Image: Memorias de un niño partido en dos

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Ensayo

Memorias de un niño partido en dos

Jaime de Armiñán descubre "La dulce España"

13 diciembre, 2000 01:00

Después de callejear entre los recuerdos de su infancia y juventud, Jaime de Armiñán (Madrid, 1927) ha recuperado en La Dulce España (Tusquets) a ese "niño partido en dos" que fue testigo de tanta alegría, de tanta guerra, de tanta muerte. Hijo y nieto de republicanos, de perdedores que tras la guerra civil "acabaron aceptando su derrota como tantísimos españoles de buena voluntad", Armiñán recrea en el libro, último premio Comillas, la magia de Carmita Oliver, "La Dulce España", madre de ese "niño que sólo tenía una patria: su propia infancia".

Aquel año crecí más de la cuenta y no me refiero al tamaño físico. Las Monitas Republicanas habían desaparecido de casa. Huyeron o fueron expulsadas. Mi madre ya no confiaba en Gabriel Maura, en don Niceto Alcalá Zamora, en Santiago Alba, ni en los políticos moderados del 14 de abril, si es que quedaba alguno con regular prestigio. Mi padre tenía la vida en juego a dos bandas, era gobernador herido en un gobierno -el de Lerroux- que se había desplomado espectacularmente. Mi abuelo Luis volvía a presentarse a diputado por Málaga, sin advertir que su tiempo olía a cerrado, desde que Primo de Rivera, con las bendiciones de Alfonso XIII, le soplara el cargo de ministro, junto a su compañero Portela Valladares, en aquellas fechas presidente del Consejo. Sólo el abuelo Federico Oliver iba adonde solía, caminando por su vereda, de la mano de Azaña, que fue amigo suyo, sin molestar a nadie, sin pelear con su yerno, sin duda asustado, paradójicamente firme, pero mejor en silencio, con buena educación y sonriendo siempre. Cuando terminó la guerra civil estaba en los huesos, con toda la ropa grande, enfermo de diabetes, tenía la garganta hecha polvo -de fumar hojas de yedra seca- y no se atrevía a discutir con mi padre, ni mucho menos a levantar la voz a nadie, aceptando su derrota como tantísimos españoles de buena voluntad, que no cabían en la España de Franco. Azaña encarnaba al mismísimo diablo, el Ateneo estaba cerrado, los partidos políticos prohibidos, la Institución Libre de Enseñanza había desaparecido, y los periódicos tenían otras cabeceras y otros dueños. A Federico Oliver sólo le quedaba añoranza sevillana -la de su niñez-, la tertulia de Chicote y la Sociedad de Autores, donde no tenía más remedio que aguantar los consejos de sus amigos, el maestro Jacinto Guerrero, Joaquín álvarez Quintero, Luis Fernández Ardavín y Eduardo Marquina.

Los Reyes Magos volvieron en 1934, dando fin al breve periodo de las Monitas Republicanas. Muchas veces he pensado cómo era posible que yo creyera en la realidad física de sus majestades, las de Oriente, cuando era un niño que jugaba en la calle, que hacía pitos de los göitos de albaricoque, compraba petardos a las piperas y manejaba -con cierta soltura- las bolas del gua, la carioca, juguete moderno, y las proletarias peonzas de madera. Probablemente era una cuestión de conveniencia y ratería porque me acomodaba mucho más a creer en los Reyes Magos, que dar a entender que sabía que eran los papás. Los niños no deberían olvidar nunca que, al perder la inocencia, a su vez los papás pierden la ilusión que da la fecha, y con las mismas se ahorran dinero. Más vale tragar. El caso es que -a los ocho años- yo estaba convencido de la existencia de los Reyes Magos y les escribía largas cartas pidiendo juguetes de reglamento. Hasta la fecha en que me di de narices con la tristísima realidad -un año después- reclamaba con entusiasmo juguetes que nunca me pusieron sus majestades. Un mecano, pero un mecano de verdad. Era aquél un juguete de muchísimo respeto, un rompecabezas con tornillos y tuercas, que iba creciendo del 00 al número no sé cuántos, y con el que se podían armar -en sus versiones más complicadas- la torre Eiffel, un rascacielos de Nueva York, un trasatlántico de hierro o una fábrica, con grúas y todo. No sé si desvaría mi imaginación. Mis padres me ponían el mecano del 00, porque era más barato y ellos no tenían dinero para gastar en lujos. Mi otro juguete, nunca alcanzado, fue el tren eléctrico, tozudamente incluido en la referida carta. Un tren eléctrico de verdad, con su locomotora, sus vagones de mercancías, coche restaurante, el de correos, estaciones y cambios de aguja. Era mucho más caro que el mecano. Las modestas majestades me echaban siempre un tren de cuerda y trapillo, de hojalata, de quiero y no puedo, que daba vueltas por una vía circular, una especie de noria, y mi madre se empeñaba en convencerme de que aquel tren era mucho más vistoso que el eléctrico. Por supuesto no me las estoy dando de niño desgraciado, y aún menos frustrado.

