Desde hace unas horas el mundo literario ha sufrido un apagón. Tu luz prodigiosa se ha apagado esta madrugada, Fernando Marías, y nos has dejado caminando entre la niebla, como tú mismo decías hacer estos días. Sé que hasta el último momento no has dejado de buscar dónde escampaba, querido amigo, porque eras inconformista por naturaleza, porque querías seguir viviendo con todas tus fuerzas, pero no sabías que la luz eras tú. Que la llevabas dentro.
Fernando llegó a Madrid desde Bilbao soñando con hacer cine y se enamoró de esta ciudad y de la literatura de un flechazo. Por eso sus libros encontraron el camino hacia la pantalla de forma natural. Lo que más le conmovía últimamente era que su admirado hermano Luis llevara al cine su última novela. Capaz de crear ficciones que se convertían en realidad, se atrevió a dejar a Lorca vivo y en Granada en La luz prodigiosa, esa que Morricone quiso traducir en corcheas, hasta el punto de que muchos prefirieron creer su versión de la Historia y de la vida, mucho más justa, más luminosa, emocionante y conmovedora. Los que le hemos querido, le seguíamos hasta convertirnos en personajes del guión que escribía a nuestras vidas, porque a través de sus ojos éramos mejores escritores, mejores personas, más inteligentes, más importantes.
Tras sus pequeñas gafas siempre a la moda, Fernando ocultaba toda una serie de superpoderes: el más celebrado era el de su omnipresencia. La celeridad de nuestras vidas nunca le impidió encontrar un momento para un amigo o para leer un libro de un autor nuevo al que pretendía apoyar. Hace poco me decía que tras este parón mundial, toda nuestra vida estaba cuestionada por nosotros mismos, que había que eliminar lo superfluo, y que por eso “a veces es doloroso parar”. Pero nunca me me advertiste del dolor que dejarías cuando fueras tú quien pararas los motores. “¿Qué es lo que está fallando?”, te pregunté entonces. Me miraste como siempre hacías al soltar una sentencia: “Falla que no nos detenemos a pensar en lo importante”. “Es muy difícil renunciar a la felicidad pequeña para buscar la felicidad completa”. Él no dejó de buscarla y de encontrarla para compartirla con quienes amaba.
Siempre fue el que mejor titulaba de todos nosotros: Esta noche moriré, El mundo se acaba todos los días, Todo el amor y casi toda la muerte… y las palabras que servían de rostro a sus libros eran sólo un anticipo de la insólita aventura que el lector iba a vivir en su interior. Igual que la luz acerada de sus ojos era un prólogo tímido de la pasión por la vida que latía en un corazón tan grande.
Para él, la perfección amorosa era despertarse al lado de una mujer con quien poder hablar de literatura después de hacer el amor
Inmune al aburrimiento, inventaba compulsivamente aventuras que traspasaron el umbral de los libros. Así buscó, uno a uno, a sus Hijos de Mary Shelley, plataforma, hermandad que sigue viva y desarrolló su gran talento de hacer amigos a sus amigos. Conmovido por la soledad los monstruos a los que entendía a la perfección, de esa reunión de escritores fascinados por lo fantástico, surgió la compañía teatral que creamos juntos. Siempre me echabas la culpa de haberte subido a un escenario del que luego no quisiste bajarte. Qué poquito pude devolverte… Este mes de abril se estrenará tu versión de Los Santos Inocentes que tanta ilusión te hacía y que vivirá por ti. Una inmensa pieza póstuma de tu legado.
Además de sus palabras, el ser humano que fue deja mucho amor detrás. Su corazón fue siempre niño hasta antes de morir, con la capacidad de amar mucho y amar bien, y dejar la estela luminosa de un cometa en las que fueron las compañeras de su vida. Para él, la perfección amorosa era despertarse al lado de una mujer con quien poder hablar de literatura después de hacer el amor. Tuvo la suerte de tener a su lado en esta última y vibrante etapa de su vida a Rosa, la más fuerte y dulce compañera en la vida y en la ficción, con quien habló de libros en su último lecho.
La onda expansiva de su generosidad es incalculable. Fernando buscaba escritores nuevos como quien busca pepitas de oro en un río muy revuelto. Muchos, yo lo soy por ti. Fue un 14 de febrero el primer día que empezamos a hablar, hace ya veintidós años justos. A partir de entonces celebramos el día de “los mejores amigos”. Aún tengo guardada la carta que me dirigiste al leer mi primera novela. Mi punto de giro vital. “Lo único que importa es tener un buen libro”, me decías siempre, “y el mejor negocio es portarse muy bien con todo el mundo”. Por eso hoy el mundo de las letras te llora y te rinde homenaje.
A mí, como a otros miembros de esa familia escogida que creaste con tanto mimo, se me va, además de mi padre literario, mi mejor amigo: “¿Estás bien? ¿Escribes? ¿Piensas?” Ese era su termómetro para pulsar tu salud, incluso desde el hospital. Dime, Fernando Marías… a quién voy a pedirle ahora dos cafés solos, quién va a comerse mi postre, a quién voy a regañar por no llevar bufanda en pleno mes de enero, por mucho que fueras de Bilbao, cómo voy a admitir que te has ido, si eras invulnerable. Hoy son muchas las palabras tuyas que me alumbran este camino entre la niebla: “Los recuerdos son como los libros, solo importan los que permanecen”, escribiste en tu monumental La isla del padre. Por eso tu último superpoder será ese, la permanencia.
Arde este libro, tu última novela, fue también tu liberación y tu exorcismo. Siempre he dicho que cuando muere un escritor es como si ardiera una biblioteca pero la tuya, querido escritor, querido amigo, sólo arderá para siempre en los corazones de tus lectores.
Vanessa Montfort (Barcelona, 1975) es escritora y dramaturga. Aurora de la novela El sueño de la crisálida (Plaza y Janés, 2019) y de la obra teatral Firmado Lejárraga (Centro Dramático Nacional, 2019) en la que recuperó la figura de María Lejárraga, la primera dramaturga española. En 2016, dirigió en el CDN El hogar del monstruo de Fernando Marías, con quien también trabajó en el proyecto Hijos de Mary Shelley.