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Ensayo

Diarios completos

Manuel azaña

21 marzo, 2001 01:00

Introducción de Santos Juliá. Crítica. Barcelona, 2000. 1.296 páginas, 9.000 pesetas

La edición finalmente completa de los Diarios de Azaña, luego de complicadas vicisitudes, cuenta con una introducción de Santos Juliá, del que el lector no podrá deducir ni una arruga en la trayectoria de quien encarna el espíritu superviviente de la República

Incluso historiadores críticos de la II República, como Stanley Paine, llaman a ésta "la primera democracia española". El concepto es inexacto en un doble sentido: cronológico, pues hubo una primera experiencia democrática importante durante el siglo XIX. Y, sobre todo, conceptual, ya que, en tanto que régimen democrático, la II República fue tan sólo un mínimo común denominador para un conjunto de fuerzas esencialmente revolucionarias, que la trataron sin miramientos. Esas fuerzas eran las de la revolución republicana, cuyo objetivo consistía en imponer la laicización de la sociedad desde el Estado, aliada, según cómo y cuándo, con parte de las distintas tendencias del colectivismo obrero: socialista, anarcosindicalista y comunista, que estaban, a su vez, radicalmente enfrentadas entre sí sobre el mejor modo de alcanzar la sociedad sin clases y sin Estado. A este panorama debe añadirse la presencia de la contrarrevolución católica, inclinada mayoritariamente hacia formas de gobierno corporativas y autoritarias y otros grupos menores, más o menos atraídos por las fórmulas fascistas. Los grupos moderados que consideraban la república constitucional como fin en sí mismo (y que se situaban a la derecha de Azaña) eran insuficientes, aunque no desdeñables, pero la dinámica republicana terminó por destruirlos.

Hasta hace unos veinte años, la historiografía progresista discutía con pasión los méritos y deméritos de las distintas estrategias obreras revolucionarias en la etapa republicana y durante la guerra civil. En ese debate se consideraba implícitamente normal el fracaso político de Azaña, víctima de un proceso revolucionario que dejaba atrás la sociedad burguesa. Desde mediados de los 80, sin embargo, al resquebrajarse el convencimiento de que el obrerismo revolucionario tuviera que ver con una modernización verosímil de España, salvo como obstáculo, se abrió camino en esa historiografía progresista el convencimiento sustitutivo de que el proyecto político de Azaña era lo único verdaderamente salvable de la izquierda durante la II República y, con el personaje, el propio régimen republicano como empresa histórica democrática y modernizadora. De esta forma, Azaña fue pasando, de fracasado, a héroe trágico, tal y como lo requería el guión escrito por el personaje. La cuestión no es que el proyecto republicano de izquierdas, incluso en la versión literariamente excelsa de Azaña, tuviera inconsistencias de fondo suficientes para explicar un fracaso de proporciones aún más abrumadoras que el de la I República de 1873. La cuestión es que los españoles perdimos la ocasión de estar a la altura del proyecto de la República azañista. Se repite así un fenómeno característico de la tradición revolucionaria española, consistente en que su incapacidad para la autocrítica llevó y lleva a sus defensores a transfigurar ese fracaso político, en este caso del republicanismo, en el fracaso histórico de España (o del capitalismo o del reformismo).

La edición finalmente completa de los Diarios de Azaña, luego de complicadas y conocidas vicisitudes con parte de los cuadernos que no vienen al caso, cuenta con una introducción de Santos Juliá, del que el lector no podrá deducir ni una arruga en la trayectoria biográfica de quien encarna el espíritu superviviente de la II República. Con este fin, Juliá utiliza argumentos, como todos, discutibles. El modo, por ejemplo, como se produjo la ruptura definitiva de Azaña con Lerroux y Alcalá Zamora, de consecuencias muy graves para la suerte del régimen, se explica de sobra por la concepción esencialista que Azaña tenía de la República. Esta era para él algo más que un régimen político: equivalía a la refundación de España, es decir, a la revolución, y ese planteamiento era incompatible con la ideación por Azaña de un sistema de partidos que encauzara los dictados del sufragio universal al servicio de la estabilidad política. Azaña se propuso, y lo consiguió, que la II República no se pareciera en nada a la Monarquía constitucional de la Restauración, que despreciaba. Pero como Juliá no aborda en su introducción los periodos más pertinentes para el examen de estas cuestiones, correspondientes al Azaña de la oposición y, luego, al gobernante del Frente Popular, todo este asunto queda en el aire. El lector debe dar también por bueno que el sufrimiento moral y la solidaridad con los combatientes republicanos compensaron sobradamente que el Presidente de la República sirviera de notario de la destrucción del Estado liberal en la zona republicana y de su posterior semi-reconstrucción en forma de democracia "de nuevo tipo" o "popular". Proceso paralelo al que tenía lugar en la zona franquista. La constatación de los padecimientos morales de Azaña no impide sorprenderse por el hecho de que, quien nunca creyó en la victoria de la República, llevara sus planes de mediación internacional hasta lo que se parece bastante a un proyecto de partición indefinida de España: la franquista bajo la tutela italogermana y la frentepopulista bajo la Francia y Gran Bretaña. Azaña dejó tras de sí un panorama de ruinas políticas, pero también una obra literaria de la que el testimonio de estos diarios representa lo mejor. Es un legado parecido al del grueso de los intelectuales del primer tercio del siglo XX: construyeron el español que hoy hablamos y fueron ensayistas brillantes, pero, en política, fracasaron allí donde habían triunfado los liberales del siglo XIX, que ellos despreciaban o ignoraban.