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Letras

Fran Lebowitz, mala leche y lucidez en Nueva York

En los ácidos textos de 'Un día cualquiera en Nueva York' la escritora habla del arte de sobrevivir en una metrópolis y de hacerlo con elegancia y con una sonrisa sarcástica siempre en los labios.

26 julio, 2021 09:06

Un día cualquiera en Nueva York
Fran Lebowitz
Traducción de José Luis Guarner y Alberto Cardín. Tusquets. Barcelona, 2021. 369 páginas. 20 €. Ebook: 9,99 €

Antes de empezar, una confesión: descubrí a Fran Lebowitz (Nueva Jersey, 1950) hace apenas un mes, en la serie documental dirigida por Martin Scorsese Supongamos que Nueva York es una ciudad: siete capítulos de treinta minutos en los que la escritora y humorista desborda vitalidad con su humor irreverente y su enorme mala leche. Toneladas de cigarrillos, de risas y complicidades con su amigo Scorsese, cantidades ingentes de amor y lucidez para hablar de Nueva York, la ciudad donde ha vivido desde sus dieciocho años, y también para historiar los cambios que ha sufrido desde los años setenta hasta nuestro actual siglo XXI.

Una contemporaneidad que en la serie la autora describe con dos imágenes; la primera, un muchacho manejando una bicicleta con sus dos codos, mientras come pizza con una mano y con la otra teclea un mensaje de texto. La segunda, los jóvenes que se le acercan a decirle que ojalá hubieran vivido la ciudad que ella vivió cuando recién llegó. Peligrosa y absorta, nostálgica y sin esperanza de un futuro mejor: así es Nueva York hoy, nos dice Lebowitz. La cronista risueña, en perpetuo cabreo y siempre con corbata, nos recuerda que hay hechos fundamentales de la condición humana que nunca cambian; por ejemplo, que “el infierno está en los otros”.

Voy de la serie al libro: Un día cualquiera en Nueva York es una colección de artículos que Fran Lebowitz escribió entre sus veinte y sus treinta años. Recién instalada en la ciudad, la joven autora decidió convertirse muy pronto en cronista de la vida neoyorkina. Testimonió por escrito su amor, inclemente y apasionado, por la historia y la suciedad de sus calles. Un registro sobre las costumbres de sus conciudadanos que la editorial Tusquets nos trae de nuevo para regocijo y placer de quienes no lo leímos antes. En el prefacio al libro, la Lebowitz de 1994 escribe: “[…] insto al lector contemporáneo —esa solitaria figura— a acoger estos escritos con el mismo espíritu con el que fueron inicialmente concebidos y con el que de nuevo se ofrecen: como estudios de Historia del Arte. Pero con una diferencia: una Historia del Arte moderna, de nuestro tiempo. Historia del Arte en plena gestación”.

Peligrosa y absorta, nostálgica y sin esperanza de un futuro mejor: así es Nueva York hoy, nos dice Lebowitz

Valga esta amonestación también para el lector de 2021. Porque un día cualquiera en el Nueva York de los años setenta es asombrosamente parecido a un día cualquiera en cualquiera de las ciudades que habitamos. Es cierto que en la actualidad no se puede caminar observando el suelo sin riesgo a morir arrollado por un ciclista atareado, pero si exceptuamos la afición de Lebowitz de leer los adoquines y las placas del pavimento (levantemos la vista, no sea que de verdad nos atropellen), la lectura de sus artículos provoca la extrañeza constante de estar topando con los males y las miserias de la vida cotidiana de nuestra época: los recibos de la luz y sus impagos, los pisos de alquiler y sus precios abusivos, los adictos al deporte que corren por la ciudad, la obsesión por la alimentación saludable.

La autora se mofa de los falsos poetas con pulsiones suicidas y de los charlatanes que aspiran a literatos sin escribir un solo párrafo; abomina del poliéster y de la música pop. Se parte de risa con los libros de autoayuda y con los talleres de realización personal. No deja títere con cabeza: ricachones ociosos y clubs de la tercera edad; los partidos de izquierda y los de derecha; la gente mal hablada y el feminismo aplicado a productos de mercado: el Primer Banco de la Mujer y las joyas reveladoras del estado de ánimo. Maldice encarecidamente la libertad de expresión; ¿les suena? esa manía de muchos de expresar sus opiniones sin que nadie les pregunte. Constantemente opiniones, ese ruido de fondo y el infierno de una sopa de pepino en un establecimiento para solterones.

