Image: Flecha en el azul

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Ensayo

Flecha en el azul

Arthur Koestler

20 diciembre, 2000 01:00

Debate. Vol. I 302 páginas. 2.700 pesetas. La escritura invisible. Vol. II. 478 páginas. Madrid, 2000. 2.700 pesetas

Flecha en el azul cuenta con gran sentido del humor su infancia y juventud. Tras la llegada a Berlín, el libro se convierte en la crónica de una conversión y de una desconversión

En 1983, Arthur Koestler y su mujer se suicidaron. Había vivido de manera inquieta, apasionada, casual, vindicativa. Y así también escribió. El tiempo no ha sido clemente con su memoria. La publicación en castellano de su Autobiografía es una buena excusa para recordar al personaje, su tiempo y sus luchas. Koestler condensa el drama espiritual de muchos europeos del siglo pasado, generosos y decepcionados, que nacieron en un momento terrible, cuando, como él mismo escribe, "se ponía el sol de la era de la razón" (I, 20). O, para ser más exactos, amanecía la época de la Razón enloquecida.

Mi trato con la obra de Koestler ha sido intermitente. Lo leí por última vez hace unos años, cuando investigaba sobre la inteligencia creadora, porque su libro The Act of Creation (1964) fue uno de los primeros estudios serios sobre la creatividad. Me interesó mucho su afirmación de que el proceso creativo se revela con gran claridad en el humor y el ingenio, fenómenos que me intrigaban mucho. Explicaba los efectos del ingenio por un mecanismo de bisociación. Cada elemento se relaciona con dos sistemas diferentes que entran en colisión. En mis primeros años de Facultad, la obra de Koestler me había interesado por razones más enrevesadas. De hecho, quien me interesaba realmente era Maurice Merleau-Ponty, un distinguido miembro de la generación de Sartre, Aron y Camus, que había intentado prolongar la fenomenología de Husserl con los hallazgos de la psicología científica. Aquel proyecto me parecía -y me sigue pareciendo- muy sugestivo, por lo que leía todos los libros de Merleau-Ponty que caían en mis manos. Uno de ellos me sorprendió. Se titulaba Humanismo y terror, y el autor, alejándose de los temas fenomenológicos, se dedicaba a criticar El cero y el infinito, una novela de Koestler, que había sido un best-seller y a la que yo no concedía entonces ningún valor literario.

Menciono este hecho porque la Autobiografía de Koestler puede leerse como la larga gestación de esa novela. En el primer volumen -Flecha en el azul- cuenta con gran sentido del humor su infancia y juventud. Nació en 1905, en Hungría. Fue hijo de un pequeño empresario, fascinado por negocios disparatados, que se trasladó a Viena. Acabó siendo corresponsal en Oriente Medio de una poderosa cadena alemana de periódicos. A los veinticinco años, "cuando ya había acumulado experiencia bastante para ser un prudente anciano", le llaman a Berlín para dirigir la sección científica de todas las publicaciones de la empresa. Hitler acaba de llegar al poder. Koestler narra esta etapa de su vida con una eficacísima concisión. Un ejemplo: "La vieja tía Rose vivía con su hija y sus dos nietos en un pueblo de Checoslovaquia. Un día, en 1944, el joven gendarme del pueblo, viejo amigo de la familia, les rogó que fueran todos al cuartel de la policía para cumplir una pequeña formalidad.

Algunas semanas más tarde, la pequeña formalidad se cumplió en la cámara de gas de Auschwitz, donde murieron mi tía Rose, de setenta y dos años, mi prima Margit, de cuarenta y dos, y sus hijos Katie, de diecisiete, y Georgy, de doce" (I, 30).

Tras la llegada a Berlín, el libro se convierte en la crónica de una conversión y de una desconversión, proceso que culmina en El cero y el infinito. Esta aventura ideológica nos permite pasar de la anécdota biográfica a la categoría histórica. Koestler se hace comunista y, siete años después, reniega del comunismo. Cuenta, pues, el inquietante drama de las brillantes evidencias que se imponen y se esfuman. "Cuando terminé de leer el Feuerbach de Engels y Estado y Revolución de Lenin, una explosión mental me conmovió. Decir que uno ‘Ha visto la luz’ es una pobre descripción del éxtasis intelectual que sólo el convertido conoce. La nueva luz parece irradiar de todos lados, todo el universo se ordena, como las piezas sueltas de un rompecabezas, reunidas mágicamente de un solo golpe. Ahora toda pregunta tiene respuesta" (I, 225).

Nuestro pasado histórico se aleja con demasiada rapidez, y nos cuesta ya trabajo comprender el éxito del marxismo, la revolución rusa, el fervor comunistas de millones de personas, su generosidad, la crueldad del régimen soviético, la fascinación de los intelectuales, la desaparición de todo el sistema. El furor se mezcló con la dialéctica, la razón con el crimen, el heroísmo con la inhumanidad. Necesitamos entender lo que sucedió, si queremos aprender de la historia. No me extraña que el gran historiador François Furet, que fue comunista entre 1949 y 1956, escribiese al final de su vida El pasado de una ilusión para intentar explicarse el poder real de un espejismo. La obra de Koestler nos lo explica desde dentro. Es, por ello, un psicoanálisis de la historia. "En la década de los treinta -escribe- la conversión al comunismo era la expresión sincera y espontánea de un optimismo surgido de la desesperación. Sigo creyendo que ser atraídos por esa nueva fe era un error honroso. Estábamos equivocados, pero nuestros motivos eran justos" (I, 237). Frente al nazismo, "me parecía que la Rusia comunista recogía la antorcha que los liberales habían abandonado" (I, 244).

