Ensayo

La importancia de llamarse Dolly Wilde

Joan Schenkar

24 julio, 2002 02:00

Trad. A.E. Guillén. Lumen 490 págs, 22 euros

Para quien conociera el mundo de los expatriados norteamericanos en París (en los años 20 y 30) o el nacimiento de la literatura moderna (el modernism anglosajón) que acompañó, entre bohemia, a esa generación perdida, Dolly Wilde era un nombre prestigiosamente fugaz, entre el círculo de lesbianas ilustres que floreció en tal entorno, o entre otro círculo más mundano y francés -o británico- donde aparecen Colette, Cocteau o Cecil Beaton. Djuna Barnes, en una de sus obras menores, El almanaque de las mujeres, libro en clave, llama a Dolly Doll la Furibunda. Pero, ¿quién fue esta Dolly Wilde a quienes tanto y tantos -importantísimos- citan de pasada o rememoran como un mágico ser, cautivador, inútil y perdido?

Dolly (Dorothy) Wilde (1895-1941) fue la única sobrina de Oscar Wilde, hija del segundo matrimonio de su hermano mayor Willie (a quien Oscar no idolatraba precisamente) y de una mujer, que sí admiraba a su cuñado, Lily Lees, que tras la muerte de su marido, casó con un traductor inglés, de origen portugués, padrastro de Dolly: Alexander Teixara de Mattos. Quiere esto decir que la infancia de Dolly debió ser difícil, y ella no se refirió nunca a tal etapa de su vida, probablemente solitaria y en cuesta. Dolly entra en escena (orgullosa de su entonces malfamado apellido, y de ese tío al que practicamente no conoció) al hacerse -con otras lesbianas célebres- conductora de ambulancias en Francia, durante la Primera guerra mundial, en 1915. Ya en la década de los 20 -la era del jazz y la diversión, el mundo aparentemente feliz en el que Dolly triunfó- se moverá entre París y Londres, ingeniosa, atrevida y modernísima, a caballo de dos mundos distintos y complementarios: los salones o tugurios de la aristocracia rebelde y refinada (conservadores en política, pero más que libres en su concepción moral) y los otros salones o tugurios de la modernidad literaria, unida a una tradición lésbica que hizo de puente: el mundo y la casa de Natalie Clifford Barney, "la Amazona", amante de Dolly -entre cien- y mujer de letras...

A Dolly Wilde (adicta a las drogas y que murió sola en Londres, a los 46 años, como su famoso tío, en circunstancias no del todo claras, acaso resultado de una sobredosis) el apellido Wilde le ayudó y le aplastó: ella era mucho más Wilde que el un tanto cariacontecido hijo de Oscar -Vyvyan- que además se apellidaba ya Holland. Ella jugó a Wilde e incluso se disfrazó de Wilde en varias fiestas, y en las cartas suyas que se han conservado (a amigas y amantes) da muestras de ingenio y dotes literarias. Pero, aunque quisiera haber escrito ¿qué haber hecho bajo la sombra, que ella invocó, de Oscar Wilde? Divertida, encantadora, moderna, refinada, perdedora nata, Dolly Wilde (mucho más que un nombre) brilla en esta magnífica biografía de Joan Schenkar, como la imagen y el símbolo de un tiempo refinado que se quiso más libre y feliz, pero que también conoció la desdicha. Para adoradores de todos los raros.