Luis Mateo Díez, autor de 'Celama (un recuento)', publicado en Alfaguara. Foto: RAE

Luis Mateo Díez, autor de 'Celama (un recuento)', publicado en Alfaguara. Foto: RAE

Letras

Luis Mateo Díez: “La ficción me resulta más interesante que la vida misma”

En 'Celama (un recuento)', el escritor y académico regresa al territorio imaginario que fue escenario de una trilogía con una recopilación de textos revisados y un cuento inédito

24 marzo, 2022 01:49

En los espacios inventados no se puede entrar, salvo si eres quien los ha creado. En el preámbulo de Celama (un recuento) Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) propone una compleja aproximación al territorio ficticio en un texto a modo de preámbulo. “Viaje a Celama” es la tentativa de un viajero que fracasa en su empeño de acceder a la región por donde “pasaron los romanos y no se detuvieron”.

El escritor y académico, que ocupa el sillón “I” de la Real Academia Española desde el 21 de mayo de 2001, tiene un pasado poeta, aunque su reconocimiento llegó de mano de la narrativa. A lo largo de su trayectoria ha recibido, por partida doble, el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica. Además, en 2020 fue reconocido con el Premio Nacional de las Letras. A sus años, le abochorna ponerse "estupendo", pero no puede evitar que de su boca escapen frases tan metafísicas como esta: "El olvido es lo que más me acerca a la nada, y la nada es mi pretensión de transcendencia más importante".

Su arrebatada creatividad se ha materializado en una ingente producción novelística y Celama es el término más reconocible para identificar al autor. Nada hace pensar que estas seis letras quedarán arrinconadas en los trasteros de la memoria literaria española, pero por si acaso el autor ha decidido regresar a ese paisaje indeterminado sobre el que se levantó una singular trilogía. 

Alfaguara

El espíritu del páramo. Un relato (1996) es el esbozo que representa la idea general: el ocaso de las civilizaciones rurales. La Ruina del cielo. Un obituario (1999) es el título más aclamado e incluye poemas y piezas teatrales en un acto, mientras que Oscurecer. Un encuentro (2002) sirvió de colofón.

El nuevo volumen que publica Alfaguara está dividido en ocho secciones y presenta 38 relatos. 35 de ellos pertenecen a El Reino de Celama y “Flores del fantasma” (2000) y “El sol de la nieve o el día que desaparecieron los niños de Celama” (2008) forman parte de otras publicaciones del autor. Por otro lado, “Hemina de Ovial”, un texto que ocupa cuatro páginas donde el único signo de puntuación es la coma, es inédito.

Sobre el conjunto, cuyo proceso de revisión ha resultado “muy satisfactorio”, confluyen todas las preocupaciones estéticas de Luis Mateo Díez. La decadencia de la vida campesina y los relatos orales anclados en la superstición (la abuela que reúne en corro a sus nietos en el cuento “Los avisos”, por ejemplo) conviven bajo una atmósfera neblinosa que aumenta la sensación de irrealidad.

“La ficción me resulta más interesante que la vida misma”, confiesa el autor en El Cultural, aunque no se conforma con aventuras entretenidas. “La gran consecuencia de la literatura es el aprendizaje de la moralidad”, dice, lo que explica el comportamiento de sus personajes, extraviados y patéticos en muchos casos, pero humanos en el sentido más ético del término.

Pregunta. ¿Por qué regresa ahora, veinte años después de la novela que cerraba la trilogía, al Reino de Celama?

Respuesta. Muchos lectores me recurrieron su continuidad. Son tres textos, constituidos por cuentos y narraciones, que forman una materia muy incrustada en el total de la historia, pero que a la vez tienen solvencia propia. Ángeles Encinar, gran teórica del cuento y autora del estudio que sirve de epílogo, lo detectó. Esto me descubrió la posibilidad de hacer un recuento, una evaluación, y succionar ese material y darle más autonomía para buscar un tono global armónico.

P. ¿Tenía alguna deuda pendiente? ¿Algo por concluir o matizar?

R. Al hacer esta “revisitación”, tenía algunos textos sueltos que formaban parte de esta idea, eran de Celama pero no estaba incluidos en la trilogía. Todo esto me daba una sensación de necesidad. Era una forma de volver a Celama sin ningún tipo de artificio, sobre los propios materiales y buscando la contundencia de los mismos. Y, además, que aquello volviera a tomar, desde esta nueva mirada, una belleza. El arranque, “Viaje a Celama”, cuenta bien la intención del volumen. Al viajero le resulta imposible entrar en Celama porque no tiene vías de acceso.

"Con la edad me he dado cuenta de que le tengo vendida el alma al diablo"

P. ¿Es una metáfora de la complejidad de este territorio inventado?

R. Sí, es como si el viajero confirmara que es un territorio imaginario y, como tal, determina una idea acerca de lo que decía Borges: que “la eterna condición del arte es la irrealidad”. El viajero, que sería el lector, comprende que tampoco habría por qué entrar a Celama, un mundo de palabras y abstracciones.

P. También sugiere en este preámbulo que la ficción es el paradigma de la libertad en narrativa. ¿La autoficción y otros géneros análogos (novelas de no ficción, etc.) son un límite que se autoimponen los autores?

R. Mi convicción y mi compromiso es la experiencia de lo imaginario, aunque me parecen bien todas las fórmulas porque han enriquecido la literatura. No tengo prevenciones de ningún tipo, sería el colmo, pero cuanta más edad tengo, más me doy cuenta de que le tengo vendida el alma al diablo. En la experiencia de lo imaginario he encontrado la experiencia vital más apasionante. Lo que he ido acumulando acerca de la condición humana resulta de haber tenido siempre una conciencia muy lúcida de que el arte está atado a la vida y puede conmocionarte y revolucionarte.

