… No puedo ser Bastian mientras lleve la ropa y el sudor de Sebastián, se dice en un juego que es absurdo y efectivo a la vez, pues le hace acelerar el paso, aumentar su temperatura y su excreción de sudor, revolucionar el motor de la suciedad nítidamente percibida por el olfato. Recorre las tiendas más caras de la calle Serrano. Entonces, mientras su ignorancia sobre el mundo de la moda le hace dudar ante la amplia oferta de tiendas de ropa cara, distingue a lo lejos la figura de la mujer de rojo que se aproxima con resolución -¿o es premura?- hacia el punto dónde él se encuentra.
Nítidamente señalada por el luminoso destello rojo de la tela del vestido iluminado por el sol, la mujer destaca aún más sobre el escenario urbano por el movimiento de la melena negra que se agita al ritmo de sus pasos. Se esfuerza Bastian por capturar en el aire de la apacible mañana el rastro sonoro de los tacones sobre el asfalto, y lo logra al cabo de pocos segundos, cuando la mujer se ha acercado lo suficiente para que pueda él observar su rostro. Y entonces ve que, más allá de los rasgos objetivamente hermosos, define a la mujer una determinación que podría ser doliente, desgarrada o puede que intensamente temerosa. Pero no se contradicen el miedo y la determinación, piensa Bastian cuando ella, agarrando con firmeza el bolso también rojo que lleva cruzado en bandolera, pasa a su lado sin dedicarle una mirada, tal vez sin verlo siquiera.
Tal vez es esa indiferencia la que lo insta a seguirla; primero con pasos dubitativos y enseguida, al entender que si no se apresura la perderá de vista
Tal vez es esa indiferencia la que lo insta a seguirla; primero con pasos dubitativos y enseguida, al entender que si no se apresura la perderá de vista, con largas zancadas resueltas que tiran sin esfuerzo de la bolsa del dinero. Es la primera vez, desde que comenzó su huida, que camina sabiendo con precisión hacia dónde va, y le recorre la espalda un suave escalofrío de agradecimiento hacia la desconocida. De repente, quiere caminar junto a ella. De repente, quiere que sea su compañera de fuga. Intuye que sabe tomar las decisiones adecuadas, intuye que es porque sabe serlo y porque quiere serlo un refugio ante las tormentas. Una frontera, comprende repentinamente Bastian; la mujer de rojo representa una frontera tras la que abandonar su pasado entero. ¿Otorgará la vida esa oportunidad? ¿Será posible, realmente posible, dejarlo todo atrás con un simple salto de la voluntad para hallarse ante una existencia nueva, limpia, sin miedos ni mentiras?
La escena entera se le figura un escenario de cuento infantil erigido para él: la ancha calle vacía, el sol y el silencio, la mujer de rojo que camina, arrastrándolo, como un faro móvil de libertad y movimiento. La bolsa le resulta pesada de pronto, y entiende que esa imaginada vida nueva y feliz reclama sin demora el sacrificio de renunciar al dinero que constituye su seguro de vida, abandonarlo allí mismo, sobre la acera del luminoso cuento de hadas. Entonces, de repente, la mujer de rojo frena en seco ante un portal señorial. Bastian se clava también en el suelo, preguntándose si su brusco y forzado movimiento podría haberle delatado. Pero ella está demasiado absorta en sus propios movimientos como para reparar en otra cosa. Tras observar unos segundos el portal inspira profundamente, y solo entonces parece relajarse. Se desplaza unos pasos para apoyarse en el capó de un coche, exactamente ante el portal. Bastian, cautelosamente, se acerca al escaparate de una tienda y finge interesarse en lo que muestra. La mujer está inmóvil como una esfinge, y así permanece un minuto, tal vez dos.
La mujer de rojo representa una frontera tras la que abandonar su pasado entero. ¿Otorgará la vida esa oportunidad?
Luego, súbitamente, se saca por encima de la cabeza la correa del bolso y lo deposita en el suelo con cuidado. Sus movimientos tienen algo de ceremonia secreta, de solemnidad cuyas claves solo ella conoce. Se pone en pie y sonríe, o le parece a Bastian que sonríe. Luego comienza a alejarse despacio, sin prisa, dedicando una última mirada al bolso que ha abandonado frente al portal. Bastian se aproxima. La desconocida ha hecho lo que él, lo sabe de pronto con un latigazo de miedo, no se atreverá a hacer: soltar la bolsa del dinero, desprenderse de su pasado. Llega a la altura del bolso rojo. Tiene los cierres echados, y aunque se esfuerza inútilmente por ver su interior, nunca osaría abrirlo para satisfacer esa curiosidad. De pronto le asusta la idea de no verla más y se apresura en la dirección por la que se ha alejado caminando. La ve a lo lejos: una mujer desconocida -aunque menos que hace apenas unos minutos- vestida de rojo que avanza hacia quién sabe qué punto de la ciudad; hacia qué destino, hacia qué proyecto, hacia qué incertidumbre.
Bastian, que de pronto sabe que no la volverá a ver con la misma certeza con la que sabe que no tiene valor para dejar en el suelo la bolsa del dinero, se entrega entonces a una suerte de despedida melancólica hacia esa mujer a la que envidia y, tal vez, ama. La ciudad, se dice tristemente mientras ella desaparece para siempre tras la esquina, es de ella, no mía. Las ciudades no son de los prisioneros de sí mismos. Las ciudades son de quienes caminan sin miedo por sus calles.