Image: Fast food. El lado oscuro de la comida rápida

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Ensayo

Fast food. El lado oscuro de la comida rápida

Eric Schlosser

13 marzo, 2002 01:00

Grijalbo. Barcelona, 2002. 450 páginas, 19 euros

George Ritzer en su ensayo La McDonalización de la sociedad (Ed. Ariel, 1996) escribe que cuando Pizza Hut abrió su primer restaurante en Moscú en 1990 un estudiante ruso comentó: "Es un trozo de Norteamérica". Algo en lo que también incide John F. Love en McDonald"s : Behind the Arches (Bantam, 1995). Por su parte, Mark Pendergrast analiza en Dios, patria y coca cola (Javier Vergara, 2001) cómo esta bebida se ha convertido en una "metáfora del crecimiento del capitalismo", un asunto en el que profundiza Frederick Allen en Secret Formula (Harper, 1995).

Este libro golpea en la médula del estilo de vida de la América profunda. Su autor ha investigado lo que hay detrás de la comida rápida y uno de los grandes mitos de la cultura popular norteamericana se ha derrumbado. Tras la II Guerra Mundial nacen en California los ángeles del Infierno con desechos de soldados reconvertidos en moteros antisistema y los restaurantes de comida rápida como encarnación de la racionalidad industrial y del espíritu de empresa. Las cosas han cambiado. Hace dos años la enfermedad de las vacas locas o, dicho de otro modo, la encefalopatía bovina espongiforme, puso en evidencia que la alimentación de las vacas no era la adecuada. Poco después, la fiebre aftosa vino a insistir en lo mismo: el ganado es tratado como un producto industrial.

En Estados Unidos el problema viene de lejos. En los años sesenta y setenta un líder ecologista tan moderado como Ralph Nader decía que la industria de la salud era la segunda más importante en Norteamérica porque la primera era la de la alimentación. Se podrá estar o no de acuerdo con esta afirmación, pero lo cierto es que a partir de los años setenta el número de norteamericanos con sobrepeso corporal empezó a transformarse en lo que es ahora: algo que empieza a tener las características de una epidemia de obesidad.

Aunque es evidente que la industria de la alimentación no es la única responsable de la actual plaga de sobrepeso y de otras enfermedades, lo cierto es que el proceso de industrialización y deterioro de buena parte del procesado de lo que hoy se come en el mundo es algo palpable. Con demasiada frecuencia industrializar no es otra cosa que abaratar costes y aumentar beneficios. La lógica del beneficio del dinero no puede olvidar que la alimentación de una ternera destinada al consumo humano requiere un respeto al cliente que al final se come el producto.

Dentro del amplio panorama en el que se inscribe el tratamiento industrial de la alimentación, la comida rápida ha despertado un enorme recelo paralelo, curiosamente, a su rápido e inmenso desarrollo. Este libro constituye una tremenda acusación contra la industria de la restauración en el país que precisamente ha inventado la fase Foz. Como reza el subtítulo de este volumen, "El lado oscuro de la comida rápida", Schlosser ha querido dejar constancia de los, en su opinión, desmesurados abusos con los que se prepara la alimentación de buena parte de los norteamericanos.

Decir comida rápida es decir hamburguesas, aunque en los últimos años la industria de la pizza, del pollo frito y del bocadillo ha crecido de un modo vertiginoso. Aunque la comida rápida sea un conglomerado que va más allá de lo que se expende en las hamburgueserías, el núcleo central de la misma gira en torno a los fabricantes y distribuidores de hamburguesas y patatas fritas, y si se cierra todavía más el foco, lo que queda en la fotografía es McDonald’s y su potente iconografía.

