Música y nación, un matrimonio basado en la emoción
Como demuestra este documentado ensayo, música y nación están condenadas a confluir, porque comparten el cóctel de potencia emocional y vaporosidad conceptual
22 septiembre, 2021 09:23Nacionalismo y música clásica está escrito al alimón entre dos expertos: el musicólogo Matthew Riley, profesor de la Universidad de Birmingham, y el sociólogo e historiador Anthony D. Smith, histórico profesor de la London School of Economics y autoridad mundial en el asunto del nacionalismo. Smith murió poco después de entrar el libro en producción.
Este libro no es un vibrante relato del papel de los compositores en la creación de las naciones o en su defensa ni una relación de los himnos-hamelín que enardecen a las masas y las conducen a la inmolación por la patria. Es un ensayo serio y bien documentado que reúne lo que se sabe de la cuestión y la aborda con perspectiva amplia. El primer efecto de este libro es, precisamente, abrir el foco del nacionalismo musical, que suele considerarse encerrado entre las revoluciones nacionalistas de 1848 y la desmembración de los imperios en 1918.
Aquí se le hace abarcar desde el nacimiento de la música como fenómeno social, burgués, en la segunda mitad del siglo XVIII, hasta pasada la Segunda Guerra Mundial o, en otra diagonal, desde el nacionalismo universalista de las revoluciones americana y francesa hasta la época poscolonial, el mundo de los dos bloques, cuando la composición clásica se desconectó del pueblo (o, quizá, recordando a los ilustrados del XVIII, buscó un pueblo universal).
Con pulcritud de botánico, Riley y Smith van introduciendo en su herbario, entre otras especies musicales, los oratorios de Händel, la música al aire libre de la Revolución francesa, los himnos, determinadas obras orquestales de Beethoven, Mendelssohn y Wagner y composiciones de Elgar, Sibelius, Shostakóvich, Prokófiev y Copland. También Albéniz y Falla tienen ramita propia en esta taxonomía de la música nacional. El libro pone sobre la mesa de disección el núcleo central de la música clásica, que tiene tres partes. En el centro del centro, el canon germánico, de Bach a Brahms, inclinado siempre a la música seria y a los géneros rigurosos, como la fuga, la sinfonía, el cuarteto de cuerda y la sonata. Aún en el centro, pero no del todo, está la contribución de Francia e Italia.
Música y Nación están condenadas a confluir, porque comparten el cóctel de potencia emocional y vaporosidad conceptual
Esta centralidad musical es la que delimita, por exclusión, el concepto tradicional de música nacionalista. Simplificando mucho diríamos que, en música, todo lo que no fuera austriaco-alemán, francés o italiano, era periférico y nacionalista. En el libro se superan esas lindes subrayando la componente nacionalista de la música de las regiones centrales y la contribución de las regiones periféricas a la cultura musical europea. De hecho, para los autores, la visión centro/periferia no es más que una manifestación del nacionalismo alemán.
La nación se estudia en las tres dimensiones que la constituyen: la espacial (tierra propia, real o putativa, paisaje que los artistas mitifican), la temporal (origen mítico, época dorada-heroica, declive y próximo despertar, que suena en lamentos y exaltaciones de oratorios, óperas, sinfonías y poemas sinfónicos) y la de las acciones (ritos y celebraciones oficiales o populares, que llenan cancioneros y suenan en himnos y en composiciones clásicas).
La definición que los autores dan de nación llama casi expresamente a la música: una nación es un tipo de comunidad cuyos miembros comparten un repertorio de tradiciones, recuerdos, mitos, símbolos y valores en el que realidad e invención aparecen mezcladas inextricablemente. La música y la nación están condenadas a confluir, porque comparten el cóctel de potencia emocional y vaporosidad conceptual. Como la nación es incapaz de concretarse, su argamasa ideal es la música, que tiene la virtud de movilizar en abstracto, sin necesidad de concretar para qué.