La noche del 5 de enero de 1936 me acosté tan nervioso y esperanzado como la del 5 de enero de 1935. Carmita Oliver me había dicho que no se me ocurriera abrir la ventana de la azotea, ni mirar a los Reyes Magos, porque desaparecerían todos los juguetes y sólo quedaría carbón para la cocina y cisco para el brasero, y que antes de levantarme llamara al timbre sin falta. Luis de Armiñán era otra vez gobernador de Cádiz y estaba solo, y cercado, en aquella bonita ciudad. Supongo que a las siete de la mañana toqué al timbre. Llegaron mi madre y mi abuela Carmen, muertas de sueño, y abrieron la ventana. Recuerdo perfectamente algunos de los regalos, sobre todo un uniforme del Madrid FC, un balón de reglamento, y un juguete innovador, un coche que se llamaba "y no cae": se le daba cuerda, se le ponía encima de una superficie reducida -un libro, por ejemplo- y al llegar al peligroso abismo, giraba solo y tomaba la dirección contraria. Así hasta que se le acababa la cuerda. Es curioso que al cabo de tantos años se pueda recordar una imagen tan lejana, y guardarla para siempre. Cerca del uniforme blanco, del republicano Madrid FC, había una enorme caja de animales salvajes, una verdadera joya. Estaban hechos de metal, supongo que de hierro, y barnizados cuidadosamente. Cerca del uniforme blanco, del republicano Madrid FC, había una enorme caja de animales salvajes, una verdadera joya. Estaban hechos de metal, supongo que de hierro, y barnizados cuidadosamente. Allí se presentaban, por su orden, el elefante africano, el león de Abisinia, el tigre de Malasia, la inocente jirafa, el hipócrita cocodrilo del Nilo, el gorila de la montaña, el terco rinoceronte y el gracioso hipopótamo. Eran reproducciones perfectas y nobles, porque aún no había llegado el plástico a emporcar bazares y almacenes. [...]

Lo que por instinto rechazaba era que los Reyes Magos dejaran regalos en el piso de mis abuelos paternos. Los niños tienen un gran sentido de lo práctico, y a mí me parecía que aquellas visitas a una casa de adultos estaban fuera de lugar. Los regalos solían ser bonitos, muy bien elegidos, pero los Reyes de los abuelos Armiñán casi nunca tenían en cuenta mis cartas. Mis tías y mi abuela Jacoba se esforzaba por alegrarme la mañana, pero yo estaba deseando volver a jugar con los animales salvajes de Emilio Serrano. Los niños son muy egoístas y están muy mal educados.

Mis abuelos vivían en la calle de Las Huertas, números 16 y 18, a un paso del Teatro de la Comedia y del Casino de Madrid, el punto de referencia del abuelo Luis. La calle de Las Huertas, entonces, era sitio tranquilo, ocupado por pequeños comercios: la tienda de ultramarinos -con sus sacos de arpillera, garbanzos a granel y bacalao salado-, la carbonería, alguna taberna de mostrador de zinc, la bien surtida droguería, la mercería de las viejas, y las fantásticas cacharrerías, que almacenaban desde botijos a peonzas. La casa de Huertas era muy grande, de largos pasillos, puertas con montantes, con un despacho enorme, repleto de libros, de muebles solemnes, de vitrinas y de cuadros. El que más me gustaba era una reproducción -a tamaño natural- de Venus y la Música, de Tiziano, que yo miraba de reojo, intentando disimular.

Mi abuelo Luis me dejaba hojear "La Lidia", revista taurina de fin del siglo XIX, que dibujaba casi en excluviva el sordomudo Daniel Perea. Entre todas aquellas ilustraciones -Lagartijo, Frascuelo, Mazzantini, el Guerra- la que más me impresionaba era la de un toro, que había saltado al tendido de la viaje plaza de Madrid, llevándose por delante a media docena de aficionados. También me gustaba La Divina Comedia, ilustrada por Gustavo Doré, más que nada el tomo del infierno, que era muy emocionante, por aquello del eterno martirio de los pecadores, que a veces estaban en pelotas. Pero en el despacho quien mandaba era la Venus, gordita, rubia, blanca y sonrosada, que no debía de gustarle un pelo a mi abuela Jacoba. Desde los balcones principales se veían los árboles del paseo del Prado -que a mí ya me parecía el campo- y desde el interior de la casa, un gran patio que formaba parte de un taller de reparaciones. En el patio había una plataforma circular que giraba con los coches encima, como si fueran el "y no cae".

De cuando en cuando Nati me llevaba a la Casa de Fieras en el parque del Retiro. Mucho me gustaba ver a los animales, aunque estuvieran encerrados entre aquellos barrotes de hierro, medio sucios y adormilados. Sentía especial especial interés por los felinos -tigres, panteras y leones-, por los osos y también por los lobos, en continuo movimiento. Me llamaban la atención los muy grandes, elefantes e hipopótamos, y me divertían los monos, sobre todo cuando hacían porquerías que ruborizaban a la Nati.