Hannah Arendt, la filósofa arrogante y valiente que siempre defendió el pensamiento
Ariel publica 'Somos libres de cambiar el mundo', de Lindsey Stonebridge, una extraordinaria biografía de la intelectual alemana.
23 julio, 2024 02:00En el obituario con el que despidió a su amiga, Mary McCarthy contaba que Hannah Arendt era una de esas pocas personas a las que uno podía ver pensando. Margarethe von Trotta representó la escena en su biopic de la filósofa: ojos cerrados, cigarrillo en mano y cenicero al alcance, Arendt podía pasarse más de una hora tumbada en el sofá de su piso de Manhattan, mientras sus invitados charlaban en la habitación de al lado.
“¿Dónde está Hannah?”. “Pensando”. “¿Todavía?”. Arendt defendía la reflexión individual como prevención y resistencia frente a los sistemas políticos indeseables. Creía que ese gesto, el de pensar en soledad, el de “hablar con uno mismo”, ayudaba a que otros, presuntamente más inteligentes, cultos o poderosos, no pensaran en nuestro lugar.
Esta idea late en la cita con la que Lindsey Stonebridge (Bromley, 1965) titula su extraordinaria biografía intelectual de Arendt: Somos libres de cambiar el mundo. Según Stonebridge, la libertad arendtiana empieza “con la determinación de existir como persona viva y pensante en un mundo entre otros”.
De la mano de Kant, a quien leyó con 16 años, Arendt, nacida en 1906 en Königsberg como el filósofo de la razón, supo pronto que, gracias a que pensamos, existen la libertad y la dignidad humanas. Al pensar, decía, nos alejamos de los dogmas, “de lo que creemos saber porque todo el mundo parece saberlo”. Pero a veces podía resultar peligroso.
Arendt lo experimentó enseguida. De adolescente la echaron del colegio por organizar una revuelta contra un profesor, y tuvo que irse a Berlín. Años después, su ensayo Eichmann en Jerusalén, donde señaló, entre otras cosas, el papel de los consejos judíos en el exterminio de sus correligionarios, le costó el rechazo de muchos amigos.
Pensar le llevó a refutar opiniones aceptadas por todos: en 1959 cuestionó la utilidad de someter a jóvenes como Elisabeth Eckford, protagonista de la “foto de la vergüenza” en Little Rock, al papel de activistas por la desegregación racial en Estados Unidos. Arendt creía, como Aristóteles, que la valentía era la virtud política más importante.
Uno de los aspectos más seductores de la personalidad de Arendt quizá sea el arrojo, la temeridad, casi, con que exponía sus ideas
Uno de los aspectos más seductores de la personalidad de Arendt quizá sea ese arrojo, esa temeridad, casi, con que exponía sus ideas, además de un estilo tajante, interpretado a veces como arrogancia. Aunque era paciente y educada, también podía ser displicente si un entrevistador le hacía una pregunta tonta. “Bueno, en eso no puedo ayudarle”, respondía, y daba otra calada al cigarro. Le gustaba desmontar con ironía lo que le irritaba.
A finales de los cincuenta la universidad de Princeton le ofreció un puesto de profesora titular. Era la primera mujer que lo lograba. The New York Times tituló: “La facultad incorpora a una mujer”. Y Arendt, socarrona, respondió: “No me molesta en absoluto ser una mujer docente, porque estoy muy acostumbrada a ser mujer”. Stonebridge recuerda lo que Arendt decía cuando le preguntaban por el feminismo: “Vive le petite différence!”, exclamaba. Aunque esta y otras manifestaciones han servido para señalar su conservadurismo en cuestiones de género, la biógrafa juzga “de una elocuencia hilarante” ese petite añadido a la expresión francesa corriente.
En 1959 Arendt recogió en Hamburgo el premio Lessing. Ante decenas de personas que, inevitablemente, habían vivido durante el nazismo, se presentó como judía que había tenido que huir de Alemania. Tal vez no hubiera antiguos nazis entre el público. Pero seguro que había unos cuantos de esos que, según Arendt, eran los sujetos ideales de cualquier régimen totalitario: aquellos que, negándose a pensar, contribuyen a su supervivencia.