Image: Baroja o el miedo

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Ensayo

Baroja o el miedo

EDUARDO GIL BERA

21 marzo, 2001 01:00

Península. Barcelona, 2001. 445 páginas, 2.900 pesetas

Baroja o el miedo contiene datos aprovechables. Lástima que todo quede sepultado bajo un alud de invectivas enconadas. La actitud de perdonavidas intelectual del autor ha malogrado el intento

Autor de ensayos, libros de poesía y novelas, Eduardo Gil Bera, cuya obra ha merecido numerosos premios de las instituciones vascas, se adentra en esta ocasión en el género biográfico para ofrecer, como se advierte ya en la cubierta del libro, una "biografía no autorizada" de Pío Baroja. Como resultaría cómico que a estas alturas alguien tuviese la potestad de autorizar o prohibir la biografía de un escritor fallecido en 1956, está claro que el rótulo debe interpretarse, de acuerdo con la costumbre anglosajona y mercantil, como "biografía escandalosa, hostil, adversa" (con pedantesca fórmula, "desmitificadora"), lo que no pasa de ser un descarado reclamo publicitario. Gil Bera se queja de que las biografías existentes de Baroja han sido dictadas o inspiradas por el autor o sus allegados -olvida que lo mismo podría decirse de casi todos los autores coetáneos- y se propone remediar el entuerto. Aunque desconfía de la veracidad de las memorias barojianas, las sigue cuando le parece, incluso en detalles minúsculos -como los relativos a la ejecución de un reo en Pamplona (pág. 47) o a la representación del Tenorio (pág. 50)- y las rebate en cuanto halla alguna ocasión de discrepancia. Porque de eso se trata: de presentar una imagen negativa del escritor, individuo, según el autor de estas páginas, medroso, falaz, envidioso del éxito ajeno y lleno de resentimiento. Por si esto fuera poco, ni Baroja ni su padre sabían vasco (págs. 24-25) -lo que, sin duda, es grave delito-, y menos aún el sobrino, Julio Caro Baroja (pág. 161), manipulador de la imagen de su tío y antropólogo mediocre, sobre el que recaen acusaciones infinitas. Los dardos justicieros de Gil Bera no se limitan a la familia Baroja. Desde una posición altanera fulmina con acre desdén a cuantos escritores se relacionan amistosamente con el novelista vasco o se cruzan con él -Ortega, Azorín, Manuel Machado, etc.- y, naturalmente, tal vez impregnado a su pesar de cierto espíritu barojiano, a los críticos o comentaristas que en algún momento han dicho algo elogioso acerca del escritor, incluso falseando o tergiversando sus palabras. Por suerte, no conoce la obra de muchos, como delata la exigua bibliografía que maneja, porque, de lo contrario, el libro hubiera podido crecer de manera alarmante.

Más que una biografía propiamente dicha, Gil Bera se ha esforzado por construir una etopeya, un diagnóstico caracterológico de Baroja. El relato biográfico, adobado de vez en cuando con gracietas insulsas, emanadas de quien se siente muy por encima de tanta vulgaridad -léanse las frases sobre Ortega y la filosofía (pág. 104) o sobre Nakens y los bohemios (pág. 82)-, ofrece informaciones tan esenciales y enriquecedoras como ésta, referida al viaje de Baroja a Cestona: "Así que, durante más de dos minutos, Baroja fue solo, absolutamente solo. Hacía mucho calor. ¿Tembló? ¿Tosió? ¿Suspiró? Todo pudo ser" (pág. 88). Gil Bera ha recogido y contrastado muchos datos que le hubieran permitido elaborar una aceptable biografía de Baroja, pero su parti pris adverso y cierta actitud de ceñudo perdonavidas intelectual han malogrado su intento.

Si el aspecto biográfico deja mucho que desear, las observaciones literarias muestran más al desnudo la penuria de los instrumentos analíticos puestos en juego. Juzgue el lector por esta perla: la novela La feria de los discretos "es una jaimitada que ni el padre Coloma" (pág. 186). Las acusaciones de plagio se reparten con desenvoltura. Así, el comienzo de Los últimos románticos es imitación de La cousine Bette, y luego toma en préstamo un conocido vaudeville de Labiche. Cualquier analogía o semejanza le parece al autor copia y plagio, criterio elementalísimo con el cual podría acusarse a Shakespeare de haber plagiado a Bandello para escribir Romeo y Julieta. Pero claro está que los críticos y los historiadores de la literatura son miopes y no poseen el "mínimo de cultura literaria" para advertir, por ejemplo, como hace providencialmente Gil Bera, que el "Elogio de los viejos caballos del tiovivo" incluido en Paradox, rey es un "plagio cursi" (pág. 192) del poema "Chevaux de bois", de Verlaine. Volver a estas alturas sobre una sugerencia tan añeja, que nadie que haya leído a Verlaine sostendría, recalca la escasa novedad de los planteamientos críticos utilizados. Afortunadamente, el autor no ha recordado un conocido poema de Antonio Machado sobre el mismo asunto, porque también habría tenido motivos para seguir repartiendo mandobles y asestar de este modo un golpe de gracia al poeta sevillano.

Baroja o el miedo es una obra que contiene datos aprovechables y algunas informaciones del mayor interés. Lástima que todo ello quede sepultado bajo un alud de invectivas enconadas, observaciones irrisorias y frágiles argumentos. Es el precio que a menudo se paga cuando un autor comienza su tarea enarbolando con más fuerza el sable que la pluma.