Confesiones de un burgués
Sándor Marai
22 abril, 2004 02:00Sándor Marai
Sándor Márai escribe unas prematuras confesiones, cuando apenas ha superado los treinta años. Ese ejercicio autobiográfico, que insinúa un inequívoco voluntarismo, contrasta con el reconocimiento de que ninguno de sus planes o decisiones se han cumplido.El tiempo evocado en estas páginas no conoció otro rumbo que el impuesto por el azar y las oscilaciones de una neurosis pertinaz. Esas fuerzas determinarán una existencia errante, inestable, donde sólo perdura la vocación literaria. Hijo de la burguesía magiar, crecerá en un hogar que no cuestiona los privilegios ni las diferencias sociales. Su paternalismo con los vecinos judíos o las criadas sólo revela indulgencia, no espíritu crítico ante un orden político basado en intolerables desigualdades. La perspectiva del joven Sándor no coincide con la de su familia. La situación de las criadas le parece particularmente humillante y no escatima palabras de afecto y admiración hacia un tío socialista, que muere de inanición durante la Gran Guerra, al ceder a los pobres su cartilla de racionamiento. Rebelde e indisciplinado, Sándor no muestra ningún afecto hacia la escuela. Su inconformismo choca con un ambiente que no propicia la creatividad, sino la obediencia. Al igual que Thomas Mann, Márai entiende que el sentido de la disciplina académica no es formar hombres libres, sino siervos.
A los catorce años, se fuga de la hacienda de sus tíos, donde pasa el verano. Durante esa huida, descubre que no pertenece a nada. No anhela echar raíces, fundar una familia, integrarse en una comunidad. No le preocupa parecer inmoral o reacio al compromiso. Acepta la infelicidad como condición necesaria para la creación artística. Ser escritor significa vivir en la desesperación, el miedo, la incertidumbre. El impulso de escapar ya no se extinguirá. Años más tarde, comienza una existencia itinerante. Cada ciudad le descubrirá algo nuevo. En Berlín, conocerá la promiscuidad de razas y culturas. París le decepcionará inicialmente, pero luego se dejará seducir por la bohemia, llegando a plantearse cómo es posible vivir sin hachís o ajenjo. Florencia le revelará el esplendor de la belleza, la generosidad de un mundo dispuesto a entregarse a una sensibilidad despierta. Durante sus desplazamientos, surgirá el amor, su matrimonio con Lola, una unión desgraciada que apenas durará. Márai se reconoce infiel, voluble, incapaz de establecer vínculos permanentes. No le afligirá romper con sus parejas y aceptará que le abandonen.
Su carrera periodística comienza en el prestigioso Frankfurter Zeitung, con unas colaboraciones que revelan un ilimitado asombro por la vida y cierta incapacidad para discriminar lo esencial de lo anecdótico. Esa disposición le indicará que los artículos son un espacio insuficiente para plasmar su ambición literaria. Su afán por viajar y conocer lugares nuevos se aplacará al iniciar su trabajo creativo. Las ciudades y los paisajes son insignificantes cuando se comparan con nuestro mundo interior. El infinito está en nuestra mente. No hay otra patria para el escritor, salvo su lengua materna, que le ayuda a penetrar en esa vasta región.
Márai considera que la escritura no es una tarea sana. Es una enfermedad, algo que nos elige y nos consume. El escritor arde como una tea, al bajar a "las profundidades de su obra, donde lo esperan peligros, terremotos, abismos, incendios". Las últimas páginas están dedicadas a la muerte del padre y a las tensiones políticas de Europa, donde ya se intuye la crisis de la razón, la victoria del instinto sobre la inteligencia y el espíritu. Fiel a su trayectoria, Márai desapareció el año en que caía el muro de Berlín, fecha que algunos historiadores han escogido para establecer el fin del siglo. Esta vez borró cualquier indicio que permitiera seguir su rastro. El suicidio consumó su deseo de extraviarse definitivamente. Nadie puede leer estas páginas sin advertir el soplo del espíritu, la fecundidad de la verdadera literatura.