Image: El cónclave: los secretos de la elección del Papa al descubierto

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Ensayo

El cónclave: los secretos de la elección del Papa al descubierto

Alfredo Urdaci

14 abril, 2005 02:00

La capilla Sixtina acoge a partir del lunes 18 el cónclave para elegir al sucesor de Juan Pablo II

Planeta. Barcelona, 2005. 258 páginas, 19 euros

El libro de Urdaci tiene varias virtudes. Es un libro, primero, oportuno (estamos a las puertas de un cónclave); bien informado (incluso muy bien informado), ameno (bien escrito y cuajado de anécdotas) y equilibrado, dentro de lo que cabe.

Digo dentro de lo que cabe porque las historias que cuenta son para echarse a temblar. Sin proponérselo quizá, el libro es un compedio de las cosas insólitas que han sucedido en los cónclaves de la Iglesia desde que existen (y existen desde el año 1216) hasta el día de hoy. En esto sucede lo que en todo en la investigación histórica: lo que deja huellas documentales es lo irregular -que, por serlo, suscita una protesta que queda escrita y puede conocerse mucho tiempo después, incluso siglos-, en tanto que lo normal se olvida porque pasa y no deja papeles, por lo menos papeles que llamen la atención. Pero la realidad es que han ocurrido muchas, quizá demasiadas, en tantos cónclaves como ha habido. Con razón se consigna en este libro el comentario del cardenal Ratzinger, según el cual no interpretamos bien lo que se quiere decir cuando se afirma que, en la elección del Papa, interviene el Espíritu Santo. Al menos interviene -explica el cardenal- para impedir que se elija al peor.

Decir esto en los días en que medio mundo llora la muerte de Juan Pablo II -hombre a todas luces admirable- parece un improperio. En realidad, si uno se entretuviera en comparar al Papa muerto con bastantes de sus antecesores, la figura del pontífice polaco se agigantaría aún más. No tiene nada que ver con lo que sucedía hace 600 años y más. En realidad, el lector del libro de Urdaci -sin que Urdaci lo diga- se da cuenta de que las irregularidades verdaderamente asombrosas se han disipado, como por ensalmo, en los últimos doscientos años largos. La cosa mejoró notablemente ya desde el XVI, con el concilio de Trento y su enorme desarrollo normativo. Pero lo hizo sobre todo desde Pío VI, que fue el pontífice que sufrió la revolución francesa de 1789 y previó la posibilidad de que los revolucionarios intentasen inmiscuirse en el nombramiento de su sucesor. Es más que curioso que haya ocurrido así -que los nombramientos se hayan depurado e incluso que hayan sido más acertados en los últimos 200 años- porque se trata de la época en que se ha fortalecido el poder de Roma sobre el resto de la Iglesia: primero en Trento y luego en el Concilio Vaticano I. El espectador o el creyente de hoy no puede imaginarse hasta qué punto los católicos han dependido durante siglos mucho más de su párroco y de su obispo que del Papa. Era un problema de capacidad de comunicación. Pero también de reconocimiento del alcance de su poder. Hoy cualquier fiel cristiano vive más pendiente (y se entera mejor) de lo que dice el Papa que de lo que dice su obispo. No digamos su párroco.

Esto implica un problema incluso teológico que Urdaci menciona entre los principales asuntos pendientes que ha dejado Wojtyla: el de redefinir el ejercicio del primado de Pedro. El propio Juan Pablo II invitó a hacerlo en la encíclica Ut unum sint (1995); pero no tuvo el eco suficiente en la jerarquía de las iglesias ortodoxas, que es de donde tiene que llegar el siguiente paso.

En el libro se entrevera el hilo histórico de los cónclaves con las disposiciones con que no pocos Papas han intentado mejorar el sistema de elección para acabar con los abusos y con las cábalas, sobre todo después de haberlas sufrido ellos mismos. El propio Juan Pablo II añadió nuevas normas. Y es que el asunto no puede tener solución perfecta. Al final, se trata de un centenar de personas que ha de emitir un juicio y un voto que depende de su conciencia.

El libro puede escandalizar a más de un creyente y regocijar a más de un anticlerical. Sin embargo, el lector llega a la conclusión de que las cosas son así de feas pero no dejan de ser cosas de familia y que uno no puede romper los lazos de parentesco por muchas cosas feas que le cuenten. Incluso podemos felicitarnos de que ahora las cosas no ocurran como en el siglo XIII.