McDonald’s se ha convertido en el emblema por excelencia de la economía de servicios estadounidense, que en la actualidad es la responsable del noventa por ciento de los nuevos puestos de trabajo del país. En 1968, McDonald’s había perfeccionado enormemente su sistema de franquicias y gestionaba unos mil restaurantes situados, sobre todo, siguiendo el eje de las grandes autopistas norteamericanas. En la actualidad dispone de unos veintiocho mil establecimientos esparcidos por todo el planeta, y su ritmo de crecimiento oscila en torno a dos mil nuevos restaurantes cada año. Los McDonald’s ya no están ubicados junto a las carreteras, ahora ocupan magníficos locales que tanto están en el corazón de Nueva York como a un paso de la Grande Place de Bruselas o en plena Gran Vía madrileña. Schlosser calcula que uno de cada ocho trabajadores norteamericanos ha sido en algún momento de su vida laboral empleado de McDonald’s. Esta multinacional contrata cada año en torno a un millón de personas, algo que no consigue ninguna otra empresa norteamericana, sea pública o privada. McDonald’s es el mayor comprador norteamericano de carne de vacuno, carne de cerdo y patatas de todo el país, y el segundo comprador de pollo. Ninguna empresa dispone en todo el mundo de tantos establecimientos como ella. Desde hace años es la marca más famosa del mundo, siendo más conocida que Coca-Cola, aunque para ello tenga que gastarse más dinero en publicidad y marketing que cualquier otro logo. Por si esto fuera poco, McDonald’s gestiona más parques infantiles que cualquier otra entidad privada de Estados Unidos, y es uno de los principales distribuidores de juguetes del país.

Este volumen de Schlosser, documentado, riguroso y que incluso reconoce algunas de las virtudes de la comida rápida es, sin embargo, una obra de originalidad muy escasa. Se ha escrito mucho contra la comida rápida. Uno de los alegatos más inteligentes y articulados se debe a un sociólogo, famoso en todo el mundo por sus libros sobre teo-ría sociológica, llamado George Ritzer. En 1993 escribió un magnífico texto titulado La McDonalización de la sociedad. En dichas páginas, lo que él denomina mcdonalización constituye un inquietante proceso que, desde los restaurantes de comida rápida, se propaga a un número cada vez más amplio de aspectos de la vida cotidiana y económica de la sociedad norteamericana. En opinión de Ritzer, el fenómeno McDonald’s se ha convertido en una forma de hacer negocios que otras muchas empresas están copiando. Sostiene Ritzer que las cadenas de fabricación con las que se prepara la comida rápida perjudican la salud de sus trabajadores porque son deshumanizadoras al exigir una automatización en el comportamiento de sus empleados de carácter claramente autoritario.

En Fast Food podemos leer que el norteamericano medio consume en torno a tres hamburguesas y cuatro bolsas de patatas fritas por semana. Esto supone una legión de trabajadores, jóvenes e inmigrantes mal pagados que elaboran un producto en el que hay mucho de artificial. La industria del sabor y del olor es la responsable, recurriendo a productos químicos, del gusto de una comida que seduce no sólo a millones de adultos sino, y esto es lo más importante, a otros tantos millones de niños y adolescentes.

Es indudable que Schlosser se ha impuesto el deber de, si no llegar a derrotar a los gigantes de la comida rápida, sí tratar de que el conjunto del gran sistema de la manipulación de la alimentación que acaba convergiendo en la superhamburguesa que mañana comerán millones de personas sea más racional y esté guiado por una lógica que no sea sólo la del lucro. En este sentido, tanto Schlosser como antes Ritzer son capaces de reconocer que McDonald’s ha dado muestras de flexibilidad y capacidad de adaptación a nuevas y más sanas exigencias alimenticias. Es bien cierto que McDonald’s cambió hace unos años sus envoltorios de plástico por otros biodegradables, que la grasa repleta de colesterol que utilizaba para cocinar fue sustituida por aceites vegetales más sanos. Asimismo, ha exigido de sus proveedores una carne picada exenta de bacterias patógenas.

Esta voluntad de actuar con rapidez cuando McDonald’s se ve enfrentada a las protestas de los consumidores es algo que no se deja de señalar en esta obra. Nadie está obligado, ni en Estados Unidos ni en el resto del mundo, a consumir comida rápida. Sin embargo, es bueno que un libro como éste, que está dando en sus lectores la vuelta al mundo, obligue a los gigantes de la producción de la comida rápida a mejoras sanitaria y laborales en las distintas fases de su proceso de producción. Con esto ganamos todos aquellos a quienes nos gusta comer, de vez en cuando, una buena hamburguesa con patatas fritas.