Image: Jarhead. A marine’s chronicle of the Gulf War and other battles

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Ensayo

Jarhead. A marine’s chronicle of the Gulf War and other battles

Anthony Swofford

27 marzo, 2003 01:00

Scribner. Nueva York, 2003. 263 páginas, 24 dólares

No puede llegar en momento más oportuno esta crónica desencantada del marine Anthony Swoford, en la que nos relata su vida en el ejército americano y su participación en la guerra del Golfo en 1991. Doce años después, la historia se repite y 450.000 soldados americanos viven circunstancias similares a las que relata el autor.

El autor perteneció al grupo de francotiradores de los marines, o jarheads, como se llaman ellos. Jarhead alude al corte de pelo "a la taza" con el que se distingue a los soldados que forman parte de este cuerpo. El protagonista pasó siete meses en el desierto, y vivió una semana de guerra. Estuvo a punto de morir en tres ocasiones; en una de ellas era su propia mano la que empuñaba el arma. La soledad, el aburrimiento, la juventud y el absurdo... todos estos factores combinan peligrosamente.

Las fantasías sexuales del marine, el lenguaje obsceno y el culto a la masculinidad son características que comparten todos los ejércitos. Asimismo, cierto paralelismo perturbador entre las armas y el sexo femenino. Cito: "Algunos tiradores comparan el gatillo con el clítoris y la puntería en el disparo con el orgasmo de la mujer, pero en nuestra compañía nos abstenemos de antropomorfizar nuestras armas. El hacerlo introduciría un elemento humano en una relación enteramente mecánica. El hacerlo podría humanizar a nuestro enemigo, obviamente una equivocación gravísima".

Es raro encontrar a un marine que acceda a contar su vida en el ejército, pero es aún más insólito que lo cuente con precisión, sensibilidad y total honestidad como en este caso. En la toma del aeropuerto de Kuwait, Swofford, en su condición de francotirador, calcula que puede alcanzar con facilidad a los iraquíes dispuestos en la torre de control y pide permiso a sus superiores para disparar. Se lo niegan y, en su frustración, se dedica a apuntar cabeza por cabeza a los que se rinden. Le gustaría volarles el cráneo a esa pandilla de cobardes, que sonríen penosamente mientras agitan sus bande- ritas blancas. Siete meses en el desierto convertido ahora en un mar de muertos, de cuerpos desmembrados y vehículos reducidos a un amasijo de hierros gracias a las bombas americanas. Algunos marines, en su locura, se ensañan con los cadáveres. Es el caso de crockett, su compañero: "Dice que la mirada en el rostro del muerto, su gesto despreciativo, es insultante. El hombre merecía morir y como ya está muerto, hay que destrozar su cadáver". Crockett se ceba todos los días con el mismo difunto. Swofford enumera las causas que llevan a su compañero a actuar de ese modo tan cruel: "El miedo, la estupidez, la ignorancia. Los meses de despliegue y entrenamiento, la soledad, el aburrimiento, el cansancio, las rondas de disparos a objetivos falsos, las innumerables noches observando el fuego y finalmente la desilusión, la victoria fácil que sólo rozó superfi- cialmente la idea que teníamos de la guerra. Todas estas facetas de nuestro conflicto son insufribles. ¿Acaso peleamos? ¿Era eso combatir? Swofford finalmente entierra el cadáver para que Crokett y el iraquí puedan descansar en paz. No sabemos cuál de los dos está más muerto.

Desgraciadamente la historia se repite y estamos en guerra. Soldados como Crockett o como Swofford estarán poniéndose las angustiosas máscaras de gas, o disparando al enemigo o compadeciéndose de él, tras constatar las terribles deficiencias en su equipamiento. Soldados en primera línea de batalla, muchos con nombres hispanos, rusos o chinos, que se enrolan en el ejército americano para obtener la residencia legal en ese país. Si no mueren en la guerra, habrán conseguido un merecido lugar en la sociedad americana. Pero ni siquiera esta legítima ilusión es verdadera. Si no mueren, lo más probable es que no consigan adaptarse a la vida civil y terminen sus días alcoholizados o de mercenarios.

Para el escritor no existe la esperanza: "Tengo derecho a desesperar por las atrocidades que con toda seguridad seguirán ocurriendo, la misma desesperación que me empuja a escribir este libro... ¿Qué esperabas ganar? Las bombas van a continuar... Hay que pedir perdón a las madres cuyos hijos morirán de un modo terrible. Esto no terminará nunca".