Image: La madre, la niña, el amante

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Ensayo

La madre, la niña, el amante

Aparece la espléndida biografía de Marguerite Duras escrita por Laure Adler

4 octubre, 2000 02:00

Más de una década ha vivido la historiadora y periodista Laure Adler tras la huella vital y literaria de Marguerite Duras, y he aquí el resultado: una extensa y honda biografía de la controvertida y singular escritora francesa. Por esta Marguerite Duras (Anagrama) se pasea la mujer y la ambigöedad, la inteligencia, la literatura, la sensualidad y la política que, de Indochina a París pasando por Saigón, han competido durante años en la vida tan vivida de Duras. A base de exhumar archivos, de recabar testimonios, de averiguar disimulos y traiciones, Laure Adler nos ilumina en su libro la complicada y burlona personalidad de esta mujer y la singularidad de su escritura. "Me gustan mis libros. Me interesan. Las personas de mis libros son las de mi vida", dejó escrito en un cuaderno encontrado después de su muerte. La biografía de Laure Adler, de la que publicamos hoy parte de su segundo capítulo, da buena muestra de ello.

Cuando la madre comprende por fin que está arruinada y abandona, por lo tanto, definitivamente su sueño de hacerse millonaria por medio de la concesión, transfiere toda su energía y sus deseos de futuro a la educación de su hija. Estamos en 1929. Marguerite tiene quince años y Marie Donnadieu piensa matricularla en el Liceo Chasseloup-Laubat de Saigón. Ha decidido que su hija alcanzaría el éxito como había decidido que la concesión la haría rica. Marguerite, que era una alumna inteligente pero turbulenta, no contaba con el aprecio de sus maestras ni de sus compañeras. Acaba de terminar un curso escolar calamitoso, en el que ha cosechado suspensos en todas las asignaturas, amén de reprensiones debidas a actos graves de indisciplina, entre ellas un consejo disciplinario por una confusa historia de una cartera que había tirado a la cara de una profesora al acabar una clase de francés. Marguerite está pasando una mala temporada. Pero es una alumna dotada y con capacidad para concluir brillantemente sus estudios. La madre, que recuerda los resultados excepcionales de su hija cuando era pequeña, lo sabe. El Liceo no tiene internado. Marie Donnadieu remueve Roma con Santiago en Saigón para encontrar un alojamiento que no resulte demasiado caro para su hija. Marguerite nunca ha vivido en la Pensión Lyautey que, dicho sea de paso, nunca ha existido. Marguerite acabará en casa de la inenarrable señorita C., de quien sabrá vengarse, treinta años después, con feroz humor, estigmatizando su maldad y su perversidad.

En la pequeña casa de la señorita C. viven tres huéspedes más: dos profesores y una muchacha dos años más joven que Marguerite, Colette, que también va al Liceo. A cambio de una educación supuestamente completa, la señorita C. ha pedido a Marie Donnadieu una cuarta parte de su sueldo de maestra. "Sólo la señorita C. sabía que mi madre era maestra; las dos lo ocultábamos cuidadosamente a los demás huéspedes, que se habrían sentido desairados". En la novela corta Le boa se describe a la señorita C. con los rasgos de "la Barbet", una vieja solterona coqueta. Tal vez eso explique que su espíritu divague y que su cuerpo se estremezca todavía con deseos no saciados. Marguerite se convertirá en el rehén sexual de la señorita C. Terrible escena, narrada en Le boa, pero transcrita también en su diario íntimo de una forma casi idéntica: los domingos por la tarde, después de la visita al jardín botánico, después de la merienda a base de galletas y plátanos, la señorita C., llamada la Barbet, esperaba a la jovencita en su dormitorio, medio desnuda.

"Adoptaba una postura bien tiesa para que la admirase, mientras bajaba la vista, tiernamente. Medio desnuda. Jamás se había mostrado de esa guisa a nadie en toda su vida, sólo a mí. Era demasiado tarde. Con setenta y cinco años cumplidos, ya no iba a mostrarse a nadie que no fuera yo. De todos los que había en la casa, sólo se mostraba a mí, y siempre los domingos por la tarde, cuando los otros huéspedes habían salido. Yo tenía que contemplarla todo el rato que se le antojara.

-¡Cómo me gusta esto!- decía-. Por esto podría prescindir de la comida".

