Ensayo

Historia de la Real Academia Española

Alonso Zamora Vicente

16 mayo, 1999 02:00

Espasa Calpe. Madrid, 1999. 661 páginas

Estamos ante un libro de recia nervadura histórica y muy calculada arquitectura, pero atractivo y legible como pocos. Todo lo preside el buen gusto y la distinción. Acorde con ello está la belleza de la límpida prosa de Zamora Vicente, siempre natural y expresiva

H acía falta una historia de la Real Academia Española, y el libro que hoy presentamos viene a colmar esa necesidad con creces. Pocos como don Alonso Zamora Vicente conocen la Institución tan por de dentro, y menos dominan las disciplinas humanísticas con su maestría. Las dificultades de la empresa son muy grandes, y él las ha sabido ver certeramente: período a historiar muy extenso (1713-1996), ingente documentación, heterogeneidad de miembros, susceptibilidades, dificultad de resumir los logros científicos, presión de los prejuicios... Yo añadiría la emotividad que provoca una institución tan deseada, con frecuencia secretamente, por tanta gente de mérito.
Don Alonso ha escrito, en verdad, un libro admirable. Con sagacidad, seleccionando inteligentemente los datos que va a utilizar, enlaza los capítulos de historia fáctica con otros elegidos por su interés intrínseco. Recorriendo las galerías de ese complejo organismo -estatutos, localización, publicaciones, biblioteca, museo Lope de Vega, organización y trabajos actuales-, el autor va tejiendo la historia de un ente vivo, que nace, crece, procrea, se relaciona, enferma a veces... El historiador, cuyo amor por la Academia se trasluce en cada una de sus palabras, va dando cuenta puntual de todo. Los títulos de los capítulos son un muestrario de seducciones: "Memoria de académicos" (311 páginas), "Eco en la calle, de vez en cuando", "También hubo días aciagos", "El rostro de los académicos", "Las mujeres en la Academia", "La voz hostil", "El futuro, esa incertidumbre", "La Academia, hoy".
Incluso en lo material, el libro es bellísimo. Formato holandesa, excelente papel cuché, sugestivo material gráfico.
Las notas, de curiosa y varia erudición, figuran al final de cada capítulo. Una elegante encuadernación en tela azul, con guardas del mismo color, cubre el libro, que se viste con una sobrecubierta y se abroquela en una caja -ambas azules- con estampaciones en oro. Todo lo preside el buen gusto y la distinción. Acorde con ello está la belleza de una límpida prosa, dúctil según las exigencias de cada tema -erudita, tierna, irónica o razonadora; siempre natural y expresiva-. Estamos ante un libro de recia nervadura histórica y muy calculada arquitectura, pero atractivo y legible como pocos. Su autor conoce los secretos de la observación aguda, la anécdota peregrina, la oculta motivación psicológica, el patetismo y la persuasión. Y nos subyuga narrándonos la muerte hidrofóbica del cura de La Adrada -el académico don Tomas de Montes y Corral-, y la llegada a la Docta Casa de la jovencita de 17 años María Isidra de Guzmán y la Cerda (1784), el rechazo de la Avellaneda y la Pardo Bazán, la desconfianza de don Juan Valera ante la interferencia de los políticos, y los mil entresijos que sirven de comidilla a los curiosos de extramuros.
El libro que reseñamos es mucho más que "un intento de memoria académica", como dice su autor. éste añade que desea que su trabajo "ponga algo de claridad en muchos juicios que sobre la Academia aún leemos u oímos frecuentemente: su funcionamiento, sus atribuciones, su composición, sus silencios, los motivos que arropan sus resoluciones...". Ni que decir tiene que lo ha logrado. Pero yo admiro aún más la generosa veracidad con que radiografía a la Institución en lo moral. La Academia, según él, ha actuado siempre por principio de forma recatada, sin alardes de publicidad, con impecable cortesía, independencia científica, diálogo y tolerancia. ¿Qué importan las anécdotas que constituyen la excepción frente a la nítida categoría? La Academia tiene un alma idealista por encima de la de cada uno de sus miembros, como la Iglesia tiene una fe sin tacha que cubre las máculas de algunos de sus hijos.
Tras leer el libro con demorada atención, me impresiona el sutil estoicismo desde el que el historiador interpreta ese inmenso muestrario de fenomenología humana, hecho de aspiraciones y frustraciones, luchas y treguas, estudios, publicaciones, proclamas, labor callada y honores tan gratos como pasajeros. La historia es maestra de la vida, y en lo más augusto de su angustia, como en lo más circense de su oropel, nos brinda una lección vital. "Variopinto caudal de ilusorios testimonios -dice el historiador-, fantasmagoría de la pasajera gloria terrena, cabalgata de las vanidades humanas resuelta en polvo, orillando la ingratitud o la ambición". Es verdad, pero al fondo brilla siempre la noble aspiración, el deseo de acompañar a los mejores y contribuir con ellos a dar a los demás la obra bien hecha. Que ésa es la que queda, como lo simboliza el crisol puesto al fuego y la leyenda que reclama para la lengua, con utópico idealismo, limpieza, nitidez y esplendor en la hermosura.