Karl Marx
Frasncis Wheen
11 octubre, 2000 02:00Uno de los pilares de la apología de Wheen -el más trabajado en el curso del libro- consiste en afirmar que Marx fue un hombre como todos y que, precisamente a causa de sus flaquezas, deberíamos sentirnos impulsados a apreciarlo.
La obra de Wheen, que está dotada de una amenidad innegable, pretende ser una apología y en ese terreno cuesta creer que no fracasa estrepitosamente. Sin embargo, es un libro que merece la pena leer por la profusión de datos que proporciona acerca de Marx
Fundamentalmente, son dos los pilares sobre los que descansa el nada fácil intento del periodista británico. El primero -el más endeble también- es el de afirmar que Marx no sólo no se equivocó en sus previsiones sino que acertó de pleno. Así, en las páginas 70 y siguientes, Wheen se entrega, por ejemplo, a una defensa de lo escrito por Marx en los denominados Manuscritos de París que es ciertamente gallarda pero que, a la vez, resulta indiscutiblemente deseperada. Basta leer los párrafos reproducidos por el autor en la obra para percatarse de que los parecidos entre la manera en que Marx creyó que evolucionaría la situación de la clase obrera y lo realmente sucedido no son mera coincidencia. En realidad, es que no existen. Por lo que se refiere al Manifiesto comunista, el mismo Wheen reconoce que Marx fracasó totalmente en su predicción de una revolución universal e inmediata. Sin embargo, no se desanima y llega a preguntarse retóricamente (pág. 115) sobre la causa de que Marx estuviera "a la vez tan equivocado y tan cargado de razón". El lector descubre con facilidad los errores de bulto en las predicciones marxianas, lo que no consigue hallar es por qué Wheen considera que acertó alguna vez.
El segundo pilar de la apología de Wheen -el más trabajado en el curso del libro- consiste en afirmar que Marx fue un hombre como todos y que, precisamente a causa de sus flaquezas, deberíamos sentirnos impulsados a apreciarlo. Pero ¿realmente era Marx tan semejante al resto del género humano? Cabe dudarlo. De entrada, fue un camorrista y un hipócrita (págs. 47 y ss) que no asistió al entierro de su padre y que hizo todo lo posible hasta conseguir que su futura esposa, la abnegada Jenny, pagara todas sus deudas de soltería. Padre escandalosamente despreocupado e incompetente -para atender ese tipo de tareas estaba su esposa- no dejó de comportarse durante toda su vida de acuerdo con los peores reflejos del machismo.
Tampoco era la fidelidad conyugal una de las virtudes de Marx. Con la criada -vicio burgués donde los haya- vivió una aventura que tuvo como resultado el nacimiento de un bastardo. El propio Marx era consciente de que semejante conducta no era la más apropiada y consiguió convencer a Engels para que cargara con la paternidad de la criatura. Por lo que se refiere a sus seguidores digerirían con dificultad el episodio. Todavía en 1989, Terrell Carver pretendía que era una falsedad inventada por los nazis… Claro que no sólo los hijos -que salvo el bastardo que nunca conoció a Marx como padre se suicidaron en su mayoría- y la esposa tuvieron que sufrir el carácter de Marx. También fue el caso de Engels, el amigo al que sometió a despiadados sablazos a lo largo de toda su existencia. Con él compartía, por ejemplo, íntimas cartas en las que le hablaba de los forúnculos que le habían salido en el pene mientras Engels le informaba de que la emperatriz Eugenia era "una apasionada adicta a los pedos". Con todo, Engels fue afortunado, especialmente si se le compara con los que acudían a visitar a Marx como si fuera un santo varón para verse abrumados por su continuado desprecio y su insoportable pedantería.
Como reconoce Wheen, Marx era un "tremendo fanfarrón y un sádico matón intelectual". Entre las víctimas de sus ataques acerados -no pocas veces injustificados- figuraron sus compañeros del movimiento socialista, los amigos, los judíos -fue un terrible antisemita- y los que le prestaban dinero. Curiosamente, alabó calurosamente al Estado liberal en no pocas ocasiones. Una de ellas -quizá de las más significativas- cuando le presionaban sus camaradas para escribir el Manifiesto comunista. A fin de cuentas, y con independencia de lo que dijera a sus seguidores, era consciente de que sólo ese Estado le garantizaba la libertad, una libertad conculcada sin excepción por todos los estados construidos sobre el marxismo.
La obra de Wheen, que está dotada de una amenidad innegable, a la anglosajona, pretende ser una apología y en ese terreno cuesta creer que no fracasa estrepitosamente. Sin embargo, es un libro que merece la pena leer e incluso releer por la profusión de datos que proporciona acerca de Marx. Leyéndolos con atención y sin prejuicios su doctrina no aparece fortalecida como cuerpo dogmático. Por añadidura, en lo que se refiere a su vida personal, Marx emerge como un personaje al que dudosamente hubiera querido tener nadie sensible o decente como vecino o conocido salvo que poseyera la fe -casi religiosa- del autor de esta biografía.