Con el mayor sigilo. A hurtadillas. La señorita C. impuso sus sesiones todas las semanas. Sin tocar, sólo mirar. Mirar sin decir nada. Cómplices ambas. Se plantaba delante de la ventana: plena luz sobre el cuerpo marchito medio desnudo. Marguerite tiene ojos para ver. Todavía no ha hecho el amor. Se lo imagina, por supuesto. No para de pensar en ello. Marguerite contempla, pues, con fingida codicia a la vieja solterona que se chifla por su cuerpo. Manifiestamente, cumple el contrato con creces. Eso basta a la vieja señorita arrugada por los años. Parece ahíta de placer. Pero la muchacha se siente asqueada, despechada, excitada. Así, cuando sale de la habitación de la señorita C., Marguerite se planta en el balcón y canturrea para llamar la atención de los soldados del ejército colonial que deambulan por las calles de Saigón y les lanza lánguidas miradas.

En la obra de Duras, el tema de la mirada es omnipresente. En El arrebato, Lol V. Stein posee una mirada extraña que no se puede capturar, unos ojos con el iris descolorido. El hombre del Navire Night no tiene derecho a ver a la mujer de la que empieza a enamorarse al hablar por teléfono, pero que rehuye el contacto y evita citarse con él. El hombre insiste. Sólo tiene orgasmos negros. "Porque cada vez le asusta más la idea de ver, quiere ver. Una manera de liquidar la historia, de concluirla". Anne Desbaresdes en moderato cantabile, no ve el drama y gasta su energía vital reconstituyendo lo que no ha podido ver. "No mires", le dice Anne Desbaresdes a su criatura después del crimen. "Dime por qué", pregunta la criatura. "No lo sé", responde la madre. Los ojos de la mujer no se entreabrirán hasta que el esperma de El hombre sentado en el pasillo los salpique. ¿Y qué decir de los fundidos en negro en la películas de Duras? ¿Obligación de cerrar los ojos?

Dos años, dos, durarán las sesiones sexuales que Marguerite Donnadieu afirmará tener la obligación de aceptar. ¿Fantasía o realidad? Se referirá a ello, más tarde, hablando con una amiga, como un trauma y lo expresará en ese relato, Le boa, en forma de una devoración lenta, informe, negra. El cuerpo de la Barbet está podrido, gangrenado. Cuando Marguerite la ve desnuda por primera vez, comprende al fin el olor particular de la muerte. La señorita Barbet apesta a muerte. "La señorita C. tenía un cáncer debajo del pecho izquierdo, y sólo me lo enseñaba a mí. Se destapaba el pecho, se acercaba a la ventana y me lo enseñaba. Por cortesía me quedaba contemplando el cáncer durante dos o tres largos minutos. ‘Ves’, decía la señorita C., y yo decía: ‘Oh sí, veo’".
Denise Augé, un año más joven que Marguerite, en la actualidad una señora la mar de briosa, risueña y encantadora que, curiosamente, también tiene, como Marguerite, una expresión oriental en el rostro -el influjo del lugar, explica con un sonrisa-, recuerda muy bien la llegada de la señorita Donnadieu al Liceo Chasseloup-Laubat en 1929. Una chica flacucha, guapa, de largos cabellos que recogía en trenzas. Una chica agradable, sociable, muy buena en matemáticas, tan buena que ayudaba a todos los chicos del Liceo; bastante reservada, poco ruidosa, daba siempre la impresión de no estar a la altura. Coqueta. Sí. Denise se acuerda de que una vez la invitaron a jugar al tenis y Marguerite acudió con sus zapatos de tacón. Todas las muchachas se echaron a reír. Marguerite se sonrojó, y huyó a la carrera sin decir palabra.

"Nunca he estado en el lugar donde me habría encontrado a gusto, siempre he ido a remolque, buscando un lugar, un empleo del tiempo, nunca me he encontrado donde me habría gustado estar", escribe en La vida material. Su verdadera casa la encontrará más tarde, en Neauphle y luego en Trouville, y su hogar, un puerto base, su lugar de amarre hasta el final de su vida, en la rue Saint-Benoît. Pues a lo largo de toda su infancia y adolescencia, Marguerite vivió en tránsito, nómada eterna, en casas para maestras anejas a las escuelas, en anónimas viviendas de funcionario. Su primera casa fue la que su madre adquirirá más adelante en Saigón. Pero cuando se aloja en la pensión de la señorita C. y desembarca en aquella ciudad hostil, donde todavía carece de referencias, busca incansablemente un lugar que pueda considerar propio. Más adelante adoptará un ruidoso rinconcito de Cholón. Un espacio abierto a los sentidos, a los olores. Un pequeño territorio del que conseguirá adueñarse: la habitación de El amante se convertirá en su habitación, en su territorio, en su lugar íntimo donde, por fin, podrá encontrarse a sí misma, estar en paz, comprenderlo que la separa del mundo, establecer la frontera entre lo ex- terno y lo interno.

