Natalia Ginzburg, bajar el tono para contar el mundo
- Llega a España la fascinante biografía de la escritora italiana publicada en los 90 por Maja Pflug, su traductora en Alemania.
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Terminada la ocupación alemana, Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 - Roma, 1991), ya viuda y con tres hijos a su cargo, retomó el trabajo en la editorial Einaudi. Ahora lo sabemos: en su vida y en su obra casi todo estaba por hacer. Había sobrevivido a la guerra y a la persecución racial, primero en los Abruzos, más tarde escondida en un convento, pero aún estaba lejos de la Natalia que llegaría a ser. Tenía veintiocho años.
Meses después, instalada con su familia en Turín, Ginzburg estableció ciertas fidelidades y rutinas: se afilió al Partido Comunista (cuando murió era diputada independiente del PCI, que solía incluir en sus listas a candidatos famosos externos al partido), empezó a escribir al amanecer, mientras sus hijos dormían, y a aceptar casi cualquier trabajo editorial. Recostada en el sofá, fumando, con bolígrafo y papel, redactaba y corregía artículos para L'Unità o La Stampa.
En las míticas oficinas turinesas de Einaudi reinaba Pavese. Se dice que el autor de El bello verano escribía tres frases y tachaba dos, y después seguía tachando, en busca de un lenguaje nuevo. Cuenta Maja Pflug (1946), traductora alemana de Ginzburg y autora de Audazmente tímida, la biografía de la escritora italiana que llega estos días a las librerías españolas, que el estilo ginzburguiano nació allí, en aquellas oficinas llenas de humo.
En esa época, Ginzburg abandonó el pseudónimo –Pavese le había dicho que tenía que ocultar su apellido de soltera, judío: Levi– con el que había firmado sus primeras obras, en parte escritas en la oficina de la editorial, entre informes y traducciones en marcha.
Traducir, sobre todo a los clásicos franceses que admiraba, como Flaubert, fue otro hábito persistente. Al morir tenía en la mesita las pruebas de su última traducción: Una vida, de Maupassant. Ya muy débil, apenas recuperada de una operación de cáncer, dictaba las últimas correcciones a sus nietas, que le iban leyendo en voz alta su traducción.
Maja Pflug delega el retrato de Ginzburg en ella misma y en quienes la conocieron y la quisieron
Como algunos poetas alemanes de posguerra en relación a su idioma, aquel grupo de Einaudi entendía que el fascismo había corrompido la lengua italiana. Ahora, en palabras de Ginzburg, era "moneda fuera de curso, que ya nadie acepta". El lenguaje que buscaban debía borrar la afectación, ser concreto, preciso, reflejar la realidad. "No mentir ni permitir que otros mientan: quizá eso sea lo único bueno que nos dejó la guerra", escribió la autora de Valentino. Tal vez fuera ella la escritora que mejor lo logró.
Al reseñar su novela Las palabras de la noche, Calvino lo expresó con una imagen precisa: "El secreto de la sencillez de Natalia reside en que la voz que dice 'yo' siempre tiene enfrente a personajes que considera superiores, situaciones que parecen demasiado complejas para sus fuerzas, y los recursos lingüísticos y conceptuales que usa para representarlos están siempre un poco por debajo de lo necesario. De este desajuste nace la tensión poética. La poesía fue siempre eso: hacer pasar el mar por un embudo". Montale decía que ningún otro escritor italiano había conseguido, como ella, "bajar el tono sin caer jamás en la fotografía realista".
La lucha por un lenguaje limpio atravesó toda su vida, también su desempeño político de los últimos años. Le horrorizaba el idioma retorcido de las leyes, que no estaba "en relación directa con las cosas". En su opinión, contaminaba el periodismo y la literatura, y era humillante. "Creo que la vida de nuestro país mejoraría y se volvería más transparente si cada uno se preocupara, al menos, por derrotar la oscuridad del lenguaje, si se preocupara por dirigirse al prójimo con cada palabra, por no perder nunca de vista la realidad del prójimo, por no burlarse de él, no estafarlo, no humillarlo, no pisotearlo jamás".
Fue una política peculiar. Odiaba hablar en público, pero, si sentía el deber moral de hacerlo, era tajante. Según su biógrafa, hizo “las intervenciones más cortas que hayan registrado alguna vez los taquígrafos del parlamento”.
La biografía de Pflug suena a Ginzburg –utiliza y cita por extenso textos de la escritora– y repasa hitos biográficos que resultarán familiares a los lectores de la italiana.
Se habla de los primeros cuentos escritos cuando era niña. De la epifanía, a los trece años, con Los indiferentes de Moravia, que leyó una y otra vez "con el objetivo preciso de aprender a escribir”. Del primer cuento redactado de un tirón a los diecisiete, durante una noche. De la aparición en su vida de Leone Ginzburg, amigo de su hermano y fundador de Einaudi junto a Pavese y Giulio Einaudi. Del nacimiento de sus hijos. De las detenciones de su hermano, de su padre, de su marido. De la muerte de Leone en la cárcel tras ser torturado. Del suicidio de Pavese, el mejor amigo de Leone y uno de los mejores amigos de ella. De la aparición de Gabriele Baldini, con quien tuvo dos hijos más (uno de ellos murió con un año). Del inesperado logro de Léxico familiar, best seller de los 60 y premio Strega de 1963, una novela que Ginzburg escribió en un duelo cotidiano, cuando su hija Alessandra se marchó de casa. Están las causas que defendió en política, en una época en que la realidad le parecía "oscura, fragmentaria e indescifrable".
La biografía se publicó en alemán en 1995 y tuvo una edición ampliada en 2011. Pflug se limita a seguir el hilo desplegado por la propia Ginzburg y adopta ese tono menor que tanto recuerda a sus novelas. Habla con familiares, con amigos. Como en una novela de la propia Ginzburg, no se oye su voz, sino la del personaje. No hay subrayados. Pflug no saca demasiadas conclusiones, sino que deja hablar: delega el retrato de Ginzburg en ella misma y en quienes la conocieron y quisieron.