'Los descalzos', de Francisco Javier Irazoki: "una casa definitiva" para la poesía que trasciende el poema
Su obra poética, reunida en este volumen, es ante todo moral y se vuelve incomprensible sin el concepto de compasión.
7 enero, 2024 02:15No es casualidad que se hayan publicado a la vez las poesías reunidas de Fernando Aramburu y de Francisco Javier Irazoki. Son amigos íntimos, desde hace décadas residen en el extranjero y ambos empezaron su andadura literaria en el grupo vanguardista CLOC. Irazoki ha editado los poemas de Aramburu, donde firma el epílogo, y este ha puesto un breve prólogo en los de aquel. Afirma que el libro “ha sido concebido por su autor como una casa definitiva” y que, con él, Irazoki “ha dado por concluida su labor creativa".
Contiene este libro la “obra poética completa” del de Lesaka (1954). En verso y prosa, si tal distingo resulta pertinente. Precisa Aramburu que la poesía sobrepasa el mero hecho de escribir poemas. Ese “concepto amplio de lo poético” afecta también a otras cosas: un guiso, una conversación, un paisaje. “La poesía –sostiene Irazoki– no se encuentra encerrada en los versos”. Define sus “piezas” como “una especie de soneto en prosa”.
Los descalzos recoge poemas (301 en total) de sus libros Árgoma, Desiertos para Hades, La miniatura infinita, Retrato de un hilo, Los hombres intermitentes, La nota rota, Orquesta de desaparecidos, Ciento noventa espejos y El contador de gotas. Incluye un espléndido inédito: Música incinerada, que en parte anticipó en la antología Palabra de árbol.
Está dedicado a su mujer, Barbara Loyer, y a sus hijos, un significativo gesto que corrobora su fervor familiar, extensible a sus padres o a su hermana Nica, prematuramente muerta, protagonista de “Habitación 306” y “Último verano”. La presencia de Barbara y su llegada a París en 1993 marcan un punto de inflexión en su poética.
Los tres primeros libros, agrupados en Cielos segados, están impregnados de una rebeldía expresada a través de un surrealismo heterodoxo colmado de metáforas y exuberancia verbal donde se aprecia “esa especial destreza suya para la creación de imágenes y símbolos”, señalada por Aramburu; una impronta que no le ha abandonado por completo, asentada en el poder de la imaginación.
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A partir de Retrato de un hilo el tono cambia. Su poesía se hace más sobria y menos barroca, en busca de claridad y exactitud, sin renunciar a la minuciosa selección del lenguaje que la caracteriza. Más apegada a la vida. Es incomprensible sin el concepto de compasión (que relaciona con la cordura). Su mundo poético es ante todo moral (léase “Manual de rebeliones”).
Su escritura, una ética sometida a la belleza. De origen camusiano: sabe decir “no”. Humanista. Para él, la poesía “no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”. Autobiográfica y memorialista, lo que cuenta (aquí lo narrativo es esencial) incluye a los demás. Hombres “invisibles”, “transparentes” y “vaciados”. Mujeres, emigrantes, parientes, proscritos, escritores, artistas…
Su mundo, a pesar de la muerte (“no es una medicina para nadie”), el dolor (“Rendidos al dolor, somos invulnerables”) y el miedo (“Éramos personas estropeadas por el miedo”), está a favor de la alegría: “Paseo por los goces de la vida”. De ahí que sus versos sean hospitalarios y sosegados. En ellos no cabe el tedio o la indolencia. Sí el amor (que “solo hiere a sus enemigos”), la piedad y la bondad (“una conquista intelectual”). Como Dickinson, escribe “para tamizar su angustia”.
La poética de Francisco Javier Irazoki –de la naturaleza y de la música– integra la infancia, adolescencia y primera juventud campesina y rural (donde hay que situar el accidente que le dañó la columna irremediablemente) con el cosmopolitismo de su madurez en la gran ciudad; poblada, como aquella, de seres silenciosos y solitarios. Su poesía, “un refugio de resistencia”, es honesta, coherente y discreta. Está bien hecha.
Ser, sí, un coleccionista de asombros.
Vivir sin malograr los minúsculos prodigios
de cada día.
La poesía aplicada consiste
en no mirar con ojos llenos de vida estropeada.