Image: El péndulo del tiempo

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Ensayo

El péndulo del tiempo

Jo Ellen Barnet y W. Daniel Hillis

11 octubre, 2000 02:00

El autor ve el cerebro humano como una máquina y la mente como un proceso de computación, pero cree por otra parte que nunca se alcanzará probablemente una comprensión completa del fenómeno del pensamiento

Trad. de J. P. Campos. Península, 2000. 312 páginas, 3.300 pesetas. y Trad. de F. Velasco. Debate, 2000.

Estos dos libros son catas que dan más de lo que a primera vista parecen ofrecer. Ambos tratan de instrumentos y mecanismos para cálculos, pero además esos procesos quedan enmarcados en un panorama cultural que los trasciende y se ve implicado en ellos

Aunque distintos en su forma y contenido, algunas notas comunes hay en estos libros que me han movido a hacer de ellos una lectura conjunta. No es tanto por el hecho de que traten ambos de instrumentos y mecanismos para mediciones y cálculos, respectivamente relojes y ordenadores -o computadores, para el gusto del traductor-, esto es, derivaciones de la ciencia hacia la tecnología, a las aplicaciones e innovaciones que repercuten en el progreso y bienestar de la sociedad, sino sobre todo porque esos procesos quedan enmarcados en un panorama cultural que los trasciende pero que, a su vez, se ve implicado por ellos.

Es casi deliciosa, por ejemplo, la larga narración que nos describe cómo avanza el hombre en sus intentos por la captación del tiempo. Por simple observación de los fenómenos naturales sólo cabría descubrir como unidades el día, el mes y el año; todas las demás son invenciones humanas: las horas o los segundos no son más que una descomposición en partes iguales, artificialmente obtenida, de una unidad natural. Y ahí el hombre empieza a idear. Primero el reloj de sol, que permite señalar algunos puntos intermedios entre la alborada y el ocaso, pero que no sirve para medir en la noche.

Por eso se inventan primitivos relojes que pueden marcar intervalos iguales de tiempo, como los de arena, las clepsidras o las velas encendidas. (Cómo no recordar ahora, y discúlpenme: la anécdota de aquel profesor, que algunos de nosotros conocimos, a quien un alumno preguntó hasta qué hora duraba el examen que estaba realizando; con una tiza marcó una raya en el puro que fumaba y respondió: ¡Hasta aquí!).

La invención del reloj mecánico rompió la relación entre el tiempo y los sistemas de la naturaleza; el tiempo se convierte en una unidad abstracta troceada en pedazos de una hora de longitud y el giro de las agujas de un reloj parece ya más válido, más de verdad, que cualquiera de los signos naturales: inventamos la hora tanto como la descubrimos.

Pero todos estos inventos con los que el hombre intenta apresar el tiempo, desde el péndulo al reloj digital, sólo nos marcan el tiempo presente, "el tiempo del día", al que el autor dedica la primera parte del libro.

En la segunda, "el tiempo de la Tierra", unos nuevos relojes, productos del siglo XX, dejan de centrarse en el presente para internarse en la vastedad del tiempo mismo. La desintegración de las sustancias radiactivas, de las que se hace una estupenda descripción, permite nos sólo datar la edad de la Tierra y de cada uno de sus periodos sino comprender, por ejemplo, que hace más de treinta mil años pintaron sus cuevas unos antepasados nuestros que podrían carecer de nuestros conocimientos y tecnología, que acaso empezaban a medir el tiempo contando lunas nuevas, pero que "eran ya nosotros" y en todo momento lo fueron.

También el segundo libro, Magia en la piedra, o sea grabados en silicio, diseño y programación de computadores por tanto, rebasa la mera descripción, la de unos objetos complejos y, sin embargo, de tan sencillo fundamento que podrían construirse, en vez de con transistores y cables, con válvulas y tuberías de agua y hasta con palos y cuerdas. Así va avanzando hasta la máquina de Turing, que podría simular cualquier otro dispositivo de computación, y al problema, todavía en cuestión, de si podrá construirse un computador cuántico, cualitativamente más potente.

Esto conduce al problema filosófico de la relación entre el computador y el cerebro humano; la afirmación de que el pensamiento no es más que un proceso complejo de computación le parece al autor cierta pero incompleta. Lo mismo que se ha construido un ajedrez que puede vender al mejor jugador, o un piloto automático autoajustable, se pueden diseñar por retroalimentación sistemas capaces de aprender y copiar el proceso de evolución biológica en el interior de un computador. El efecto Baldwin, la interacción de evolución y aprendizaje, no es en sí mismo la solución del problema de fabricar una máquina que piense pero puede indicar la dirección correcta.

El autor ve el cerebro humano como una máquina y la mente como un proceso de computación, pero cree por otra parte que nunca se alcanzará probablemente una comprensión completa del fenómeno del pensamiento: "Entre las señales de nuestras neuronas y las sensaciones de nuestros pensamientos hay un vacío tan grande que puede que el entendimiento humano no llegue nunca a llenarlo". (Por si acaso dice que entre volar en un avión pilotado por un programa tecnológico de computador o por un piloto humano, él elegiría el último, aun sin saber cómo funciona el ser humano. "Personalmente prefiero depositar mi fe en un programa creado por evolución que en uno escrito por un equipo de programadores").

Creo que puede verse, en estas pequeñas catas, que El péndulo del tiempo y Magia en la piedra son dos libros que no se dedican a hablar sólo de maquinarias sino que nos dan mucho más de lo que, en principio, a primera vista parecían ofrecer.