¿Qué más cotidianidades destroza esta autora con su sarcasmo brutal? Lo cierto es que hace trizas todo lo execrable que uno pueda imaginarse de la vida urbana: critica los gritos y la música a todo trapo; la ropa con mensajes y los bohemios del Soho; se mofa de los artistas conceptuales y de los padres blandengues que generan monstruos. Reflexiona en torno a la necesidad y el deseo como piezas intercambiables que llevan a las personas a juntarse en colectivos, algo que a ella, solitaria y egotista y a su aire todo el rato, le parece fatal. Sus intereses son totalmente solitarios: fumar cigarrillos, tramar venganzas y abandonarse a la pereza. También da vueltas alrededor de la noción de persona: considera una abominación la excesiva importancia que se les concede a las identidades. Y yo, señora Lebowitz, no puedo estar más de acuerdo.

¿En qué nos diferenciamos? No en el nombre ni en el peinado, tampoco en lo que decimos. Las distinciones más significativas, nos dice, residen en la talla de nuestros zapatos y en cómo preferimos los huevos. Porque en el fondo, afirma, no somos más que copos de nieve derritiéndose al sol: quitémonos importancia, y si no, que nos parta un rayo. Lebowitz pelea contra el valor excesivo que se otorga a los científicos y a los bombones de chocolate. Horrorizada por la gente que tiene animales de compañía y horripilada por la moda de llevar pantalones de montar a caballo, Lebowitz sin embargo es también capaz de mostrar pequeños milagros y regalos de la vida pasajera. Por ejemplo, lo guapos y lo ardientes que son los brasileños de Río, la práctica de dormir hasta las doce del mediodía, las comilonas extraordinarias en restaurantes caros o la renuncia a hablar de política internacional.

En estos artículos escritos en los años 70 Lebowitz destroza una cotidianidad urbana que suena muy parecida a la que vivimos hoy en día

El arte de historiar el presente se manifiesta en la autora con una voluntad muy consciente de ser provocadora y divertida. Y ofrece un entretenimiento de alta gama, muy burgués y elegante, aunque es verdad que en su mirada también hay conciencia de clase. Una conciencia que cruza de un modo casi inaudible algunas de sus crónicas, pero que existe y que yo le agradezco. Inteligente y certera y en general simpatiquísima, tiende algunas veces a ser corrosiva de más, incisiva porque sí, gratuitamente mordaz. Que nadie me malinterprete, cuando digo algunas veces quiero decir unas pocas. Pienso que tal vez esta pequeña molestia que me provoca el libro en algunos momentos tiene que ver con un tono “club de la comedia” que ya está agotado, pero, claro, comprendo que no puedo olvidar que estoy leyendo textos de los años setenta, crónicas y ensayos de una humorista judía y neoyorkina que disfruta desafiando convencionalismos y riéndose de todo, empezando por sí misma.

Además, le perdono esos excesos de mordacidad porque adoro de Lebowitz la costumbre que tiene de hacer toda clase de listas para entender cuestiones fundamentales de la vida humana, como por ejemplo ¿en qué se distingue la opresión de la libertad? o ¿por qué son abominables los relojes digitales? De sus artículos se desprende que siempre ha sido una mujer valiente con un cigarrillo en una mano, una copa de vino en la otra y una mirada como un escalpelo, abriéndolo todo para analizarlo y burlarse de la estulticia contemporánea.

Un día cualquiera en Nueva York es un ensayo que habla del arte de sobrevivir en una metrópolis y de hacerlo con elegancia y con una sonrisa sarcástica siempre en los labios. Es el testimonio de una mujer henchida de entusiasmo, feliz de ser neoyorkina, enamorada perdida de la ciudad. Más allá de las anécdotas personales y de la primera persona, el libro emerge como parte de la historia de la ciudad y de sus habitantes. Literatura y memoria: territorios fundamentales para leer el presente.

Da igual si Nueva York o Madrid o si Palma de Mallorca: las ciudades también son copos de nieve bajo el sol. En ocasiones, la Nueva York de Lebowitz se parece a la de Woody Allen; en otras, se parece a la de Scorsese. Y juro solemnemente que a veces me parece estar viendo mi propia ciudad.