Verdad y prograso
Richard Rorty
20 septiembre, 2000 02:00Con gesto tan audaz como razonado y programático, y poniendo por primera vez en relación activa a figuras de tradiciones aparentemente tan dispares como Wittgenstein y Heidegger, por un lado, y el pragmatista Dewey, por otro
Verdad y Progreso hunde sus raíces tanto en el rechazo neopragmatista de los dualismos tradicionales -hecho/valor; verdad/justificación...- como en el desdén rortyano por la "oficialización" de la filosofía y su defensa de una racionalidad crítica, abierta y provocadora
Desde entonces Rorty no ha hecho otra cosa que ahondar -como en los ensayos, excelentemente traducidos por ángel Faerna, que componen este volumen- en las implicaciones, consecuencias y derivas de este programa. Un programa cuyo hilo argumental cabría resumir así: Frente a la tradicional concepción de la verdad como correspondencia con la realidad, la aceptación de la misma como aquello en que resulta más "conveniente" creer, en un sentido complejo y siempre a contextualizar. Y frente al tradicional contraste entre contemplación y acción, entre representarse teóricamente el mundo y habérselas prácticamente con él, instalación en la razonada evidencia -razonada, entre otros, por Wittgenstein, pero ya esbozada en el Protágoras platónico- de la necesidad de algunas sustituciones. La de una presunta "arquitectónica de la mente" por el primado de un concepto poliédrico y flexible de racionalidad, por ejemplo. O la del conocimiento como una estructura lógica por su concepción como un campo de fuerzas. O la de la verdad por la de "aceptabilidad racional" en y desde unas determinadas prácticas sociales. O la sustitución, en fin, del mito de un mundo objetivo, pasivo y acabado, por el horizonte, siempre relativo, de lo que tenemos en cada momento, aquello en y sobre lo que actuamos en formas diversas, desde las artísticas a las científicas y tecnológicas. En este suelo hunden sus raíces las páginas de Verdad y Progreso: tanto en el rechazo neopragmatista de los dualismos tradicionales -hecho/valor; verdad/justificación...- como el desdén rortyano por la "oficialización" de la filosofía y su defensa de una racionalidad crítica, abierta y provocadora, siempre a la búsqueda de nuevos terrenos donde edificar nuestra multifocal cultura "posmoderna".
Sobre la coincidencia de Rorty con algunas tesis hermenéuticas en este rechazo suyo de la ontoepistemología clásica como disciplina privilegiada no hará falta insistir demasiado. Como tampoco en su coincidencia con Habermas en la visión del problema del conocimiento como un problema de justificación no ya de las relaciones entre nuestras ideas y los objetos, sino de las relaciones argumentales de los seres humanos entre sí, en un contexto social dado, por mucho que a diferencia de Habermas o Apel no acepte la existencia de una estructura normativa de toda argumentación. Y coherentemente con ello, frente a quienes consideran, por ejemplo, que fueron los sólidos fundamentos teóricos del universalismo moral ilustrado quienes trajeron el sufragio universal o la emancipación de la mujer, Rorty razona que esa función fue cumplida más bien por las intensas y conmovedoras descripciones del sufrimiento debidas a novelistas, antropólogos y panfletistas, unidas a luchas concretas. Como razona también que frente a quienes prefieren seguir socavando los cimientos de la Modernidad, es preferible seguir trabajando en la inacabable empresa de darle un sentido: "lo que necesitan las principales instituciones de las sociedades democráticas contemporáneas no es que se las ‘desenmascare’ sino que se las use intensivamente, y que haya buena suerte". ¿Un aserto paradójico? Sólo aparentemente. Porque en definitiva Rorty nunca ha dejado de autodefinirse como un "tibio burgués liberal" que escribe para los sobrealimentados lectores de la parte opulenta del mundo, aunque, eso sí, con la mirada puesta en futuras "comunidades más inclusivas".