En el Liceo las clases empiezan a las siete y media de la mañana. Cuando el calor aún es tolerable y el aroma de los tamarindos marea menos. A la hora de la siesta vuelve a casa y se encierra en su habitación. No duerme. Se mira los pechos. "Tenía los pechos limpios, blancos. Era la única cosa de mi existencia que me complacía ver en aquella casa". Marguerite, como muchas adolescentes, se contemplará mucho y se pasará días enteros delante del espejo. Sus dos primeras novelas, La impudicia y La vida tranquila, dan fe de esta obsesión. ¿Cómo considerar el propio cuerpo, cómo poseerlo para su posible entrega un día u otro? En el Liceo, su cuarto curso de bachillerato fue una calamidad. Suspenso, una vez más, en casi todas la asignaturas. Y luego, desde el inicio del curso, en quinto, la revelación: "Leían mis redacciones por todo el Liceo. Mis profesores de quinto se negaban a puntuarlas por lo buenas que eran, aunque no tenía ni idea de literatura francesa", dirá Marguerite a Claude Berri. Su gran ídolo en aquel entonces era Delly, cuyos textos se aprendían de memoria y se recitaban durante el recreo. ¿De Delly a Racine, qué pasó? Marguerite no lo entendía. "Y, sin embargo, yo no copiaba, escuchaba. Eso es todo." La belleza de los textos. Eso le bastaba. "Algo había que yo imponía y que los profes no me podían quitar." De repente, Marguerite se vuelve una excelente alumna. Del cero pasa a diecinueve sobre veinte. Sin proponérselo. Sin empollar. Como dice ella: "Eso hacía que tuviera menos miedo". Se siente más tranquila cuando su madre viene a buscarla al principio de las vacaciones. Le enseña las calificaciones: Marguerite recuerda que la madre se puso a llorar. Incluso se le ocurrió, por una vez, darle un beso.

En el Liceo Marguerite siempre se sentaba en la última fila, con los hijos de los aduaneros, como correspondía a su clase social. Sacaba diecinueve sobre veinte, pero de todos modos se sentaba en la última fila. El éxito escolar no hace olvidar el origen. Nunca. A Denise nunca se le habría pasado por la cabeza que algún día Marguerite Donnadieu alcanzaría la notoriedad. Dos adolescentes del curso, por el contrario, poseían dones excepcionales: Petras, que se convertirá en un célebre tenista, y una tal Paulette, que hará una brillante carrera de pianista en Europa. El Liceo Chasseloup- Laubat seleccionaba a sus alumnas en toda Conchinchina. La minoría era blanca.
Había cinco, seis chicas blancas por curso. Los chicos vietnamitas, se decía entonces anamita o indígena, se enamoraban a menudo de las chicas blancas en las clases de los mayores. Como dice Denise, sonrojándose pese a sus ochenta y dos años: "Tenía un enamorado indígena en mi curso que me escribía poemas todos los días, me daba apuro. El sentimiento del amor entre ellos y nosotros no era concebible. No nos criábamos en un ambiente racista, pero una relación de aquella clase era, por definición, contra natura. Yo pertenecía a una generación que jamás ha despreciado a los anamitas, pero a la que, fuera del Liceo, nunca se le habría ocurrido codearse con ellos".

Por mucho que hurgue en sus recuerdos, que escriba a la Asociación de Antiguos Alumnos del Liceo Chasseloup-Laubat, que relea sus cartas de adolescente y que contemple sus fotografías del Liceo, no se le ocurre quién pudo encarnar el modelo de la Hélène Lagonelle inmortalizada en El amante. Pero al leer la novela la primera vez pensó en Colette, Colette Dugommier, la otra huésped de la señorita C., la guapa Colette, muy guapa, tan guapa que la propia Denise también tenía ganas de tocarla, de acariciarla. No, por mucho que diga Marguerite, no había alumnas internas en el Liceo. Nada de bailes los jueves por la tarde con música de pasodoble en la fresca penumbra del patio desierto, mejilla contra mejilla, piel contra piel, aspirando la suavidad de la piel de Hélène Lagonelle. Ni la más mínima posibilidad de libertad para todas aquellas muchachas blancas estrechamente vigiladas, para las que Saigón representaba una ciudad llena de peligros. Cada familia tiene a su chófer esperando delante de la puerta del Liceo. Marguerite es la única excepción.

