Image: Falsarios y críticos

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Ensayo

Falsarios y críticos

Anthony Grafton

28 noviembre, 2001 01:00

Traducción de Gonzalo G. Djembé. Crítica. Barcelona, 2001. 168 páginas, 2.300 pesetas

Grafton se complace más en una erudición selectiva que en el desarrollo argumental de los atisbos que su investigación esboza para una auténtica teoría de la falsificación literaria

El autor de este ensayo, una conferencia especial escrita para la Universidad de Princeton, recuerda cómo lo que empezó siendo una mera práctica pedagógica concluyó en una auténtica manifestación de "la delincuencia literaria", en un género literario sui generis y en un poderoso estímulo para el desarrollo de la crítica y la bibliografía científicas, que tuvieron en el Methodus ad facilem historiarum cognitonem de Jean Bodin uno de sus primeros frutos ya granados. En efecto, los maestros de retórica ejercitaban a sus alumnos en la creación de pastiches verosímiles de los grandes autores cuyo estilo estudiaban, al tiempo que les inducían a redactar epístolas privadas, impostando el papel de sus apócrifos remitentes y haciéndolas circular como genuinas, generalmente con notable éxito de veredicción.

Estas prácticas se generalizaron desde el siglo IV antes de Cristo hasta hoy. Así, por ejemplo, en 1669 un editor ambicioso, estimulado por el gran éxito comercial de la antología de epístolas femeninas editada por François de Grenaille, desgaja las cartas de amor de una religiosa portuguesa incluidas en la obra completa del Señor de Guilleragues, que enseguida alcanzan gran popularidad y generan una doble superchería: la invención de su autora, Mariana de Alcoforado, muerta en el convento de la Concepción de Beja hacia 1723, e incluso la de que su destinatario era un militar francés destinado en Portugal, Nüel de Chamilly, personaje histórico esta vez.

No es éste un ejemplo que Grafton mencione. Su obra, amén de sucinta, se complace más en una erudición selectiva que en el desarrollo argumental de los indudables atisbos que su investigación esboza. Se renuncia, así, a la magnífica posibilidad de hacer una auténtica teoría de la falsificación literaria como lo que realmente es, la ficcionalización no sólo del contenido de la obra literaria sino también de las circunstancias pragmáticas que sustentan la existencia de un texto: autor, destinatario, tiempo, espacio, contexto, intencionalidad, e, incluso, la propia materialidad de la escritura, pues los grandes falsarios también fueron maestros en el envejecimiento artificial de los pergaminos, el papel y las encuadernaciones, el "deslustre deliberado" del que habla Grafton.

Adolece, sin embargo, este autor del mismo vicio que hemos denunciado ya en otros críticos y eruditos anglosajones: un desconocimiento olímpico de literaturas que, como las hispánicas, no merecen en modo alguno ser obviadas. Resulta asombroso que el único autor español que le interesa sea Melchor Cano en cuanto crítico de Giovanni Nanni, el gran mixtificador de la Roma antigua, pero que a la hora de ejemplificar "el tópos del objeto encontrado en un lugar inaccesible, copiado y posteriormente perdido, como apoyo de un texto que, de ser presentado como obra individual, hubiera carecido de toda credibilidad" (pág. 16), se remonte hasta Ctesias antes de recurrir a Defoe, ignorando por completo El Quijote, donde el artificio del "manuscrito encontrado" sustenta toda la fabulación. Y por volver a las cartas, no le hubiese venido nada mal a Grafton recordar las disquisiciones de la crítica hispánica acerca del anonimato del Lazarillo de Tormes que Américo Castro veía totalmente solidario de su estructura autobiográfica, y que Francisco Rico amplió perspicazmente, muy en la línea de este estudio acerca de la creatividad y la impostura en la tradición occidental, aduciendo que en este caso estamos no tanto ante un anónimo como ante un apócrifo, pues el desconocido autor de la carta donde Lázaro de Tormes cuenta el caso de sus cuernos consentidos aspiraba a hacer del lector víctima de una superchería.

Lo mismo que persiguieron, por ambición, por capricho, por filias o por fobias -móviles todos analizados por Grafton- autores de la época clásica y helenística contra los que reaccionaron ya con rigor los Calímacos y Varrones, pero que tuvieron meritorios continuadores en figuras tan diversas entre sí como puedan ser el Erasmo de Rotterdam falsificador de un tratado de San Cipriano sobre De duplici martirio, el Pierre Hamon inventor del testamento de Julio César, o James Macpherson, traductor de los poemas del bardo celta y apócrifo Ossian. Todos ellos amparados por ese gran poder que subyace a toda literatura: la autoridad constitutiva de la realidad que desde los Génesis judeo-cristiano o maya-quiché se atribuye al enunciado verbal, ratificado y fortalecido luego por la escritura manuscrita, y finalmente por la impresión. Pensando en ello, Bertrand Russell afirmaba que los lectores de periódicos suelen confundir la verdad con el cuerpo de letra doce.