P. La sensación de decadencia que impregna este gran proyecto le brinda la oportunidad de regresar sobre la despoblación de las zonas rurales, un asunto que incluso ha colonizado la esfera política.

R. En realidad, Celama tiene poco que ver con la problemática de la España Vacía. No hay elementos sociológicos, sino que es una construcción abstracta y kafkiana donde solo subsisten las palabras que la sostienen. No obstante, es espejo de culturas crepusculares y de dos elementos fundamentales de la literatura del siglo XX: los sueños y las desapariciones, la herencia surrealista que a mí me conecta con el expresionismo. En los valores de las culturas campesinas está el contraste dramático entre el progreso y la subsistencia, y en lo que yo escribo se puede notar una poderosa tensión entre lo antiguo y la complicación de vivir la revolución tecnológica.

P. ¿Cómo está viendo el fenómeno del regreso a lo rural?

R. No soy nada nostálgico. La nostalgia es débil y no es grata. Apuesto profundamente por el progreso, pero me conduelo de lo que se pierde. Por eso las vidas de mis personajes están hechas de irremediables pérdidas.

P. ¿Cree que echarnos en brazos de la tecnología terminará por arrinconar la oralidad hasta su desaparición?

R. Desde luego, las nuevas tecnologías de la comunicación son muy propicias al ensimismamiento y la soledad. Mis nietos juegan con esos aparatos pero están solos, se pierden esta capacidad de convivencia verbal. 

"En la experiencia de lo imaginario he encontrado la experiencia vital más apasionante"

P. Usted sí fue testigo directo de esa comunicación oral antes de trasladarla a su obra.

R. En mi aprendizaje de vida y literatura está la oralidad, sí. Tuve la suerte de vivir en ámbitos concretos y vecinales porque crecí en un valle perdido, así que estoy más cerca del niño de la edad media que del niño de la edad tecnológica. En aquella época había algo atado a la tierra y a la supervivencia, además de la posguerra y los residuos de un sufrimiento colectivo, asunto difícil de entender para un niño. Sin duda, ese caudal forma parte del subsuelo de mi escritura. La cantidad de voces que hay en mi obra es el resultado de todas las voces que he escuchado. En definitiva, aquellos tiempos no eran buenos para nada, pero ahora que soy mayor considero que el olvido es más piadoso que la memoria.

P. ¿Qué significado tiene la niebla en su obra? ¿Por qué le interesa tanto esa atmósfera y cómo lo transforma en un vector narrativo?

R. La niebla y la nieve es lo que más me gusta. La niebla se acomoda bien como metáfora a esta visión de las ciudades de sombra de mis libros, que tienen mucho que ver con lo misterioso. Las atmósferas son fundamentales para envolver la vida de los personajes y se convierten, además de físicas, en morales. En este punto me gustaría dejar huella, pues no me conformo con que mis obras tengan gusto narrativo.

P. Esa moralidad está muy presente en “El ruso”, un cuento de un soldado ruso-ucraniano que llega a Celama desde la guerra.

R. El cuento tiene 30 años y es la historia de una expiación. Desde luego, está impregnado de la consecuencia moral de mis fábulas (no moralista ni moralizante, sino moral). Se trata de buscar un punto de lucidez en el ser humano para hallar el consuelo. En estos momentos, es duro. Hay ejemplos de la maldad humana aterradores en la Guerra de Ucrania. Me conmueve porque la gran literatura es la rusa, que refleja perfectamente el contraste de la bondad y el bien. Celama, curiosamente ahora, se solidariza con Ucrania.

"Apuesto profundamente por el progreso, pero me conduelo de lo que se pierde"

P. Más allá de tragedias y moralidades, el sentido del humor es imprescindible en toda su producción literaria. Hace solo cuatro años me dijo que no estaba muy contento con el humor que se hacía en este país. ¿Mantiene su juicio?

R. Sí, está degradado y trivializado. Esta sociedad respeta poco el humor, y resulta un elemento clave de la lucidez. Es verdad, el contraste entre lo cómico y lo trágico puede dar resultados humorísticos en mi obra. Lo he ido afinando mucho, me gustan mucho esos alivios humorosos y que en mis personajes haya esa capacidad expresiva.

P. Tiende a explotarlo a partir del patetismo.

R. Hay una variante del humor que me interesa mucho: la literatura del absurdo. Ha sido un referente estético importantísimo que tuve la suerte de descubrir pronto: Esperando a Godot de Samuel Beckett, Isaac Asimov... Me gustaba ese humor que se estilizaba en un punto de patetismo muy refinado y te llevaba a los labios una sonrisa. En definitiva, no me considero un creador especial de nada, sino alguien que ha sabido asimilar y administrar muchos débitos con todos los grandes a los que he leído. Luego he explorado, claro. La literatura no es nada sin la escritura. La manera de contar una historia es utilizar las palabras precisas que, estando así dispuestas, sean las más bellas del mundo y aporten el mayor placer al leerlas.

P. ¿Qué cree que podría apartarle de la escritura?

R. Nada, salvo la pérdida de la conciencia por alguna enfermedad arrasadora. Vivo en lo que leo y lo que escribo desde siempre. Es una actitud de vividor que derivó en la escritura porque la vida real no me ofrece lo que yo quiero vivir. Por eso me hice escritor y ahora tengo retos que son un aliciente para seguir escribiendo.