Image: La muerte

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Ensayo

La muerte

Vladimir Jankélévitch

2 enero, 2003 01:00

Vladimir Jankélévitch

Trad. Manuel Arranz. Pre-Textos, 2002. 435 páginas, 35 euros

Jankélévitch es una figura inclasificable en el panorama de la filosofía contemporánea, pues su pensamiento no encaja en ninguna de las corrientes dominantes durante la posguerra francesa ni en las variantes del postestructuralismo.

No obstante, su variada obra de carácter ético, ontológico y musicológico ha ejercido una notable influencia más allá del estricto ámbito académico-filosófico, como revela su ensayo sobre la muerte, tan apreciado por intelectuales tan diversos como Jean Améry, Louis-Vincent Thomas e incluso el historiador Philippe Ariès.

Jankélévitch nació en 1903 en Francia. Al estallar la II guerra mundial e imponerse el régimen de Vichy, se prohibió al joven filósofo la docencia pública y se vio obligado a refugiarse en Toulouse. Allí colaboró con el movimiento de la Resistencia y prosiguió clandestinamente su labor docente en los cafés. Su experiencia en el frente, el testimonio de los crímenes del nazismo supusieron una escisión en la vida y en la filosofía de Jankélévitch, que le alejó de su juvenil arraigo en una cultura que hizo de la muerte maestro de Alemania, y como Levinas concedió primacía a la razón ética sobre la ontología pura. Desde su Tratado de las virtudes (1949) hasta su fallecimiento en 1985 sus objetos de meditación recurrentes serían la muerte, la culpa y el silencio.

La muerte fue publicada en 1966, poco antes de las revueltas del mayo del 68, que el pensador francés siguió activamente junto a sus estudiantes. No parece, sin embargo, un producto intelectual típico de este periodo de ilusiones. Su contenido abunda en alusiones a la experiencia de los supervivientes de los campos de la muerte y en profundas consideraciones sobre la naturaleza irreparable e irrevocable del genocidio, pero no se diría que su espíritu fuera el del resistente optimista. No es extraño que Améry se sintiera fascinado por un ensayo como éste que sostiene la naturaleza inconcebible del instante mortal, respeta el pudor que hace enmudecer a todo superviviente, se rebela contra el escándalo y absurdo del cese de la vida y rechaza toda consolación de índole religiosa y metafísica. Desde una filosofía de la inmanencia como la de Jankélévitch, opuesta al principio de compensación y de continuidad, sólo cabe aceptar esa tendencia a perseverar en el ser que protesta desesperadamente contra el absurdo de la nihilización. Frente a toda una tradición metafísica que desde el Fedón y las Tusculanas concibe la filosofía como commentatio mortis, Jankélévitch niega la posibilidad ontológica y epistemológica de una tanatología, puesto que el objeto de esta imposible ciencia es un no-ser, una nada refractaria a cualquier categoría y capaz de aniquilar al propio sujeto del pensamiento agónico. Entonces, ¿qué podemos saber de la muerte? Nada o casi nada, confiesa el autor, como mucho eufemismos y perífrasis, tal vez metáforas y alegorías. Sin embargo, toda filosofía consciente de su finitud debe rumiar ese presque rien que nos angustia y que nos enfrenta con el umbral de lo impensable e indecible. Este filósofo trágico, amante de las contradicciones y paradojas, atento a las verdades de Perogrullo, fiel al espíritu de fineza de Pascal y al escepticismo de Montaigne, lector de la tradición literaria rusa y de los clásicos españoles, en particular de Gracián, San Juan de la Cruz y Unamuno, sin olvidar su pasión por la música de Albéniz y Mompou, no desprecia algo tan serio como el humor. Por eso confiesa que a toda meditación de la muerte que no quiera conformarse con ser una meditación de la vida sólo le quedan como alternativas la angustia o la siesta. Sólo resta recomendar al lector la excelente traducción de Manuel Arranz.