"Es la carretera del Liceo. Son las siete y media de la mañana. En Saigón. Reina un frescor milagroso en las calles después del paso de las regadoras municipales. La hora del jazmín que inunda la ciudad con su olor; tan violento es, que "marea", dicen algunos blancos recién llegados. Para después añorarlo cuando abandonan la colonia".

Denise había olvidado a Marguerite. Un día, en París, se da de bruces con el cartel de la película de Jean-Jacques Annaud. Corre a verla, compra el libro. Pero sigue categórica: "No acabo de comprender su historia del amante chino. No era como ahora. No existían los amantes, y mucho menos chinos. Escándalos hubo dos en el Liceo Chasseloup-Laubat: una amiga de Marguerite se enamoró de un hombre casado (blanco, por supuesto): su familia la metió inmediatamente en un internado en Hong Kong; otra se quiso casar, a los quince años, con un abogado maduro. Se divorció al cabo de un mes".

Otra amiga de Marguerite, Marcelle, compañera de curso durante dos años en el Liceo, recuerda que Marguerite era una muchacha misteriosa, reservada, bien educada; nadie de su entorno fue receptáculo de sus confidencias y no pudo conocer su vida de colegiala fuera de las horas de clase. Pero recuerda que en dos ocasiones se vanaglorió de que tenía otra vida, sin precisar cuál. Recuerda una mañana en que Marguerite llegó triunfal luciendo un diamante en el dedo que mostró a la admiración de algunas chicas al tiempo que aseguraba que conocía a un hombre rico. ¿Es verdad la historia del amante chino? Marguerite, durante toda su vida, fue una artista a la hora de despistar y hacernos creer en sus mentiras, que acababa creyéndose ella misma casi de buena fe. Contó de tantas maneras esa historia que quiso inmortalizar, que al biógrafo no le queda más remedio que mostrarse escéptico. Aun así, un viaje a Vietnam y el hallazgo de una libreta inédita permiten aportar nuevas luces.

El chino existió. He visto su tumba, su casa. La historia con el chino existió. Eso es lo que me dijo su sobrino, con el que me entrevisté en la pagoda que su abuelo había mandado edificar en Sadec. Me invitó a su casa en un arrabal de Sadec, donde tiene un pequeño restaurante, y me contó la historia de Marguerite y de su tío. Me enseñó unas fotografías de la mujer del amante, que vivía muy lejos, en los Estados Unidos, con sus hijos. Me llevó a la antigua finca del padre del amante, algo apartada de Sadec. Unas tierras de cultivo donde yacen como grandes escarabajos unos edificios abandonados a medio construir en medio de unos arrozales bien cuidados, rodeados de chozas de frágil techumbre. El sobrino me llevó a visitar un lugar de la antigua finca familiar. Cuando parecía que estábamos a punto de volver a tomar la carretera asfaltada, giró por un camino embarrado que se acababa en medio de un campo. Tras atravesar los hierbajos, me condujo hacia una especie de túmulo: sobre una gran base compuesta de piedras grises comidas por las lluvias tropicales, en medio del zumbido obsesivo de las moscas azules, se yerguen, paralelas, dos tumbas idénticas. Una contiene un ataúd. La otra está vacía. En la primera figuran dos fechas. En la segunda solo la de nacimiento. La esposa del amante sabe que algún día descansará, aquí, a su lado, a pesar de la doble vida de su marido, que prefirió a su hermana pequeña durante mucho tiempo a escondidas, hasta que se decidió a convivir con ella abiertamente hasta su muerte. Pese a los sufrimientos, a la humillación ante la familia, al dolor, a las traiciones, a los silencios, a las mentiras, y al alejamiento geográfico, la esposa descansará en la tierra a su lado. Se marchó lejos, muy lejos. Pero volverá. Así lo decidieron, hace mucho tiempo, sus familias respectivas. La esposa del amante había conseguido labrarse un destino por su cuenta. En la muerte se juntarán de nuevo.