'Despacio el mundo': el arte de la afinación, según la historia de la pintura y Ramón Andrés
El ensayista y poeta recorre en su nuevo libro 52 obras en las que se muestra el momento más íntimo entre el músico y su herramienta.
1 octubre, 2024 01:50Afinar un instrumento de cuerda. El gesto en cuestión no es totalmente inusitado. Y entre los músicos es la cosa más común, qué duda cabe. El laúd, la viola, el violín, la tiorba, el violoncelo o la guitarra poseen un mástil y, en el extremo del mismo, un clavijero. Pues bien, el gesto concentrado de tentar las clavijas del instrumento con el fin de tensar las cuerdas, en pos de un sonido más exacto, es algo así como el emblema y la cifra del arte y, diría, de la virtud humana, en el libro Despacio el mundo. Tal es el curioso título del último ensayo de Ramón Andrés.
Se trata de un libro de varia lección, pero el tema principal es claro. A saber: cómo la pintura de los siglos XV, XVI, XVII y XVIII ha plasmado el gesto en cuestión en laudistas y violinistas de Italia, Francia y los Países Bajos. A veces, el músico del cuadro escogido por Andrés no afina su instrumento, sino que lo tañe e, incluso, al tañer, flirtea. Afinar las cuerdas, rasgarlas, frotarlas con un arco… estos ejercicios elementales de la bendita música, en soledad o en compañía, vistos por las artes plásticas, merecen toda la atención de Andrés.
Así, entre otras cosas, esta obra versa sobre música y pintura. Pero las cincuenta y dos meditaciones sobre cincuenta y dos cuadros melómanos del Renacimiento y Barroco se ocupan de asuntos diversos desde un prisma humanístico. En sus páginas, filosofía, teología, historia, las vidas de artistas y las memorias se apoyan entre sí. Abundan los pasajes líricos. En realidad, estas son las señas estilísticas del autor, que con cada nuevo título expande un cosmos reconocible: delicado, de prodigalidad enciclopédica, concienzudamente intempestivo.
Volvamos ahora al gesto nuclear. ¿Por qué le interesa al autor detenerse en escenas de músicos afinando cuerdas? "En el hecho de templar una cuerda", considera, "si pedimos que nos entregue una nota justa, nítida, se manifiesta la decisión con la que nos dice la naturaleza cómo debemos hacer las cosas, cómo llevarlas a cabo. El momento de afinar requiere de una interiorización, de un proceso físico por el cual devenimos exactos, aunque sea ilusorio y se cumpla sólo por unos instantes.
Ese esfuerzo despierta la audición profunda de cada ser" (p. 11). Y esta digna acción representa algo más: "La decisión de vivir despacio, el arrojo de oponerse a un mundo tratado a empujones, la convicción de la calma, lejos del aceleracionismo…" (p. 12). En Despacio el mundo se compinchan dos artes. Aquí, la pintura, expresión en el espacio, dignifica y peralta un gesto de la música, arte en el tiempo.
Andrés nos coloca 52 veces ante la estampa de alguien (una laudista de Henrick Ter Brugghen, un violoncelista de Gabriël Metsu, el ajado violinista de un seguidor de Caravaggio, una pareja de Van Leyden, un ángel musical de Luca Signorelli o una dama-alegoría de Laurent La Hyre) que se detiene, que escucha, que presta atención. Estas figuras persiguen lo perfecto. Estampa a estampa, aliando los tesoros europeos del ojo con los del oído, Andrés va desplegando un museo peculiar y nos incita a la "revuelta contra la prisa" (14).
Más allá de la vibrátil idea-guía, el ensayo versa sobre asuntos como la luz de Vermeer, los amores musicales, la angelología, la quintaesencia de lo doméstico, el tiempo, la música, claro, o la dispar fortuna que obtienen los artistas en la historia.
Despacio el mundo entreteje infinidad de existencias y peripecias de individuos eminentes u olvidados. Con Vasari, Van Mander o historiadores modernos, vemos entrar y salir a innumerables artistas, compositores o artesanos. Entre las noticias de los muertos, Andrés agrega cavilaciones sobre su propia vida. Estas, digamos, resonancias autobiográficas son, acaso, lo que más me ha interesado del texto.