Image: La fuerza de la razón

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Ensayo

La fuerza de la razón

Oriana Fallaci

30 septiembre, 2004 02:00

Oriana Fallaci. Foto: Gianangelo Pistola

Trad. A. M. Rubio y M.X. Ruiz-González. La Esfera de los Libros. Madrid, 2004. 314 páginas, 18 euros

Con 74 años cumplidos, los 12 últimos enferma de cáncer, Oriana Fallaci todavía tiene fuerzas para denunciar, como el Mastro Cecco que, por culpa de un libro, fue quemado por la Inquisición en 1328, a tirios y a troyanos.

La fuerza de la razón, dedicado a las víctimas del 11-m, nació como un breve apéndice de la trigésima edición de La rabia y el orgullo, su éxito arrollador de hace dos años sobre la cruzada islámica que, en su opinión, como un reloj suizo, sin posibilidad alguna de solución dialogada ni de compromisos razonables, "ha convertido a Europa en Eurabia, una provincia del Islam, y a Italia en la avanzadilla de esa cruzada".

Estamos, escribe Fallaci, ante "la mayor conjura de la Historia moderna", que, según la autora, muy influida por Bat Ye’or, estudiosa judía del Islam afincada en Suiza, nace de un pacto -rendición más bien- entre Europa y los árabes tras el embargo de petróleo del 73-74. Por ese pacto, a cambio de un plato de lentejas (petróleo), Europa abrió sus puertas de par en par a los árabes "junto al inalienable derecho a practicar su religión y a mantener estrechos vínculos con sus países de origen".

Citando media docena de congresos y seminarios de los últimos 30 años sobre el Islam, concluye que los europeos han hecho suyas las ideas de la orientalista Sigrid Hunke, "todo lo erudita que quieras, todo lo inteligente que quieras, pero una jodida nazi". Hunke sostiene la absoluta superioridad del Islam y afirma que la influencia ejercida por los árabes en Occidente fue el primer paso para liberar a Europa del Cristianismo.

Cada año se celebran en Europa centenares de encuentros, simposios y seminarios sobre estos problemas. Elaborar toda una teoría de la conspiración universal a partir de media docena de ellos y olvidarse de los demás no parece muy riguroso. Si ella misma reconoce que La rabia y el orgullo no es su mejor libro -"más que un ensayo es un grito"-, este post-scriptum tiene las mismas virtudes y defectos. Entre las virtudes destacan la originalidad de su tesis, la pasión con que la argumenta, el valor de enfrentarse a todo lo políticamente correcto -izquierda, centro, derecha, Iglesia, marxistas, democristianos, socialistas, periodistas e intelectuales- y la habilidad para tocar un nervio innegable en Occidente: el desafío de integrar a millones de musulmanes decididos a preservar sus raíces culturales y religiosas, aunque algunas de ellas sean incompatibles con la democracia.

Entre los defectos sobresalen su lectura textual del Corán, y la simplificación y generalización abusivas de un fenómeno tan complejo como la relación entre Occidente y el Islam. En 314 páginas no incluye ni una línea sobre las atrocidades cometidas por los occidentales en tierras del Islam desde Mahoma. Ni una palabra sobre las nuevas cruzadas occidentales en nombre de la libertad. Confunde peligrosamente la política exterior de los EE.UU. con la moral de los estadounidenses.

¿Es que, después de haberlos tratado tanto, no ve nada bueno en los árabes? "Bueno, sí. Me han enseñado a comer con las manos, un placer infinito", respondía Fallaci, tan provocadora como siempre, a George Gurely, del New York Observer, en una entrevista reciente.

Vivir, para Fallaci, siempre ha sido luchar con pasión y estar dispuesta a morir por lo que una cree. De niña lo hizo, de la mano de su padre, el liberal Eduardo, para la resistencia anti-fascista. De joven, entrevistando a los más famosos e influyentes de este mundo y cubriendo las principales guerras de la segunda mitad del siglo XX.

Cada entrevista, reportaje y libro de Fallaci (Nada y así sea, Un hombre, Carta a un no nacido, Inshallah...) se pueden leer como catálogos de miserias humanas. "Lo que me empuja a escribir es mi obsesión con la muerte", reconoce la autora.

Como en las obras anteriores, cuando el relato necesita perspectiva histórica, Fallaci lo resuelve con zarpazos rabiosos y cuando el sufrimiento reclama trascendencia, la periodista que lleva en el alma se escapa siempre por las anécdotas. Afirmar que el Albaicín, en Granada, es ya un estado dentro del estado español es un poco fuerte.

Rompiendo con la opinión dominante hoy entre los principales estudiosos del Islam, Fallaci no distingue entre moderados y radicales, reformistas y tradicionalistas. Para ella, todos los musulmanes son iguales y todos peligrosos.

Un consejo final. Sería más que conveniente repasar la puntuación en próximas ediciones.