayudé a bajar en la oscuridad, lo que era preferible a usar el ascensor. En la planta baja había luz detrás de la puerta acristalada del portero. Tiré de ella hacia la puerta cochera y, en el momento en que pasábamos delante de la portería, salió un hombre moreno, de corta estatura y con el pelo a cepillo. Nos miraba en la penumbra mientras yo intentaba abrir a tientas la puerta cochera. Estaba atrancada. Al cabo de un instante -y ese instante se me hacía interminable-, vi en la pared el botón que abría la puerta. Oí el chasquido y abrí. Hacía todos los gestos a cámara lenta para que fueran lo más precisos posible y no apartaba la vista del hombrecito con el pelo a cepillo, como si quisiera desafiarlo y permitirle que se le quedasen en la memoria mis rasgos faciales. Ella se impacientaba y la dejé pasar; luego, antes de seguirla, me quedé unos segundos quieto en el vano de la puerta clavando los ojos en el portero. Estaba esperando que se me acercase, pero él también estaba quieto, mirándome. El tiempo se detuvo. Ella se había adelantado unos diez metros y yo no sabía ya si podría alcanzarla de tan lento como era mi paso, cada vez más lento, con la sensación de ir flotando y de descomponer el mínimo movimiento. Estábamos llegando a la plaza de Le Trocadéro. Las dos de la mañana más o menos. Los cafés estaban cerrados. Yo me notaba cada vez más tranquilo y respiraba cada vez más hondo, sin necesidad de ninguno de esos esfuerzos de concentración que suelen hacerse durante los ejercicios de yoga. ¿De dónde venía tanta tranquilidad? ¿Silencio y aire cristalino en la plaza de Le Trocadéro? Aquel aire me parecía tan suave y helado como el de las pendientes de Alta Saboya. Seguramente me estaba influyendo la obra que llevaba leyendo unos cuantos días, Los sueños y cómo dirigirlos de Hervey de Saint-Denys, que fue toda esa temporada uno de mis libros de cabecera. Me daba la impresión de que le había contagiado a ella mi calma y ahora andaba con el mismo paso que yo. Me preguntó adónde íbamos exactamente. Era demasiado tarde, tardísimo para volver a Montmartre, al Hotel Alsina, o a casa de ella, en Saint-Maur-des-Fossés. Divisé el rótulo de un hotel al principio de todo de una de las avenidas que daban a la plaza de Le Trocadéro. Pero seguía llevando en un bolsillo de la chaqueta el revólver en su funda de ante. Busqué una boca de alcantarilla donde poder tirarlo. Como lo tenía en la mano, ella me echaba miradas inquietas. Yo intentaba tranquilizarla. Estábamos solos en la plaza. Y si por casualidad alguien nos observaba desde la ventana a oscuras de un edificio, no tenía la mínima importancia. No podría hacer nada contra nosotros.Ahora siento remordimientos. Aunque no se me dé muy bien, me gustaría entender por qué la fuga era mi forma de vida
Cuando me acuerdo de aquel verano, me da la impresión de que se ha desprendido del resto de mi vida. Un paréntesis, o más bien unos puntos suspensivos. Unos años después, viví en Montmartre, en el número 9 de la calle de L'Orient, con la mujer a la que amaba. El barrio no era ya el mismo. Yo tampoco. Ambos habíamos recobrado la inocencia. Una tarde me detuve delante del Hotel Alsina, que habían convertido en una casa de pisos. El Montmartre del verano de 1965, tal y como creía verlo en el recuerdo, me pareció de pronto un Montmartre imaginario. Y no tenía ya nada que temer. Pocas veces cruzábamos la frontera por la parte sur, esa que marcaba el terraplén del bulevar de Clichy. Nos quedábamos en un sector bastante reducido por donde subía la calle de Caulaincourt. En aquel mes de julio éramos los únicos ocupantes de la terraza de Le Rêve, y por las tardes estábamos solos también algo más arriba, en la penumbra del San Cristóbal, a mitad de la cuesta de las escaleras de Lamarck-Caulaincourt. Hacíamos siempre los mismos gestos en los mismos sitios, a las mismas horas y bajo el mismo sol. Recuerdo calles desiertas en los días de canícula. Sin embargo, flotaba una amenaza en el aire. Aquel cadáver en la alfombra, en el piso del que nos habíamos ido sin apagar la luz... Las ventanas iban a seguir encendidas en pleno día, como una señal de alarma. Intentaba entender por qué me había quedado tanto tiempo quieto delante del portero. Y vaya idea la mía cuando puse en la ficha del Hotel Malakoff mi nombre, mi apellido y la dirección del piso, avenida de Rodin, 2... Se darían cuenta de que se había cometido un «crimen» esa misma noche en esa dirección. ¿Qué vértigo había padecido cuando estaba rellenando la ficha? A menos que la obra de Hervey de Saint-Denys, que estaba leyendo cuando ella me llamó para suplicarme que fuera a buscarla, me hubiera enturbiado la mente: estaba seguro de vivir un mal sueño. No corría ningún riesgo, podía «dirigir» ese sueño como deseara y, en caso de quererlo así, podía despertarme en el acto.Transcurrieron los días aquel verano, todos iguales. Al final nos olvidaríamos de aquel muerto del que ni ella parecía saber gran cosa