
Céline rodeado de referencias londinenses de la primera mitad del siglo XX. Diseño: Rubén Vique
Así es 'Londres', la novela inédita de Céline encontrada en una maleta perdida desde 1944
Reproducimos un fragmento del libro del escritor maldito por excelencia, basado en sus vivencias durante la Primera Guerra Mundial, que acaba de publicar Anagrama.
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A las diez en punto atravesábamos todo Trafalgar bastante oscuro hasta la National Gallery, sin prisas. Es un museo de grandes cuadros. Por la noche es el rincón de los charlatanes. De los que tienen opiniones para dar a conocer directamente al pueblo. Suben al pequeño estrado que traen, puesto boca abajo. Pero nuestro favorito era Stephan Borokrom, un amigo [llamado a lo largo de la novela Stéphane, Stephen o Stéphane, es un antiguo militante anarquista o comunista desilusionado, aficionado a los explosivos y dotado para la música]. No nos importaba mucho lo que decía. Solo lo esperábamos. Íbamos para acompañarlo un rato hacia su casa. Vivía lejos, en la otra punta de Londres, tan lejos que caminando no llegaba hasta la mañana, cerca de Greenwich, el observatorio. Al borde del agua. Una gran cúpula, el corazón del cielo, todos los relojes del mundo andan por él.

Londres
Louis-Ferdinand Céline
Traducción de Rubén Martín Giráldez. Anagrama. 2025. 528 páginas. 22,90 €
Borokrom era un viejo refugiado del zar ya por esa época. Primero tenía que coger el autobús 104. Prefería pasear como siempre había hecho. Le llevaba dos o tres horas venirse a contar lo que pensaba dos veces por semana a Trafalgar. El 104 pasa primero por la City, tan densa en instalaciones que no es más que una piedra pómez de agujeros y casas. Entras por un agujero y sales por otros dos bancos más allá. Nos colamos por un pasillito y ahí está el Palacio de la Justicia. Cierras los ojos, son las Compañías de Seguros Reales; agachas la testa y te das de bruces con el Banco de Inglaterra y el lord-maire ahí delante, dándote candela con su cadena de oro por debajo de los cojones. ¡Ding! ¡Dong! ¡Ding! de nuevo. Es la campana de los bomberos, que pasa. Se lanzan barrio a través desde la noche de abril de 1772 en que todo ardió. No pueden detenerse. La carroza del lord-maire sigue ardiendo como una pira. Para llegar a casa, Stephan atravesaba todo esto en autobús y luego le quedaba un largo trayecto por un arrabal.
Los pequeños comercios judíos están apiñados al borde de Mile End Road. Nunca se acaba. En todos los muebles en liquidación carteles tan altos que los aparadores ni se ven detrás de la retahíla de ofertas. Una taberna tan discreta que en ella solo se bebe té con leche por un penique y medio. Un saloncito miserable y pegajoso donde terminan dos institutrices abandonadas que en su día hablaban cuatro idiomas con fluidez. Ahora ya solo se saben los números de todos los tranvías que pasan. [...] Stephan tampoco era muy presentable e iba tremendamente sucio. Cuando limpiaba la casa se notaba porque su traje andaba aún más puerco de lo habitual. Solo tenía uno, pero era tan amplio como un abrigo. En su casa, era difícil moverse [palabra ilegible] por culpa del piano y la biblioteca. En cualquier caso, estaba contento de haber encontrado aquella combinación encima de una casa de empeños. Por la noche dejaban abierta la puerta del breve tramo de escaleras, y como era escrupulosamente honesto en la práctica, al final era él quien cuidaba la tienda del prestamista. Así que no pagaba alquiler.
–¿Has visto al viejo de abajo, Ferdinand? Es Orbitane, antiguo terror de Albania, más de 22 complots pesan sobre su conciencia. Serví bajo sus órdenes. Defendió la montaña durante 22 años con doce komitacis, ninguno de los cuales tardó más de diez minutos en morir. Ahora presta aquí despertadores y máquinas de coser. Conozco a pocos hombres a quienes desprecie tanto como a él, y lo sabe. Todo el puerto de Londres lleno de mierda no me bastaría para ahogarlo. Nunca me habla del pasado, yo nunca le hablo del presente. Se la tengo jurada desde 1899. [...]
Habían tenido la oportunidad de expulsar a Borokrom Stephan muchas veces, desde Saint Louis en los Estados Unidos hasta el Canal de Suez y desde los confines de Eritrea hasta La Garenne-Bezons. Lépine lo había conocido en persona, es decir, lo había seguido muy de cerca durante años y luego la cosa no prosperó por culpa de una carta anónima. En Petrogrado fue más feliz.
"Las cárceles siempre aguantan en pie, los partidos han desaparecido, ¿por qué seguir afiliándose a ninguno? Un cansancio que me ahorro" [dice el revolucionario Borokrom]
–Ferdinand, te aseguro que el gran duque Dmitri era espléndido. Estaba ansioso por volver a verlo apenas salió de las minas, te lo puedes imaginar..., salía precisamente de su Palacio de Invierno, todo estaba preparado, un hombre espléndido, ¡y qué voz!... Desde lo alto de la escalinata, llamando a su esposa, imagínatelo. Ella iba delante, casi cruzando la avenida Nevski. ¡Qué voz, Ferdinand! "¡Nathalie!", y la vuelve a llamar, "¡Nathalie!"... Ella se gira... una mujer espléndida... ¡No la llamó una tercera vez, Ferdinand! ¡No, nunca más! No volvió a llamarla, a la verde carroña. La bomba estalla en medio de una humareda cegadora. La avenida queda inmediatamente cubierta por una nube que la envuelve. Y yo desaparezco como el mismísimo Dios. A propósito de bombas, la de Dmitri fue una de las primeras que nos llegaron, todas fabricadas a salto de mata, desde Alemania hacia 1848. O sea, Ferdinand, esas bombas funcionaban con un detonador, un avance inmenso; antes, imagínate, tenías que cebarlas tú mismo y en el sitio. Algunas de esas lancé yo, modelos antiguos, tres en total. Recuerdo que, en Kiev, unos judíos apiñados en grupo me miraban. Lo pillaron al vuelo. A los judiítos el pavor los tenía soldados a la acera, además eran tan serviles que querían ayudarme sí o sí a arrancar la espoleta. El vicegobernador pasa en su carruaje en ese preciso momento, y nosotros frotando cerillas. Al final tiré la bomba a una alcantarilla para no herir a nadie.
Borokrom conocía muchas historias de la cárcel, había cumplido siete años en total. Llegó a Londres cuando la guerra, y estaba relativamente pancho.
–Mira, Ferdinand, me uní a muchos partidos, todos revolucionarios, ¡y me pudrí en la cárcel todas las veces!, aquí y allá, por este, por aquel... Las cárceles siempre aguantan en pie, los partidos han desaparecido, ¿por qué seguir afiliándose a ninguno? Un cansancio que me ahorro. Esto puedo hacerlo solo. Ya no necesito a nadie. Lo sé. No soy un traidor, Ferdinand, no, continúo, pero solo.
Íbamos a verlo en la sombra de Trafalgar Square donde seguía con lo suyo. Como era pesado y poderoso, su caja oratoria crujía sin parar en los momentos de animación. Arengaba. Tenía su público. Gente sin prisa. Ahorrativos. Una noche se desgañitaba contra la guerra y al día siguiente despotricaba contra los productos farmacéuticos, un inmenso fraude permanente, según él.