Además, el comunismo le hacía participar en una meta común. Un comunista nunca está solo. "Vivía en la célula, con la célula, para la célula". Lo malo es que la nueva fe suponía entrar en un sistema cerrado. "La mentalidad de una persona que vive dentro de un sistema cerrado de pensamiento, ya sea el comunista u otro, puede resumirse en una sola fórmula: puede probar todo lo que cree y cree todo lo que puede probar. El sistema cerrado agudiza las facultades mentales, como una piedra de afilar ultraeficaz, hasta un filo increíblemente frágil, produce un tipo de inteligencia escolástica, talmúdica, minuciosa, que no le ofrece ninguna protección cuando quiere cometer las más toscas imbecilidades. La gente de este tipo se encuentra notablemente a menudo entre los intelectuales" (I, 249).

En la actualidad, los nacionalismos exacerbados se mueven en ese ambiente intoxicador. Todos los sistemas clausurados, ideológicos, religiosos, filosóficos, segregan sistemas de inmunización. Sólo dejan pasar las noticias que corroboran sus posturas previas. Por eso es imposible establecer diálogo con ellos. Nada que venga de fuera puede alterarlos, la individualidad desaparece licuada por los grandes mitos: la Raza, el Pueblo, el Proletariado, el Partido. Surge la tiranía de las mayúsculas. Aparece una jerarquía infalible. "Tanto tu como yo -escribe un personaje de Koestler- podemos cometer un error, pero el Partido no. El Partido es la encarnación de la idea revolucionaria en la historia. La historia no conoce escrúpulos ni vacilaciones. No comete errores". En aquel momento, los nazis estaban diciendo lo mismo. El Pueblo alemán no puede equivocarse. Habla a través del Fuhrer. Luego el Fuhrer no puede equivocarse. Stalin y Hitler se declararon infalibles.

La Revolución deja todas las normas en suspenso. Sólo queda un dogma vigente: El fin justifica los medios. "Aprendí que las comunes reglas de honestidad, lealtad y del buen proceder no eran reglas absolutas, sino efímeras proyecciones de la sociedad burguesa". Este dogma lleva, por supuesto, al crimen. "En virtud de una especie de piedad matemática, el verdadero revolucionario ha de ser frío y despiadado con la humanidad. La conciencia hace que uno se torne inadecuado para la evolución". Koestler trabajó durante siete años para el aparato de propaganda comunista. Vino a España en 1936 como espía, fue detenido, condenado a muerte y canjeado por una prisionera del gobierno republicano. En Rusia había comenzado el reinado del Terror, las purgas y la represión. En tres juicios célebres, los compañeros más prestigiosos de Lenin (Zinoviev, Kamenev, Krestinski, Rykov, Platakov, Radek, Bujarin y otros) confesaron crímenes horribles. Se declararon traidores a la Revolución. Koestler abandona el partido. De nuevo, la soledad. "Toda la fe verdadera manifiesta una tenaz resistencia a morir, sea su objeto una iglesia, una causa, un amigo, una mujer. Para evitar el vacío que lo amenaza, el verdadero creyente está dispuesto a negar lo que sus sentidos le muestran como evidente" (II, 430). El mundo respeta a los conversos, pero desconfía de los renegados.

En 1938, comienza a escribir Darkness in the Noon, traducida como El cero y el infinito. Es una recreación novelesca de los juicios de Moscú. Rubashov, un héroe de la Revolución, acaba confesándose culpable de traición. Lo hace, a sabiendas de que es falso, para salvar la Revolución. Es su último sacrificio por la causa. Una vez más, el fin justifica los medios. La obra despertó violentas polémicas, que Koestler menciona en las últimas páginas de su autobiografía. Merleau-Ponty fue uno de los contendientes. Defendió con ardor la supeditación de los medios al fin. La violencia, decía, es inevitable. Terribles palabras en boca de un filósofo. "Enseñar la no violencia es consolidar la violencia establecida". Este clima conceptual marcó a muchos jóvenes de su tiempo. De él salieron los fundadores de algunas bandas terroristas de inspiración marxista, como los Baader-Meinhof y ETA.

La larga y a veces premiosa autobiografía de Arthur Koestler cuenta una parte de nuestro pasado olvidado. Nos ayuda por ello a comprender el presente.

Arthur Koestler nació en 1905, en Hungría. Fue hijo de un pequeño empresario que se trasladó a Viena. Pasó su adolescencia de hotel en hotel , de mayor o menor categoría según la marcha de los negocios paternos. Siempre vivió entre la indignación y la utopía. La unión de ambas cosas le hizo abandonar sus estudios, cuando estaba a punto de ser ingeniero, enrolarse en el movimiento sionista y marcharse a Palestina, con veinte años y sin un céntimo. Acabó siendo corresponsal en Oriente Medio de una poderosa cadena alemana de periódicos. A los veinticinco años, "cuando ya había acumulado experiencia bastante para ser un prudente anciano", le llaman a Berlín para dirigir la sección científica de todas las publicaciones de la empresa.