Image: El atizador de Wittgenstein

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Ensayo

El atizador de Wittgenstein

DAVID J. EDMONDS Y JOHN A. EIDINOW

5 diciembre, 2001 01:00

Wittgenstein

Traducción de María Morrás. Península, 2001. 334 págs., 3.500 ptas.

Como en las buenas novelas policíacas, la solución se muestra en su más estremecido enigma: un atizador de chimenea en manos de un filósofo enfurecido (más por el hastío, o el fastidio, que por ninguna pasión afirmativa en relación a "ese burro de Popper" al que se ha visto en la obligación de soportar). El filósofo en cuestión es uno de los más grandes del siglo pasado, Wittgenstein, y en el texto se dan muchas claves que nos permiten acercarnos a su compleja personalidad.

Todo el libro se centra en un evento que apenas duró unos minutos, en el que, en medio de una sesión muy académica en Cambridge que, sin embargo, poseía el elemento morboso de un encuentro entre dos grandes personalidades filosóficas, Popper y Wittgenstein, éste último, asqueado de la sesión, de su contrincante y, sobre todo de Bertrand Russell, que presidía el acto, tuvo la genial idea de agitar la chimenea con un atizador; y en un momento crucial, al parecer, blandió el arma como refuerzo de su argumentación; y fue reprendido por ello por Russell ("Wittgenstein, por favor, deje el atizador en su sitio").

Un cúmulo de violencia inusitada parece concentrarse en esa escena, una escena desde hacía años preparada mentalmente, o de forma imaginativa, por Popper; una escena que a Wittgenstein, el gran seductor, en un escenario de "campo propio", repleto de alumnos que mimetizaban sus gestos y sus expresiones, le producía antes que nada fastidio. Su mente navegaba en otro océano (quizás referido a sus obsesiones inescrutables, místicas, suicidas, homoeróticas; y sobre todo filosóficas en el más egregio sentido).

Dos judíos conversos, de la diáspora (sinónimo siempre de civilización) enfrentados: uno aristocrático, de una de las más ricas familias de Viena, de una artistocracia monetaria de gran refinamiento artístico; el otro procedente de un medio social modesto, aunque culto; Popper. Uno combativo en su lucha social, política (Popper); otro (Wittgenstein) combativo en el juego de dados con Dios (sinónimo al "sentido del mundo"). Ambos sumidos en un escenario terrible y trágico de post-guerra (con holocausto incluido).

El libro se lee con verdadero interés; no pretende ser más que un reportaje periodístico centrado en ese misterioso evento, que tuvo lugar en 1946, inmediatamente después de terminar la segunda guerra mundial, en la ciudad de Cambridge. Un evento que no es posible recordar de manera fidedigna; y no lo es porque la memoria es siempre traicionera; superpone imágenes sobre imágenes; y al fin queda borrada y secuestrada la "verdad" de lo sucedido.

Los puntos de vista retrospectivos son casi todos sesgados y poco diáfanos. Se recuerda a Wittgenstein esgrimiendo el atizador, a una atractiva esposa de un filósofo del lugar que, a modo de Sharon Stone avant la lettre, no paraba de cruzarse y descruzarse las piernas, apostada en una ventana del viejo edificio del club de Ciencias Morales (se sabía que no era costumbre suya el uso de bragas). Sexo y violencia.
Se recuerdan frases, gestos, voces; pero no hay acuerdo; y no hay veredicto; no se supo si hubo vencedor o vencido. Sólo se sabe que acto seguido, al ser reprendido, Wittgenstein dio un portazo y se fue, dejando al público atónito y a Popper con el regusto amargo de no haber podido saborear su victoria.

Queda la impresión de que en el seno de la filosofía, por alguna razón que pertenece a su historia y a su tradición, se acumula a veces, junto a la pasión, una inusitada violencia. Como si los filósofos tuvieran que ser "señores de la guerra" para oficiar como tales.
Queda también la impresión de que al final, más allá de otras consideraciones, como son el rango social, la distinta extracción, las mayores o menores facilidades de la educación, subsiste la vieja distinción (romántica) entre el genio (Wittgenstein) y el talento (Popper). Algo misterioso que no permite conjeturas; y que da a la obra del primero un carácter monumental, creativo, cercano a la literatura (como "poema filosófico" fue definido el Tractatus en su obituario en un periódico londinense); y que hace de la mejor obra del segundo, Lógica de la investigación científica, un excelente libro (pero no una "obra de genio"). Por su escritura los reconoceréis.

Y dejo de lado la cuestión, bien planteada por Nietzsche, de si la excepcionalidad del genio es útil o perjudicial para la especie (o si se alinea más bien en la proximidad del delincuente, del alienado mental o del criminal).